La libertad vale más que el dinero

La libertad no tiene precio

En junio me divorcié. Mi marido se fue, dando un portazo, para estar con la que era “más joven y atractiva”. Los detalles ya no importan. Valentín, mi ex, antes de la boda era puro encanto: flores, palabras dulces, romanticismo. Pero tras el registro civil, la versión de prueba del “marido perfecto” expiró y la completa resultó con funciones recortadas. Nada escandaloso, pero una piedrecilla en el zapato envenenaba mi vida. Empezó a contar cada céntimo, con un sadismo que helaba la sangre.

Su sueldo era un poco mayor que el mío—unos trescientos euros más. Eso le convertía en el “sostén de la familia” y a mí en la criada. Pero llevaba las cuentas bajo su lógica. Los gastos “para la casa” eran su generosidad hacia mí. “Para la casa” era el coche a plazos, cuatrocientos euros al mes, que usaba una vez por semana para llevarme al hipermercado. “Para la casa” eran las cortinas, las sartenes, la reforma de la cocina. “Para mí” era la ropa del niño, los juguetes, la guardería y el pediatra. “Para mí” eran las facturas de la comunidad, porque las pagaba yo. Y si las pagaba yo, eran “mis gastos”. Todo esto, en su cabeza, era “cosas de la mujer”. Él apenas gastaba en sí mismo, o eso creía. Ante sus ojos y los de su familia, yo era un “agujero negro” que devoraba el presupuesto. Ganaba menos pero lo gastaba todo. Cada mes soltaba con sarcasmo: “¿Cuánto dinero queda?” No quedaba nada.

El último año de matrimonio su frase favorita era: “Hay que recortarte, pides demasiado”. Y recortaba. Primero acordamos quedarnos cada uno con doscientos euros, el resto a la economía familiar. Luego decidió quedarse con la diferencia de nuestros sueldos, de modo que él guardaba quinientos y yo los mismos doscientos. Después redujo su aportación otros doscientos, soltando: “Tu crema de quince euros es un lujo, yo con jabón me apaño”. Al final, para la casa, comida, crédito y el niño, me asignaba mil doscientos: quinientos de él, setecientos de mí. Pero no llegaba. Dejé de ahorrar mis doscientos, metiendo todo mi sueldo—mil cien—en la familia. Vivía de alguna prima ocasional o un extra miserable, mientras él vociferaba que me “mantenía” y que iba a “domar mis caprichos”. La tacaña, vaya.

¿Por qué no me divorcié antes? Fuí tonta. Le creí a él, a su madre, a la mía. Pensé que tenía razón: yo no sabía administrar, él me sacaba adelante. Iba hecha un desastre, ahorraba hasta el último céntimo, me tragaba analgésicos posponiendo al dentista—la pública no tenía huecos y la privada no entraba en el presupuesto. Mientras, Valentín gastaba setecientos euros al mes en sus “caprichos”: móvil nuevo, zapatillas de marca, altavoces para el coche que costaban un riñón. Y se jactaba de su “brillante gestión económica”.

Y llegó el divorcio. Mi “sostén” voló con la que no remienda jerséis, se pinta los labios, va al gimnasio en vez de pensar cómo alimentar a su hijo con migajas o tejerle manoplas con lana reciclada. Lloré por las noches. ¿Cómo iba a sacar adelante sola a mi hijo? Ahorré aún más, con el futuro asomando como un abismo.

Pero llegó la nómina. Y—¡milagro!—quedó dinero. Mucho. Antes para entonces ya estaba usando la tarjeta de crédito. Luego vino el adelanto, y había aún más. Me senté, me sequé las lágrimas, cogí un cuaderno y empecé a sumar. Ingresos, gastos—todo en columnas. Sí, su sueldo—o más bien los miserables quinientos que aportaba—se habían esfumado. Pero también el préstamo del coche—cuatrocientos. En comida gastaba la mitad. Nadie refunfuñaba porque el pollo “no era carne”, ni exigía filetes, cocido “con más tocino” o jamón caro. Nadie ponía mala cara ante un queso de cinco euros pidiendo uno “decente” de quince. No había que comprar cerveza, los dulces no desaparecían a toneladas. Y nadie soltaba: “Tus croquetas son una mierda, pide pizza”.

¡ME ARREGLÉ LOS DIENTES! ¡Dios, lo hice! Tiré los harapos que me daban vergüenza para recoger a mi hijo de la guardería, compré ropa sencilla pero nueva. Fui a la peluquería por primera vez en seis años. Tras el divorcio, Valentín empezó pagar la pensión—doscientos euros, que cubren la guarde y natación. Antes de Navidades “se ablandó” con cien euros extra, escribiendo: “Cómprale fruta y un regalo decente al niño, no te lo gastes en ti, que ya te conozco”. “En mí”—qué gracia. Yo, ebria de libertad y con dinero en el bolsillo, le compré a mi hijo todo lo que soñaba: un microscopio barato, un Lego, un reloj inteligente. Con una prima reformé su habitación. Para Reyes, una jaula enorme con hámsters y todos los accesorios.

En noviembre acepté un ascenso que antes me habría aterrado. ¿Más trabajo? ¿Y cómo iba a llevar la casa? Pero lo llevo. No paso horas cocinando, ni haciendo albóndigas caseras (“¿Te mantengo para que comas precocinado?”). Nadie me llama mantenida, ni me desgasta los nervios. Solo mi ex suegra aparece “a ver al nieto”, fotografiando la nevera y las reformas, supongo para informar a su hijo.

Ahora estoy tumbada en el sofá, comiendo mango, viendo como mi hijo alimenta a los hámsters preguntando: “¿Así echo la comida? ¿Hay suficiente agua? ¿Corto así la zanahoria?” Y me siento en paz. Sin Valentín. Sin su dinero. Sí, tuve que vender la casita de la abuela en el pueblo para comprar su parte del piso. Pero la libertad y la tranquilidad no tienen precio.

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La libertad vale más que el dinero