La limpiadora compra un misterioso objeto y descubre una sorpresa en casa.

La limpiadora compró un objeto extraño a una gitana. En casa, le esperaba una sorpresa inesperada…

En el corazón de la capital provincial, usualmente bulliciosa y llena de vida, aquel día reinaba un silencio inquietante, casi místico. Ni el viento movía las hojas, ni los pájaros trinaban en las ramas, como si la ciudad misma contuviera el aliento. Solo los pasos solitarios de Alba, una joven madre, rompían ese silencio opresivo, resonando en las calles vacías. Delante de ella, empujaba un carrito donde dormía su hijo: el frágil, pálido y tan querido Lucas. Cada paso era un esfuerzo, no por el cansancio físico, sino por el peso que oprimía su corazón. No tenían opción: el medicamento que el niño necesitaba para sobrevivir les esperaba en la farmacia, y Alba corría como si fuera una emergencia.

El dinero para el tratamiento se esfumaba como humo. La ayuda familiar, el sueldo de su marido, Víctor, todo desaparecía en el abismo de las facturas médicas. Pero ni siquiera eso era suficiente. Tres meses atrás, los médicos le dieron un diagnóstico que le heló la sangre: una enfermedad rara y agresiva que requería hospitalización inmediata en el extranjero. Sin la operación, Lucas quedaría discapacitado de por vida. Víctor, sin dudarlo, se fue a trabajar a otra ciudad, dejando a Alba sola en la lucha por la vida de su hijo.

Finalmente, Alba se detuvo ante un pequeño quiosco al borde del parque, donde vendían botellas de agua. La sed la consumía. Aún le quedaban casi dos kilómetros hasta casa, y las fuerzas la abandonaban.

—Espérame, cariño, vuelvo enseguida —susurró, acariciando la frente del niño dormido.

Corrió al quiosco, compró el agua y regresó en un minuto. Pero, en ese instante, su mundo se derrumbó. El carrito estaba allí, pero vacío. Lucas había desaparecido.

El corazón le estalló en el pecho. Alba gritó, dejó caer la botella al suelo, y el cristal se hizo añicos, como su esperanza. Corrió de un lado a otro, miró bajo los bancos, llamó a su hijo, pero solo recibió silencio como respuesta. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?

Si se hubiera girado antes, habría visto a la anciana gitana de pañuelo colorido, de mirada penetrante, observándola desde la sombra de los castaños. Mientras Alba compraba el agua, Rosalía, como una sombra, se acercó al carrito, cogió al niño dormido y desapareció en las puertas de un autobús que arrancó de inmediato, llevándose con él la felicidad ajena.

Las lágrimas brotaron sin control. Con dedos temblorosos, Alba marcó el 112 y después el número de su marido.

—Víctor… ¡Víctor, he perdido a Lucas! —lloró, al borde del desespero—. ¡Solo me aparté un segundo! ¡Y cuando volví… ya no estaba!

Mientras, a cientos de kilómetros, en un viejo Seat oxidado cuyo motor sonaba como el corazón de una bestia, Rosalía celebraba su triunfo.

—Mira, Joaquín, ¡hoy he conseguido un buen botín! —se jactó, destapando la manta donde dormía Lucas.

Joaquín, su hijo, miró al niño y frunció el ceño:

—Madre, ¿has perdido la cabeza? ¿Y si hay cámaras? ¿Si la policía lo busca?

—¡Qué cámaras ni qué nada en este lugar! —bufó Rosalía—. Aquí solo hay árboles y maleza. Nadie ha visto nada.

A Rosalía no le importaba Lucas. No anhelaba hijos. Simplemente, como un cuervo atraído por algo brillante, no pudo resistirse. Era una costumbre heredada: tomar lo que podía y sacar provecho. Y ese niño, frágil y enfermo, era la herramienta perfecta. Sería un mendigo, y su sufrimiento atraería la caridad de la gente.

