La leyenda de un agricultor

**EL CUENTO DEL GRANJERO**

Había una vez un granjero. Un hombre sencillo, sin grandes lujos. Vivía en una casa vieja con sus animales: dos vacas, tres cabras, tres patos, una decena de gallinas que le daban huevos y un trozo de tierra. Un terreno decente donde sembraba maíz, patatas y alguna que otra cosa más, solo para sobrevivir. Las vacas, las cabras, los patos, las gallinas, el perro Paco y dos gatas. Todos hambrientos, claro, como él, que tampoco decía que no a un bocado.

En el cobertizo tenía un tractor viejo y herramientas para sembrar y cosechar. Sus animales lo adoraban, porque los trataba como a su propia familia. Hablaba con ellos, compartía hasta el último mendrugo y, si alguno enfermaba, lo llevaba dentro y lo cuidaba como a un hijo.

Los demás granjeros de la comarca se reían de él.

—Véndelos a todos para carne —le decían—. Así tendrás dinero para renovar la maquinaria. Sin tantas bocas que alimentar, ahorrarás con la cosecha. Quizá hasta alguna mujer se fije en ti, porque así… ¿quién querría a un pobreton?

Él solo sonreía y respondía:

—No puedo. Son mi familia.

En el bar del pueblo, donde los granjeros se reunían los fines de semana para beber y charlar, sus palabras sonaban a chiste. La gente tomaba copas, jugaba al billar y bailaba al ritmo de un grupo local que tocaba canciones tradicionales. Todos, granjeros, camareras y parroquianos, se divertían.

Menos él.

Ni siquiera tenía botas nuevas para lucir, como los demás. Y una camarera, en concreto, no dejaba de mirarlo. Un hombre tranquilo, de ojos bondadosos. Intentó sacarlo a bailar varias veces, pero él, rojo como un tomate, escondía sus viejas botas bajo la mesa y balbuceaba:

—Perdone, señorita, hoy no… He bebido un poco, me duele la cabeza.

—Pero si solo ha tomado una copa —refunfuñaba ella.

Uno de los granjeros se lo explicó:

—Mantiene un montón de animales que apenas puede alimentar. Le hemos dicho mil veces que los venda para carne. Se le quitarían las penas.

—¿Y qué responde? —preguntó la camarera.

—Que es un tonto —contestó el otro—. Dice: “Son mi familia”.

Uno de los granjeros se rio y, envalentonado, intentó abrazar y besar a la camarera. Pero en Castilla, que se sepa, las camareras son duras de pelar. Un gancho al mentón lo dejó fuera de combate, provocando risas en el bar.

Desde entonces, la camarera miró al granjero con otros ojos. Intentó colarle unas tapas gratis, pero él, turbado, las rechazaba.

No se sabía si era amor no correspondido o todo lo contrario. Él se sentía una carga: un granjero sin un duro, apenas capaz de mantener su pequeña granja.

Llegó la época de siembra, y sus animales seguían el tractor, animándolo en su trabajo. A Paco, el perro, lo llevaba al bar, lo escondía bajo la mesa y le daba las tapas que no se atrevía a aceptar.

La camarera lo observaba, sin saber si largarse o llorar. A veces imaginaba sentarse en su regazo, abrazarlo y preguntarle:

—¿Por qué no me miras? A Paco le das de comer, pero a mí ni un beso.

Sus ojos se humedecían al pensarlo.

Nunca se sabrá cómo habría acabado esta historia de no ser porque, una tarde, el granjero se sentó en un banco del patio, rodeado de sus animales, y le dio un dolor en el pecho. Un dolor tan fuerte que cayó al suelo.

Todos corrieron hacia él, armando un escándalo: cacareos, balidos, mugidos… Solo Paco, alerta, escuchó el débil latido de su amo y ladró:

—¡Silencio! ¡Algo va mal! Su corazón late cada vez más despacio. Necesitamos ayuda. Yo iré al bar a pedirla. Vosotros, quedaos con él.

Y salió corriendo.

El bar estaba lleno. La música sonaba, la gente bailaba y bebía vino o aguardiente. Paco ladró con fuerza, pero nadie lo oyó.

Hasta que, de repente, las puertas del bar volaron en pedazos.

Dos vacas entraron como un cañonazo, seguidas de tres cabras, tres patos, las gallinas y las gatas. El caos fue tal que la música cesó. Paco gritó:

—¡Os dije que no lo dejárais solo!

La gente entendió que algo grave pasaba y corrió a sus coches. Cargaron a los animales en las furgonetas y partieron hacia la granja.

El granjero aún respiraba. Lo llevaron al hospital.

Y en su casa, cuidando de los animales y el campo, se quedó la camarera, que renunció a su trabajo. Por las tardes, visitaba al granjero en el hospital.

Él, siempre avergonzado, prometía pagarle todo con tal de que no abandonase a sus “hijos”. Así los llamaba.

Un mes después, volvió y no reconoció su hogar. La camarera había vendido su casa y usado el dinero para reformar la suya, arreglar los corrales y comprar maquinaria nueva.

El granjero se quitó su vieja boina y murmuró:

—No tengo tanto dinero.

Los animales lo rodearon, empujándose para acariciarlo.

—¿Y yo? —preguntó la ex camarera.

Él se acercó y la abrazó.

Todos observaban la escena. Se casaron y trabajaron juntos. Era más fácil así. Construyeron un gran criadero de cerdos, aunque ella no dejaba acercarse a su marido.

—Lárgate de aquí —le decía—. Si te pones a criar cien lechones, los soltarás en el campo. Y a mí el banco me espera en otoño.

Él suspiraba y se iba a sentarse al banco, donde lo esperaban sus dos vacas, tres cabras, tres patos, las gallinas, Paco y las gatas. Le apoyaban la cabeza en los hombros y él les contaba historias.

Su mujer, al volver, los miraba en silencio, sonriente. Era feliz.

Y solo le pedía a Dios una cosa: que aquello no terminase nunca.

¿De qué era este cuento?

Ah, sí. Del amor.

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La leyenda de un agricultor