Meri acababa de comer, lavó los platos y se echó una siesta. Su marido, Pablo, había ido al pueblo de un amigo para ayudarle a arreglar una valla. No volvería hasta mañana por la tarde, el lunes tenía que trabajar. Meri llevaba un año jubilada, pero a Pablo le quedaban aún dos años.
De repente, el teléfono la sacó del sopor. Al principio ni siquiera reconoció el sonido.
—¿Dígame? —contestó con voz ronca de sueño, sin mirar la pantalla.
¿Quién iba a llamarla, más que su hija o su marido? Pablo no era de llamar, así que debía ser Ana, su hija, que vivía en otra ciudad con su esposo y estaba a punto de dar a luz.
—¿Meri? ¿Estabas dormida? —una voz de mujer, desconocida, resonó al otro lado.
—¿Quién es? —preguntó Meri, desconfiada.
Un suspiro exagerado llegó por el auricular.
—¿No me reconoces? ¿Cuánto hace que no nos vemos?
—¿Lola? —Meri se sorprendió, pero no se alegró—. ¿Cómo conseguiste mi número?
—¿Eso importa? Hace años me crucé con tu madre y me lo dio.
Meri recordó vagamente que su madre le había mencionado algo así.
—¿Estás en la ciudad? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta. ¿Para qué llamar si no era para verse?— Corría el rumor de que te habías ido a Estados Unidos —añadió.
En el teléfono, una risa que se transformó en un gemido.
—¿Qué te pasa? ¿Dónde estás? —la voz de Meri se tiñó de preocupación.
—En el hospital. Por eso te llamo. ¿Podrías venir? Quiero contarte algo. Ah, y no traigas nada, no hace falta.
—¿En el hospital? ¿Estás enferma? —Meri despertó del todo.
—Me cuesta hablar. Te mando la dirección por mensaje.
—Pero, en el… —empezó Meri, pero solo escuchó el tono de llamada interrumpida.
A los segundos, llegó el mensaje con el nombre del hospital. «Dios mío, ¿Lola tiene cáncer?» Meri lo leyó una y otra vez, desconcertada.
Miró el reloj: las cinco y media. Para cuando llegara, ya habrían cerrado las visitas. Fue a la cocina y sacó del congelador un pollo para hacer caldo. Lola había dicho que no llevara nada, pero ¿cómo ir al hospital con las manos vacías? El caldo casero era más medicina que comida. Lo dejó descongelando en el fregadero y se sentó. Ana tenía veintiocho años, así que hacía veintiocho que no veía a Lola.
Con la edad, Meri se acostumbró a recibir las noticias, hasta las buenas, con precaución. Después de aquella llamada, no podía librarse de un presentimiento. Y Pablo, por supuesto, no estaba. Aunque quizá fuese mejor así. Por la mañana haría el caldo, visitaría a Lola y lo descubriría todo. Pero la inquietud no la abandonaba.
A Lola la había criado su abuela, la madre de su padre. No conocía el cariño y pasaba las tardes en casa de Meri haciendo los deberes. La abuela destilaba aguardiente y se lo vendía a los borrachos del barrio. Sus padres, claro, también bebían. Las mujeres de los borrachos amenazaban con quemar el alambique clandestino. Quizá alguien lo hizo, o tal vez, como dijo la policía, su padre se quedó dormido con un cigarrillo. Pero los padres de Lola no salieron de la casa en llamas. La abuela no estaba, y Lola, como siempre, se había refugiado en casa de Meri. Las dos sobrevivieron.
Después del incendio, las metieron en una residencia. En la cocina comunitaria no podían destilar. La abuela se deprimió, contaba cada céntimo y regañaba a Lola por cada trozo de pan que comía. Lola pasaba hambre hasta que Meri la invitaba a cenar.
La abuela odiaba a la madre de Lola, la llamaba bruja, decía que había embrujado a su hijo, lo había conducido al alcohol. Nunca mencionó que en casa siempre hubiera aguardiente gratis. La madre de Lola era hermosa. Pocos hombres pasaban a su lado sin mirarla. Su padre la golpeaba de los celos.
Lola creció pareciéndose cada vez más a ella: alta, esbelta, con una melena rizada y rojiza, ojos negros y labios carnosos. Las pecas que le salpicaban la cara no la afeaban, sino que le daban un tono dorado.
Nada más terminar el instituto, Lola se escapó de casa con un chico de fuera. «Igual que su madre, perdida», suspiraba la abuela.
A la madre de Meri no le gustaba su amistad con Lola, aunque sentía lástima por ella. Cuando se marchó del pueblo, respiró aliviada. Siempre temió que arrastrara a Meri por mal camino. ¿Qué las unía? Ni ella misma lo sabía, aunque con Lola todo era más divertido.
Meri terminó un ciclo formativo, encontró trabajo y conoció a Pablo. Se casaron y al año nació Ana. De Lola solo llegaban rumores.
Su madre trabajaba y no podía ayudarla, y por las noches, cuando Pablo estaba en casa, no quería molestar. Meri se las arreglaba sola, tan cansada que se dormía de pie.
Lo único que deseaba en aquella época era dormir. Cerraba los ojos mientras amamantaba a Ana y caía rendida. Se despertaba sobresaltada, temiendo haberla soltado o asfixiado bajo el peso de su pecho. La niña, satisfecha, dormía plácidamente en sus brazos. Meri la acostaba y se ponía a extraerse leche, preparar la comida, lavar los pañales… obligándose a no cerrar los ojos.
Fue entonces cuando Lola volvió a aparecer. Se parecía más que nunca a su madre, aún más hermosa, si eso era posible.
—Vaya pinta llevas, amiga. Siempre supe que el matrimonio y los hijos no sentaban bien a una mujer. Yo nunca tendré hijos —dijo Lola, sin preámbulos, al verla.
—No digas eso —sonrió Meri.
Lola le contó entonces que había tenido varios abortos y que ya no podría ser madre. Pero el instinto maternal seguía ahí. A Lola le encantaba cuidar de Ana, pasear con ella mientras Meri cocinaba o dormía como un tronco.
Pronto dejó al chico con el que se había escapado, el causante de su primer aborto. El siguiente hombre fue mucho mayor. Le alquiló un piso en el centro de Madrid y la visitaba dos veces por semana.
—Vivía casi en la gloria —suspiraba Lola al recordarlo.
—¿Casi? —preguntó Meri. Las historias de hombres le aburrían, pero por educación seguía la conversación.
—Era viejo y asqueroso —hizo una mueca—. Pero no era tacaño. Me daba dinero, joyas, abrigos de piel…
—¿Y su familia?
—¿Qué tiene que ver? —Lola se encogió de hombros.
Cuando el hombre descubrió que Lola veía a otros, la echó. Vinieron otros, hasta un extranjero. De ahí salió el rumor de que se había ido a América. Aunque el extranjero era noruego.
—Bueno, ¿y tú? ¿Cómo te metiste en este lío, convertida en una fábrica de leche? ¿Y a esto lo llamas felicidad? No querría una así.
Pablo recibió a Lola con recelo.
—No sabía que tenías esa amiga —dijo la primera vez que la vio.
—Calla, que te oye —lo reprendió Meri—. Se quedará unos días con nosotros. No tiene dónde ir,… Al salir del cementerio, Meri sintió el aire fresco de abril llenarle los pulmones, miró el cielo despejado y decidió que, después de todo, la vida seguía, y ella iba a vivirla en paz, sin rencores, junto a Pablo y la familia que habían construido juntos.