La lección inesperada

**La Clase de Matemáticas, o la Seño Fina**

Jorge “Jorgito” Méndez bajaba las escaleras del colegio después del recreo cuando escuchó un susurro bajo el último peldaño. Al asomarse, descubrió a Paco “Pacorro” y a Toni escondidos, guardando algo en los bolsillos del uniforme.

—¿Qué hacéis ahí? —preguntó Jorgito.

—Nada. Sigue caminando —contestó Pacorro con un gesto.

En ese momento sonó el timbre. Los dos salieron corriendo, ocultando algo, y los tres subieron las escaleras de dos en dos. Entraron al aula los últimos.

La Seño Fina escribía en la pizarra los ejercicios del examen. Los compañeros se apresuraban a esconder chuletas bajo los cuadernos. Cuando la profesora se giró de golpe, todos callaron.

—Al que pillo copiando, suspenso seguro —avisó con voz tensa, sonrojándose.

Pero en cuanto volvió a la pizarra, el murmullo de papel regresó.

La Seño Fina —o Irene Martínez, para el director— llevaba solo dos años dando clase. Joven y menuda, intentaba disimular su inseguridad tras unas gafas grandotas de pasta negra y aire severo. A Jorgito le gustaba cómo se ruborizaba al enfadarse. Fue él quien empezó a llamarla “Fina”, y el mote se quedó.

Este año, además de matemáticas, era su tutora. La clase, un desastre. Los chicos armaban jaleo, y ella balbuceaba pidiendo orden. Una vez, Jorgito creyó que lloraría. Se levantó de un salto y gritó:

—¡Basta ya! ¿No veis que se esfuerza? Si no queréis estudiar, idos, pero no fastidiéis a los demás.

El silencio fue instantáneo. Toni soltó un “Jorgito está enamorado”, pero lo callaron. Desde entonces, la clase se portó mejor.

Pero hoy era día de examen. La Seño Fina terminó de escribir los problemas y… ¡zas! Varias bolas de papel le aterrizaron en la espalda, enredándose en su coleta. Alguien soltó una risita. Jorgito miró a la última fila, donde Pacorro y Toni fingían inocencia, pero sus sonrisas pícaras los delataban. «Ahora entiendo lo que tramaban bajo las escaleras», pensó.

—Cuadernos abiertos —dijo la profesora con voz temblorosa—. Izquierda, ejercicio uno; derecha, ejercicio dos.

Todos agacharon la cabeza, menos Jorgito, que les mostró el puño a los gamberros. Otra ráfaga de bolitas voló, pero esta vez impactó en las chicas de delante.

—¡Seño, Pacorro y Toni están tirando cosas! —protestó Lucía.

—¡Qué va, mentira! —se defendió Pacorro, levantándose… justo cuando Jorgito le lanzó una bola bien apretada.

—¡Ay! —gritó frotándose la mejilla—. ¿Ve? ¡El culpable es él!

—¡Méndez! —La Seño Fina se puso de pie, roja como un tomate—. De ti no me lo esperaba. Dame la agenda. ¡Suspenso!

Jorgito, cabizbajo, le entregó la agenda. Ella escribió una nota con mala letra y añadió: —Y mañana vienen tus padres.

Esa noche, su padre, Javier Méndez, lo esperaba en el sofá.

—¿Qué tal el cole? —preguntó sin levantar la vista del periódico.

—Normal. La Seño Fina te cita.

—¿Y qué has hecho?

—Nada —murmuró Jorgito.

—Por “nada” no llaman. Cuéntame.

—Había examen de mates. Pacorro y Toni le tiraron bolitas… A la seño, digo. Me dio pena, así que le devolví el disparo a Pacorro. Ella me pilló, me suspendió y me echó.

—¿O sea, que fuiste injustamente castigado?

Jorgito encogió los hombros.

—Te voy a mandar con la abuela —suspiró su padre.

—¡Papá, en serio, no es culpa mía! ¡No quiero irme!

