La llamada sorpresa

Llamaron a Doña Carmen González. La administración de la fábrica, donde trabajó durante 50 años, quiere felicitarla y entregarle un regalo por su 75 cumpleaños.

¡Qué contenta se puso! Diez años sin trabajar, ¡y se han acordado de ella! ¡Le van a felicitar! Aunque solo le den una tarjeta, ya sería un detalle.

Llegó el día esperado. Carmen se vistió elegante, incluso se pintó los labios, y salió temprano para no llegar tarde. Como ella, había seis “cumpleañeros” más. Todos se conocían y se alegraron mucho de la reunión. El subdirector pronunció un discurso de felicitación y entregó unos sobres con un billete de mil euros. Luego, una señora del departamento de recursos humanos los llevó a almorzar al comedor de la fábrica. Disfrutaron de una comida, recordando los viejos tiempos en la fábrica.

Al final, les entregaron un “lote de productos”: cinco tipos de cereales de 1 kg, un paquete de harina de 2 kg, tres latas de conservas de pescado y una botella de zumo de manzana de 3 litros.

Todo eso, aunque bien recibido, planteaba un problema: ¿cómo llevarlo todo a casa?

Una simpática señora de recursos humanos comentó: “Queridas, no se preocupen, pueden dejar algo en mi oficina y venir a recogerlo más tarde. No se preocupen, nada se perderá”.

Carmen, conociendo el mundo, esbozó una sonrisa irónica ante la propuesta. ¡Dejarlo allí y arriesgarse a perderlo! Decidió llevarse todo de una vez. Siempre llevaba consigo una bolsa de plástico del supermercado. En la bolsa, que aguantaba 10 kg, colocó los cereales, la harina y las conservas, mientras que el zumo lo llevó bajo el brazo. Y, con cuidado, caminó por la acera helada.

Vivía Carmen a dos paradas de la fábrica, y siempre caminaba a pie. Esta vez, también decidió andar, con las manos llenas no podía subir al autobús. Aunque era pesado, se sentía feliz. A decir verdad, no necesitaba tanto el zumo de 3 litros, ya que había hecho mucho propio gracias a una buena cosecha de manzanas. Pero, si lo daban, debía aceptarlo; podía ser útil.

Los cereales tampoco eran su elección habitual: lentejas, cebada, y otro cereal desconocido, pero todo podría ser útil. Carmen González llegó al cruce y descansó.

Con un vistazo analizó cómo cruzar la calle, mientras los coches esperaban el cambio del semáforo. Cruzó en diagonal, lo más cerca que pudo, ya que el paso de peatones quedaba lejos. La calzada estaba resbaladiza, y avanzaba con cuidado.

En un coche bonito y caro, frente al cual Carmen intentaba cruzar, estaba un joven con su pareja. Tal vez se divirtieron al ver a la señora mayor intentando cruzar, y él decidió tocar la bocina repentinamente, causando sorpresa.

Carmen se sobresaltó, resbaló y cayó al suelo, rompiendo la botella de zumo. Cayó sobre la bolsa, reventando dos paquetes de cereales, que se derramaron por el suelo. El paquete de harina se rompió.

Levantándose, Carmen miró hacia el coche. A través del parabrisas, entre los limpiaparabrisas, vio al joven y su amiga riendo, haciéndole señales para que se moviera más rápido.

A pesar de la música alta y las risas, no podían escuchar los reclamos de la señora, solo ver su rostro enojado. Carmen, inclinándose como para recoger sus cosas, vio cómo el chico volvió a tocar la bocina. Algo estalló dentro de su mente.

De repente, recordó las historias de su padre, que había luchado en la guerra, y cómo le enseñó a no dejarse intimidar. Carmen recogió un paquete de cereales del suelo, lo rompió para que se derramase y lo lanzó contra el parabrisas del coche. Luego otro paquete.

El joven seguía tocando la bocina pero no se atrevía a salir del coche. Carmen lanzaba una y otra vez, y cuando se terminaron los cereales, tomó el paquete de harina y lo lanzó al techo del coche; al romperse, la harina cubrió todo el vehículo mojado por la nieve. Al quedarse sin “proyectiles”, Carmen recogió las latas de conserva, pensando en dónde lanzarlas, pero entonces vio el miedo en los ojos del joven al volante.

Posiblemente, es el mismo miedo que vieron los soldados enemigos ante sus compatriotas. Colocó las latas en su bolsa, se sacudió las manos y cruzó la calle hacia su casa. Inspiraba profundamente, con una sensación de alivio. Al fin y al cabo, no necesitaba esos alimentos, ya tenía suficientes zumos caseros y castigó al chico; su padre estaría orgulloso.

El semáforo ya estaba en verde, y los coches rodeaban al lujoso vehículo, observando y sonriendo. El joven no bajó del coche, solo telefoneaba a alguien. Los limpiaparabrisas intentaban, sin éxito, eliminar la mezcla blanquecina del cristal.

Por la noche, llegó inesperadamente su nieto. Trajo una tarta y champán. “Abuela, pensaba que solo sabías hacer pasteles ricos, ¡pero veo que puedes enfrentarte a un tanque! ¡Te vi en YouTube!”

Ahora, Carmen González es una famosa local.

¿Quién podría saber de lo que es capaz la “vieja guardia” en momentos de crisis? Mejor que nadie lo sepa nunca.

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