—Haz lo que quieras —murmuró Joaquín, pisando el acelerador. El coche arrancó, llevando al niño a un mundo sin piedad.

La casa donde llevaron a Lucas parecía una choza abandonada en las afueras del poblado gitano. Allí les esperaba Lola, la nuera de Rosalía, una mujer joven con mirada cansada y corazón apesadumbrado. Ella era de otra generación: no creía en las adivinaciones, no mendigaba, vendía ropa usada en el rastro.

—¿Qué es esto? —preguntó, mirando al niño.

—Un regalo, hija —sonrió Rosalía—. Mañana lo llevarás a la iglesia, lo pondrás en la puerta y pedirás limosna.

—Pero… ¿y si viene la policía? ¿Si piden documentos?

—Di que lo diste a luz en casa, que no fuiste al hospital —intervino el suegro, un viejo de ojos como brasas—. Sin papeles, nadie puede probar nada.

El marido de Lola, Antonio, solo se encogió de hombros. A él le daba igual, siempre que no hubiera problemas.

Mientras, en la ciudad, Alba y Víctor enloquecían de angustia. Registraron cada calle, pegaron cientos de carteles, pidieron ayuda a todo el mundo. Pero Lucas parecía haberse esfumado.

Rosalía, por su parte, se frotaba las manos, soñando con el dinero que ganaría. Pero no sabía que Lucas probablemente no viviría hasta la siguiente semana. Su cuerpo estaba al límite.

Sin embargo, Lola, aunque temerosa, lo veía todo. Notó cómo el niño gemía al dormir, cómo respiraba con dificultad, cómo palidecía día a día. Una noche, a escondidas de Rosalía, lo llevó a un médico de confianza.

—Le quedan pocos días —dijo el doctor—. Sin la operación, no sobrevivirá.

El golpe fue duro para Lola. No podía permitir que un niño inocente muriera así.

Entonces, el destino la reunió con Manolo, su primer amor. Habían soñado con estar juntos, pero la vida los separó. Ahora, al reencontrarse, vieron una oportunidad.

Comenzaron a verse en secreto. Planeaban huir, dejar a Lucas a salvo y escapar de Rosalía y Antonio.

Pero la anciana gitana lo escuchó todo.

Estalló en furia. Despertó a su hijo.

—¡Antonio! ¡Tu mujer quiere huir con su amante y arruinar nuestro negocio!

Esa misma noche, Antonio atrapó a Manolo, lo golpeó y lo encerró en el sótano de una casa abandonada. A Lola la recluyó en una habitación, sin dejarla salir.

—Reflexiona, zorra —le espetó.

Ahora, era Rosalía quien iba al rastro.

Mientras, Irene, una limpiadora de cuarenta años de un colegio, llegó al mercado a comprar patatas y cebollas. La vida era dura para ella y su hijo Pablo, que apenas llegaban a fin de mes.

—¡Oye, guapa! —la llamó Rosalía—. ¡Tengo antigüedades, cosas únicas! ¡Cómprame este cofre y el dinero irá a un orfanato!

Irene, como en trance, sacó sus últimos euros y se los dio. En casa, recordó que no había comprado comida y no habría cena.

—¿Para qué quiero este cofre? —suspiró, mirando a Pablo.

El chico lo abrió y encontró una nota:

«Me llamo Lola. Mi marido tiene a Manolo encerrado. El niño que robó mi suegra se está muriendo. Necesita una operación. Por favor, ayúdalo. En el cofre hay un collar. Véndelo. Usa el dinero para salvar al niño. Y, por favor… llamaIrene llamó a la policía de inmediato, y así, gracias a un acto de valentía y bondad, Lucas fue rescatado, devuelto a sus padres, y la luz de la esperanza brilló una vez más en sus vidas.

Rate article
MagistrUm
La limpiadora compra un misterioso objeto y descubre una sorpresa en casa.