—¡Los hijos ya criados, y en cuanto se jubiló, escapa de mí, te lo imaginas! —se quejaba el hombre canoso con sombrero a su compañero de ajedrez.
El otoño apenas comenzaba a esparcir su manto dorado en el patio. El tiempo era espléndido, y se respiraba con frescura y libertad.
Como era costumbre, en verano, los jubilados pasaban las tardes enteras en el parque cerca de su edificio. Habían encontrado un rinconcito con tres bancos cercanos y allí se reunían todo el estío, en cuanto el calor cedía.
Con la llegada del frío, la buena costumbre no desapareció. Salían los ancianos de cabellos plateados a sentarse en los bancos frente a su casa.
—¿Y si escapó porque tú tienes la culpa? —sonrió su contrincante de ajedrez—. De un buen hombre no se huye, Nicolás.
Ramón, que años atrás había pasado por lo mismo, entendía bien de dónde podía brotar aquella huida.
El hombre del sombrero alzó sus ojos, del mismo gris que su pelo, y esbozó una sonrisa.
—Jaque mate, Ramón. En cuanto a mi mujer… ¡lo hizo por despecho! Sabe que sin ella no soy nadie, y quiso que lo sintiese. Antes de irse, me soltó:
—«¡Estoy harta, Nicolás, de servirte! No eres capaz de nada sin mí. Me voy para que lo entiendas».
Ni siquiera dijo adónde…
—¿Y qué tal ahora, Nicolás? —preguntó Ramón, recordando sus propias vivencias.
—Mal… O mejor dicho, ¡triste! El primer día, de pura alegría, hasta pensé en celebrarlo. Compré una botella de vino blanco… La metí en la nevera, pero al final no la abrí.
Nadie me regaña, nadie me dice «no te atrevas». No hay ruido, ni bullicio. Y de pronto… ¡se me quitaron las ganas! Una melancolía tremenda me invadió.
Ramón rió. Lo comprendía perfectamente. Él mismo había pasado por eso, exactamente como lo describía Nicolás.
Nicolás quedó pensativo, observando el tablero.
Los otros hombres que los rodeaban miraban la escena con una mezcla de nerviosismo y compasión. A esa edad, nadie quería quedarse solo.
Aunque hubiera habido roces en el día a día, al fin y al cabo, la media naranja estaba para completarte.
—Llámala, dile que has recapacitado, que te arrepientes —sugirió uno más joven.
Nicolás hizo un gesto de desdén:
—¿Quién sabe qué quiere esa mujer?
—Cuando era niño, cuidaba cabras en el pueblo —intervino el vecino del quinto piso—. Si alguna se escapaba y no quería volver, la atraía con un trozo de zanahoria. ¡Haz lo mismo con la tuya! Ya verás cómo todo se arregla solo.
—¿Con qué la atraigo? —se rió Nicolás—. Lo tiene todo. No puedo equivocarme…
—Déjame llamarla yo —propuso el vecino del rellano—. Le diré que pasé por tu casa cinco veces y que nadie abrió.
—¡Ahí está la idea! —exclamó Nicolás, animándose—. Volverá corriendo, pensando que algo grave ha pasado. ¡Y ahí estaré yo, con flores y pastel!
Así quedaron, y los hombres se dispersaron…
Al día siguiente, como acordaron, Eduardo, el vecino, llamó a la esposa de Nicolás y le contó que hacía días que no lo veía y que no abría la puerta. «Algo ha ocurrido, vuelve cuanto antes…».
Nicolás, por su parte, no perdió tiempo. Desde temprano, fue al mercado, compró delicias, luego pasó por la floristería y volvió a casa con tres claveles rojos.
—¡Uf, cuánto he corrido hoy! —pensó, fatigado.
Pero decidió que pedir perdón en pantuflas no quedaba bien. Se puso el traje gris que Carmen le compró para los funerales y empezó a preparar la mesa.
Lo tenía todo listo: el cava en la nevera, el pastel, el agua hirviendo en la tetera. Esperaba sentado, impaciente.
Hacía calor con el traje, pero no podía quitárselo. ¡Tenía que impresionar a Carmen en su regreso!
Una y otra vez, se asomó a la ventana… ¡Nada!
Finalmente, decidió recibirla con las flores. Tomó los claveles, aunque uno, como por fastidio, se le partió. Sacó el vino blanco, dio un sorbo para calmar los nervios, y así pasó una hora en el sofá, con las flores en las manos, hasta que el sueño empezó a vencerlo.
Se recostó con cuidado para no arrugar el traje, apretando los claveles contra el pecho para no perderlos…
Carmen llegó ya entrada la tarde. Había viajado cinco horas en tren desde Valencia, donde estaba con su hermana, y luego en taxi.
Al ver que las luces de su piso estaban apagadas, el corazón se le encogió. Subió las escaleras a toda prisa, abrió los dos cerrojos en silencio y entró.
—Dios mío, ¿le habrá pasado algo a Nicolás? —pensó, angustiada.
Encendió la luz del pasillo y avanzó hacia el salón. Allí, al ver el sofá, casi se desplomó.
¡Nicolás yacía vestido de traje, con dos claveles mustios en las manos!
Carmen cayó de rodillas junto a él y permaneció un largo rato con la cabeza gacha, hasta que las lágrimas brotaron.
—¡Carmen! ¡Has vuelto! —Nicolás le tendió las flores, sonriendo.
—¡Estás vivo! —gritó ella—. ¿Otra vez de juerga? ¡No puedo dejarte ni una semana, Nicolás!
Carmen siguió regañando mientras él, sentado en el sofá, no dejaba de sonreír.
—Qué bien… qué agradable se siente otra vez el hogar —pensó—. Mi cabritilla escapista ha vuelto. Al final, la zanahoria funcionó.
—¿Y se ríe? ¡Ya verás lo que te espera! —continuó ella.
—Te quiero tanto, Carmen, que no te soltaré nunca —dijo él, sereno.
Las palabras la desarmaron.
—En esta semana lo he entendido todo… No me abandones. Haré lo que me pidas.
—¿Y no volverás a tus juergas?
—Si ni siquiera he bebido sin ti. Solo un sorbo hoy, por los nervios.
—Bueno… —Carmen entró en la cocina y encendió la luz.
—¡Ay, Nicolás! —exclamó al ver la mesa preparada.
—Buena zanahoria —pensó él, satisfecho—. Ahora solo queda sorprenderla cada día… y mi Carmen no volverá a escaparse.