La llamada sorpresa de medianoche: un despertar abrupto.

El teléfono sonó a las once y media de la noche. Daria acababa de quedarse dormida junto a la respiración tranquila de su marido, y el repentino timbre del teléfono la sobresaltó. Su corazón empezó a latir con más fuerza; a esa hora, no esperaba recibir buenas noticias.

— ¡Carlos! — le dio un suave codazo a su esposo. — ¡Carlos, despierta! Es el teléfono.
Se levantó de la cama rápidamente y alcanzó el auricular. Daria miraba con tensión su rostro, que palidecía por momentos.
— ¿Cómo? ¿Cuándo? — preguntó en voz baja. — Sí… sí… lo entiendo. Iré de inmediato.
Carlos colgó el teléfono lentamente. Sus manos temblaban.
— ¿Qué ha pasado? — susurró Daria, ya temiendo lo peor.
— Pedro y Natalia… — tragó saliva. — Un accidente. Ambos. En el lugar.
La habitación quedó sumida en un pesado silencio, roto solo por el tictac del reloj. Daria miraba a su esposo, sin poder creerlo.

Apenas unos días antes, todos habían estado juntos en la cocina, tomando té, mientras Natalia compartía una receta para un nuevo pastel. Y Pedro, el mejor amigo de Carlos desde la universidad, contaba historias de pesca.
— ¿Y Nati? — recordó de repente Daria. — Dios mío, ¿qué pasará con Nati?
— Estaba en casa — Carlos se apresuraba a ponerse los pantalones —. Tengo que ir, Daria. Allí… habrá que identificar los cuerpos. Y todo lo demás.
— Voy contigo.
— ¡No! — se dio la vuelta bruscamente. — Paula se quedará sola. No tiene sentido asustarla en medio de la noche.
Daria asintió. Su esposo tenía razón: no merecía la pena involucrar a su hija de doce años en esta tragedia. Al menos por ahora.
No cerró un ojo en toda la noche. Recorrió el apartamento, mirando el reloj una y otra vez. Se asomó a la habitación de la durmiente Paula, quien dormía plácidamente, con la mano bajo la mejilla, y su cabello pelirrojo esparcido sobre la almohada. Tan tranquila, tan indefensa.

Carlos regresó al amanecer, exhausto, con los ojos enrojecidos.
— Todo se confirmó —dijo con voz agotada, dejándose caer en el sillón—. Fue un choque frontal… con un camión. No tenían posibilidades.
— ¿Y qué pasará ahora con Nati? — preguntó en voz baja Daria, ofreciéndole a su marido una taza de café fuerte.
— No lo sé. Solo le queda su abuela en el campo. Es mayor, apenas puede caminar.

Permanecieron en silencio por un momento. Daria miraba por la ventana al gris y frío amanecer. Natasha, la ahijada de Carlos, tenía la misma edad que su Paula. Una chica tranquila y reservada, siempre al margen.
— Sabes —empezó Carlos lentamente—, he estado pensando… Quizás deberíamos llevarla a vivir con nosotros.
Daria se giró bruscamente:
— ¿Hablas en serio?
— ¿Y qué? Hay espacio, un cuarto libre. Soy su padrino. ¡No podemos dejar a la niña en un orfanato!

— Carlos, pero eso… es una decisión muy seria. Debemos pensarlo bien. Hablarlo con Paula.
— ¿Qué hay que pensar? — golpeó la mesa con el puño —. ¡La chica se ha quedado sin padres! ¡Es mi ahijada! ¡No podría mirarme al espejo si abandonamos a la hija de nuestros amigos!
Daria mordió su labio. Por supuesto, tenía razón. Pero todo estaba ocurriendo tan rápido, tan repentinamente.
— Mamá, papá, ¿qué pasa? — el somnoliento tono de Paula hizo que ambos se sobresaltaran. — ¿Por qué están levantados tan temprano?
Intercambiaron miradas. El momento de la verdad había llegado antes de lo esperado.
— Cariño —empezó Daria—, siéntate. Tenemos… muy malas noticias.
Paula escuchó en silencio, con los ojos abiertos de par en par. Y cuando el padre mencionó que Nati viviría con ellos, de repente saltó:

