El teléfono sonó a medianoche, rompiendo el silencio. Era pasada la una de la madrugada cuando el timbre estridente despertó a Marta, quien apenas había conseguido dormirse junto a su marido, Adrián. El corazón le dio un vuelcoa esa hora, ninguna llamada traía buenas noticias.
“Adrián,” susurró, sacudiéndole con suavidad. “Despierta, cariño. Es el teléfono.”
Él se incorporó de golpe, descolgando el auricular. Marta observó cómo su rostro palidecía segundo a segundo.
“¿Cómo? ¿Cuándo?” preguntó con voz ronca. “Sí sí, entiendo. Voy ahora mismo.”
Colgó lentamente, las manos temblorosas.
“¿Qué pasa?” murmuró Marta, presintiendo lo peor.
“Juan y Ana,” tragó saliva. “Un accidente. Los dos. Fue instantáneo.”
Un silencio denso llenó la habitación, solo roto por el tictac del reloj. Marta lo miró, incapaz de asimilarlo.
Hacía apenas dos días, habían estado todos en la cocina, tomando café, Ana compartiendo su receta de tarta de manzana. Y Juan, el mejor amigo de Adrián desde la universidad, contando anécdotas de sus viajes por el norte.
“¿Y Sara?” recordó de pronto Marta. “Dios mío, ¿qué será de Sara?”
“Estaba en casa,” respondió Adrián, ya poniéndose los pantalones a toda prisa. “Tengo que ir, Marta. Hay que hay que identificarles. Y luego”
“Voy contigo.”
“¡No!” Se giró bruscamente. “Claudia se queda sola. No hay que asustarla a estas horas.”
Marta asintió. Tenía razónno podían arrastrar a su hija de doce años a semejante tragedia. Al menos, no aún.
Toda la noche estuvo en vela, paseando por el piso, mirando cada cinco minutos el reloj. Entró a ver a Claudia, dormidarespiraba tranquila, la mejilla apoyada en su mano, sus rizos castaños desparramados sobre la almohada. Tan inocente, tan frágil.
Adrián volvió al amanecer, agotado, los ojos rojos.
“Se confirmó todo,” dijo, desplomándose en el sillón. “Choque frontal con un camión. No tuvieron opción.”
“¿Y qué será de Sara ahora?” preguntó Marta en voz baja, dejando una taza de café cargado frente a él.
“No lo sé. Solo le queda su abuela en el pueblo. Está muy mayor, casi no puede valerse.”
Quedaron en silencio. Marta miró por la ventana, donde el alba era gris y fría. Sara, la ahijada de Adrián, tenía la misma edad que Claudia. Una niña rubia, siempre un poco callada.
“Oye,” dijo Adrián lentamente, “¿y si la traemos a vivir con nosotros?”
Marta se volvió de golpe:
“¿En serio?”
“¿Por qué no? Tenemos espacio, esa habitación libre. Soy su padrino, al fin y al cabo. ¡No voy a dejar que termine en un orfanato!”
“Marta, pero es una decisión muy grande. Hay que pensarlo bien. Hablar con Claudia.”
“¿Qué hay que pensar?” Golpeó la mesa con el puño. “¡La niña se ha quedado huérfana! ¡Mi ahijada! No podría vivir conmigo mismo si la abandonara.”
Marta se mordió el labio. Claro que tenía razón, pero todo era tan repentino, tan abrumador.
“Mamá, papá, ¿qué pasa?” La voz soñolienta de Claudia los sobresaltó. “¿Por qué están levantados tan temprano?”
Se miraron. El momento de la verdad había llegado antes de lo previsto.
“Cariño,” comenzó Marta, “siéntate. Tenemos noticias muy tristes.”
Claudia escuchó en silencio, los ojos abriéndose más con cada palabra. Y cuando su padre mencionó que Sara viviría con ellos, se levantó de un salto.
“¡No!” gritó. “¡No quiero! ¡Que se vaya con su abuela!”
