La limpiadora compra un enigmático objeto y descubre una sorpresa inesperada en casa.

**Diario de una madre desesperada**

Hoy, el corazón de Madrid, siempre bullicioso y lleno de vida, parecía haberse detenido. Ni una brisa movía las hojas de los árboles, ni los pájaros cantaban. Era como si la ciudad contuviera el aliento. Solo los pasos de Lucía, joven madre, rompían ese silencio opresivo mientras empujaba el cochecito donde dormía su hijo, el pequeño y frágil Diego. Cada paso le costaba, no por el cansancio físico, sino por el peso en su corazón. No tenían opción: el medicamento que Diego necesitaba para sobrevivir estaba en la farmacia, y Lucía corría como si le persiguiera el mismísimo demonio.

El dinero se esfumaba como humo. La ayuda familiar, el sueldo de su marido Adrián, todo se había ido en facturas médicas. Pero ni siquiera era suficiente. Tres meses atrás, los médicos le habían dado un diagnóstico que le heló la sangre: una enfermedad rara y agresiva que requería una operación urgente en el extranjero. Sin ella, Diego quedaría discapacitado de por vida. Adrián, sin dudarlo, se fue a trabajar a Barcelona, dejando a Lucía sola en esta batalla.

Finalmente, Lucía se detuvo en un quiosco al borde del parque del Retiro. La sed le quemaba la garganta. Aún faltaban dos kilómetros para llegar a casa, y sus fuerzas flaqueaban.

—Espérame, mi vida, solo un momento —susurró, acariciando la frente de Diego.

Entró, compró una botella de agua y, al volver, su mundo se derrumbó. El cochecito estaba ahí, pero vacío. Diego había desaparecido.

El corazón se le encogió. Gritó, tiró la botella al suelo—el cristal se hizo añicos como sus esperanzas—y corrió de un lado a otro, buscando bajo los bancos, llamando a su hijo. Nada. Solo silencio.

Si hubiera mirado atrás, habría visto a la vieja gitana, Petra, observándola desde la sombra de un castaño. Mientras Lucía compraba el agua, Petra, silenciosa como una sombra, se acercó al cochecito, tomó al niño y desapareció en un autobús que arrancó al instante, llevándose su felicidad.

Las lágrimas corrieron sin control. Con manos temblorosas, marcó el 112 y luego el número de Adrián.

—Adrián… ¡He perdido a Diego! —lloró, casi sin voz—. Solo me di la vuelta un segundo… ¡Y ya no estaba!

Mientras, a cientos de kilómetros, en un viejo Seat destartalado, Petra celebraba su botín.

—Mira, Ramón, ¡lo que he conseguido hoy! —dijo, desenvolviendo la manta donde dormía Diego.

Ramón, su hijo, frunció el ceño.

—Madre, ¿has perdido el juicio? ¿Y si hay cámaras? ¿Si la policía lo busca?

—¿Qué cámaras va a haber en este pueblo? —bufó Petra—. Solo hay árboles y maleza. Nadie vio nada.

A Petra no le importaba Diego. No quería un hijo. Era como un cuervo que ve algo brillante y no puede resistirse. Era costumbre en su familia: tomar lo que pudieran y sacarle provecho. Un niño enfermo y débil era perfecto para pedir limosna. La gente se apiadaría de él.

—Haz lo que quieras —murmuró Ramón, pisando el acelerador.

La casa donde llevaron a Diego era una chabola en las afueras de una zona gitana. Allí los esperaba Lola, la nuera de Petra, una mujer joven con mirada cansada. No creía en las supersticiones ni en pedir limosna; trabajaba vendiendo ropa usada en el Rastro.

—¿Qué es esto? —preguntó al ver al niño.

—Un regalo, hija —sonrió Petra—. Mañana lo llevarás a la iglesia. Que pida limosna.

—Pero… ¿y si la policía pregunta por documentos?

—Di que lo diste a luz en casa —intervino el suegro, un viejo de ojos fríos—. Sin papeles, no hay preguntas.

El marido de Lola, Curro, se encogió de hombros. A él solo le importaba evitar problemas.

Mientras, en Madrid, Lucía y Adrián enloquecían. Buscaron en cada calle, pegaron carteles, pidieron ayuda a todos. Pero Diego parecía haberse esfumado.

Petra, por su parte, ya contaba el dinero que ganarían. No sabía que Diego, enfermo y débil, probablemente no viviría una semana más.

Pero Lola lo veía. Notaba cómo gemía al dormir, cómo respiraba con dificultad, cómo palidecía día a día. Una noche, a escondidas, lo llevó a un médico de confianza.

—Le quedan horas —dijo el doctor—. Sin operación, morirá.

Esa noche, el destino la llevó a reencontrarse con Manolo, su primer amor. Juntos, decidieron huir. Dejarían a Diego en un hospital, lejos de Petra y Curro.

Pero Petra los escuchó.

—¡Curro! —gritó—. ¡Tu mujer quiere huir con su amante y arruinar nuestro negocio!

Esa misma noche, Curro golpeó a Manolo y lo encerró en un sótano. A Lola la encerró en su cuarto.

—No te muevas, zorra —le escupió.

Ahora era Petra quien salía a pedir limosna.

Fue entonces cuando Carmen, una limpiadora de colegio, llegó al Rastro a comprar patatas. La vida no le había sido fácil; apenas tenía para mantener a su hijo Jaime.

—¡Oye, guapa! —la llamó Petra—. ¡Tengo antigüedades! Compra este cofre, es para niños pobres.

Carmen, como en trance, le dio sus últimos euros. Al llegar a casa, recordó que no había comprado comida.

—¿Para qué quiero esto? —suspiró, mirando a Jaime.

Él abrió el cofre y encontró una nota:

«Soy Lola. Mi marido tiene a Manolo encerrado. El niño que robó mi suegra se está muriendo. Necesita una operación. Por favor, ayúdalo. El collar del cofre vale dinero. Véndelo. Y llama a la policía».

La firma temblaba, como si quien la escribió hubiera llorado.

Carmen agarró el teléfono.

Tres horas después, la policía irrumpió en la casa. Petra y Curro fueron arrestados. Manolo y Lola, liberados.

Y Diego volvió a los brazos de sus padres.

Carmen les dio el collar. Con el dinero de su venta, operaron a Diego.

Un año después, el niño corría, reía y crecía sano.

Y Jaime, gracias al sacrificio de su madre, estudió informática. Ahora vivían sin deudas, sin miedo.

Una historia que empezó con un robo terminó en milagro.

Porque incluso en la oscuridad más profunda, hay luz.

Y siempre está en quien se atreve a dar el primer paso.

Rate article
MagistrUm
La limpiadora compra un enigmático objeto y descubre una sorpresa inesperada en casa.