— ¡No! — gritó. — ¡No quiero! ¡Que se vaya con su abuela!
— ¡Paula! — la reprendió Carlos. — ¿No te da vergüenza? En una tragedia así…
— ¿Y a mí qué? — sus ojos brillaban. — ¡No es mi problema! No quiero compartir mi casa con ella. ¡Y tampoco quiero compartirlos a ustedes!
Salió corriendo de la cocina, dando un portazo. Daria miró impotente a su esposo:
— Quizás realmente no deberíamos apresurarnos.
— No —respondió con firmeza—. La decisión está tomada. Nati vivirá con nosotros. Paula se acostumbrará.
A la semana siguiente, Nati se mudó. Silenciosa, pálida, con mirada apagada. Apenas hablaba, solo asentía ante las preguntas.
Daria intentó cuidarla. Cocinaba sus platos favoritos, le compró nuevo juego de sábanas con mariposas.

Paula ignoraba a Nati ostentosamente. Se encerraba en su habitación, y si se cruzaban en el pasillo, se giraba y pasaba de largo.
— ¡Basta de comportarte así! — la reprendía su padre. — ¡Muestra un poco de decencia!
— ¿Y qué estoy haciendo? — replicaba Paula. — Simplemente no la veo. ¡Tengo derecho! ¡Es mi casa!
La tensión en casa aumentaba día a día. Daria se movía entre las niñas, tratando de suavizar las asperezas. Pero cuanto más lo intentaba, peor se volvía.
Hasta que desaparecieron los pendientes. Los favoritos, de oro, con pequeños diamantes; un regalo de Carlos por el décimo aniversario de bodas.
— ¡Fue ella quien los tomó! — espetó Paula cuando Daria descubrió la desaparición. — La vi entrar en su dormitorio cuando no estabais.
— ¡No es cierto! — habló por primera vez Nati. — ¡No he tomado nada! ¡No soy una ladrona!

Estalló en lágrimas y corrió a su habitación. Carlos miró a su hija con seriedad:
— ¿Lo has hecho adrede, verdad? ¿Quieres destruirla?
— ¡Pero digo la verdad! — Paula golpeó el suelo con el pie. — ¡Ella finge! Se finge desgraciada, cuando en realidad…
— ¡Ya basta! — la interrumpió Daria. — Dejemos de discutir. Los pendientes aparecerán. Tal vez los puse en algún lado y lo olvidé.
Pero tres días después, de la caja desapareció un anillo. La única reliquia de la madre de Daria.

— ¿Qué, también desapareció por casualidad? — preguntó Paula con sarcasmo. — ¿O seguiremos fingiendo que no pasa nada?
Estaba de pie en medio del salón, con las manos en las caderas, como una pequeña furia. Y en la puerta, Nati observaba, pálida, mordiendo sus labios y parpadeando rápido, como conteniendo las lágrimas.
Daria pasó la mirada de una niña a la otra. Y por primera vez desde aquellos días, sintió que empezaba a entender algo.
Daria se sentó en el borde de la bañera, girando una pequeña botella de verde brillante. La solución simple surgió por accidente, mientras vendaba un corte de Nati: el verde. Tan molesto como una mentira, y tan evidente como la verdad.

Esperó hasta que todos estuvieran dormidos y sacó la cajita de joyas. Marcó cada anillo, cada pendiente, con un pequeño punto.
— ¿Qué estoy haciendo? — susurró en la oscuridad. — Dios mío, ¿a qué hemos llegado…?
La siguiente mañana desapareció un colgante. En la mesa reinaba el silencio. Nati removía tristemente su avena con la cuchara, Paula miraba ostensiblemente por la ventana. Carlos, sombrío, bebía café.
— Chicas —Daria trató de hablar con calma—. Muéstrenme sus manos.
La miraron sorprendidas.
— ¿Para qué? — frunció el ceño Paula.
— Solo muéstrenmelas.
Nati fue la primera en extender sus manos, limpias, sin rastro del punto. Pero Paula dudó.
— ¡No las mostraré! — intentó levantarse de la mesa.
— ¡Siéntate! — resonó la voz de su padre. — ¡Muestra las manos a tu madre de inmediato!
Paula, cerrando los labios con fuerza, extendió las manos. En las yemas de sus dedos se veían pequeños puntos verdes.

Un silencio sepulcral se extendió por la cocina. Se escuchaba el tictac de los relojes en la pared, el murmullo del agua en las tuberías, el pesado respirar de Carlos.
— Tú… — el hecho lo llenó de ira.

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