—Luego lo hablamos —dijo Javier, volviendo al periódico. Jorgito entendió que la discusión había terminado.

Pero faltaban dos semanas para las vacaciones. Quizá algo pasara y su padre cambiara de idea.

Al día siguiente, Javier fue al colegio en su hora de comer. La Seño Fina estaba en la sala de profesores, corrigiendo exámenes.

—Buenas, soy Javier Méndez —se presentó sin llamar.

Ella se ajustó las galtas. Javier era alto, moreno, y tenía ese aire de hombre seguro que hacía girar cabezas.

—Irene Martínez, tutora de su hijo —dijo, levantándose. Se quitó y volvió a ponerse las gafas, nerviosa—. Verá…

—No, verá usted —la interrumpió él—. Mi hijo no hizo nada malo, y usted le suspendió y me llamó.

A ella le pareció que se burlaba.

—¿Ah, sí? —replicó con altivez.

—Sí. Dos alumnos querían sabotear el examen. Le tiraron bolitas, ¿no? Jorgito les respondió por usted. Usted le castigó a él, y los otros salieron impunes.

—El examen *era* su castigo. Los dos son pésimos en mates. ¿Quería que les regalara el aprobado? —Irene bajó la voz al mencionar a Jorgito—. Él sí sabe. El suspenso… no se lo puse. Pero esos dos han sacado un cero.

—Entonces, ¿para qué me llamó? —preguntó Javier, cruzando los brazos.

Ella se mordió el labio.

—Jorge también tiró bolitas… aunque fuera por mí. Alteró la clase.

Javier la observó: joven, torpe, disfrazándose tras unas gafas ridículas. «Ni siquiera tiene hijos, y ya quiere educar a los míos…», pensó. Pero al ver cómo se ruborizaba, sintió ternura.

«Yo también me habría puesto de su parte».

—Jorge perdió a su madre hace seis meses. Cáncer rápido. Iba a mandarlo con su abuela, pero… —Javier no supo por qué se sinceraba.

—No lo sabía —susurró ella.

—No quiero que lo traten distinto. ¿Quedamos en que esto no va a más? —preguntó, aunque no se movió.

Se miraron hasta que ella, turbada, se recolocó las galtas.

—Sí. Claro.

—Hasta luego —sonrió él, y el corazón de Irene se aceleró.

Después de clase, lo llevó a su casa.

—¿Para qué? —preguntó Jorgito.

—Para que hagas el examen en paz. ¿O prefieres el cero?

Caminaron en silencio. Ella parecía diferente, más dulce, y eso lo irritaba.

—Podría ponerte un cinco directamente —confesó—. Pero tienen que ver tu examen.

—¿Papá te habló de mamá? ¿Ahora me tienes lástima?

—Tu padre te quiere mucho —fue su única respuesta.

—¡Mamá, llegamos! —anunció al entrar.

La madre de Irene, igual de menuda, los recibió con un «¡Hola, cariño!» y un plato de cocido humeante. Jorgito devoró dos raciones.

Luego, Irene le dio un examen distinto al de clase.

—Pero…

—El otro era demasiado fácil. Haz este.

Él pudo copiar, pero se esforzó. Al terminar, ella le puso un sobresaliente y le mostró un libro de problemas avanzados. Al abrirlo, cayó una foto de un hombre con uniforme de marina.

—Mi padre. Era capitán —dijo Irene, guardándola—. Ya no está.

Jorgito sintió que algo los unía. Entonces notó que ella**La Clase de Matemáticas, o la Seño Fina**

El teléfono de Jorgito vibró en ese momento, rompiendo el silencio: era su padre, que ya venía a buscarlo, y mientras esperaban, Irene sirvió café y pastas, sonrojándose cada vez que sus miradas se encontraban, hasta que al fin sonó el timbre y allí estaba Javier, mirándola como si la viera por primera vez, sin gafas y sin defensas, y supo, en ese instante, que aquellas matemáticas del destino ya no tenían vuelta atrás.

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