“¡Claudia!” la regañó Adrián. “¿Cómo puedes ser tan egoísta? Con lo que está pasando”
“¿Y yo qué tengo que ver?” Los ojos de Claudia echaban chispas. “¡No son mis problemas! ¡No quiero compartir mi casa con ella! ¡Ni a vosotros!”
Salió dando un portazo. Marta miró a Adrián, desconcertada:
“¿No deberíamos tomarlo con calma?”
“No,” respondió él con firmeza. “Está decidido. Sara vivirá con nosotros. Claudia se acostumbrará.”
Una semana después, Sara llegó. Callada, pálida, con la mirada perdida. No hablaba, respondiendo solo con gestos.
Marta hacía lo posible por cuidarlapreparaba sus platos favoritos, compró sábanas nuevas con estrellas bordadas.
Claudia, en cambio, la ignoraba por completo. Se encerraba en su cuarto y, si se cruzaban en el pasillo, desviaba la mirada.
“¡Deja de portarte así!” le reñía su padre. “¡Ten un poco de corazón!”
“¿Qué hago mal?” replicaba Claudia. “Solo actúo como si no existiera. ¡Es mi derecho! ¡Esta es mi casa!”
La tensión crecía día a día. Marta iba de una niña a otra, intentando calmar las aguas. Pero cuanto más lo intentaba, peor era.
Hasta que desaparecieron los pendientes. Sus favoritos, de oro con pequeños diamantesun regalo de Adrián por su décimo aniversario.
“¡Fue ella!” acusó Claudia cuando Marta los echó en falta. “¡La vi entrar en vuestro cuarto cuando no estabais!”
“¡No es verdad!” Sara alzó la voz por primera vez. “¡No he cogido nada! ¡No soy una ladrona!”
Estalló en llanto y corrió a su habitación. Adrián miró a su hija con severidad:
“¿Lo has hecho a propósito, verdad? ¿Quieres echarla?”
“¡Digo la verdad!” Claudia golpeó el suelo con el pie. “¡Finge estar triste, pero en realidad!”
“¡Basta!” interrumpió Marta. “No discutamos. Los pendientes aparecerán. Quizá los guardé sin darme cuenta.”
Pero tres días después, desapareció un anillo del joyerouna pieza única, heredada de la madre de Marta.
“¿Esto también se ha evaporado?” preguntó Claudia con sarcasmo. “¿O hacemos como si nada?”
Estaba plantada en el salón, manos en cinturauna furia en miniatura. Y en la puerta, Sara, temblorosa, mordiéndose los labios para no llorar.
Marta miró alternativamente a ambas. Y por primera vez en días, creyó entender algo.
Sentada al borde de la bañera, sostenía un frasquito de mercromina. Se le había ocurrido una idea sencillamientras curaba un corte en el dedo de Sara, un pensamiento cruzó su mente. La mercromina. Tan persistente como una mentira, y tan visible como la verdad.
Esperó a que todos se durmieran y sacó su joyero. Marcó cada anillo, cada pendiente con un puntito diminuto.
“¿Qué estoy haciendo?” susurró en la oscuridad. “Dios mío, hasta dónde hemos llegado”
A la mañana siguiente, faltaba un colgante. En la mesa, el silencio era espeso. Sara removía su leche con cacao sin ganas, Claudia miraba fijamente por la ventana. Adrián bebía su café con el ceño fruncido.
“Chicas,” Marta intentó hablar con calma. “Enseñadme las manos.”
La miraron desconcertadas.
“¿Por qué?” frunció Claudia.
“Simplemente, hacédmelo.”
Sara tendió sus manos limpias, sin marcas. Claudia, en cambio, vacilaba.
“¡No quiero!” Intentó levantarse.
“¡Siéntate!””¡Muéstrame las manos ahora mismo!” ordenó Adrián con voz firme, y Claudia, con los labios apretados, extendió sus dedos, donde brillaban diminutos puntos verdes que delataban la verdad.