**24 de octubre**
Hoy casi una lámpara destroza nuestra familia.
— ¡Lucía, David! ¿Quién de los dos rompió mi lámpara? ¡Es el recuerdo de Antonio! — La voz de Carmen Martínez retumbó en el salón de la vieja casa familiar de los Gutiérrez, mientras su mano golpeaba la mesa de roble. El polvo voló sobre el mantel desgastado, bordado con girasoles. La casa, construida en los años cuarenta, olía a madera añeja, naftalina, cocido recién hecho y un leve humedad del sótano. La lámpara antigua, con base de bronce en forma de vid y pantalla verde —la misma que Carmen guardaba como un tesoro desde que su difunto esposo Antonio la regalara— yacía en el suelo. La pantalla estaba arrugada, la base rota, dejando al descubierto los cables.
Lucía, de quince años, saltó del sofá desinflado. Su pelo oscuro estaba revuelto, y la camiseta negra con gatitos se le subió al moverse.
—¡Abuela, no fui yo! —gritó, señalando a su hermano—. ¡Fue David, siempre tirando cosas! Ayer andaba corriendo con el balón.
David, de doce, dejó a un lado la tablet donde jugaba carreras. Su pelo rojizo despeinado, los ojos abiertos de indignación.
—¿Yo? ¡Lucía, mientes! —saltó—. Abuela, juro que no la toqué. ¡Fue ella, grabando tus bailes para TikTok!
Entró Javier, hijo de Carmen, con la chaqueta del taller oliendo a aceite y metal. Las ojeras marcadas por los turnos de noche.
—Mamá, basta de gritos —dijo, colgando la chaqueta—. Es solo una lámpara vieja, ¿para tanto escándalo?
Laura, su nuera, colocaba los platos en la mesa. Su pelo rubio despeinado, el delantal manchado de tomate.
—Javier, no empieces —susurró—. Para ella no es solo una lámpara. Es Antonio. Lucía, David, díganme la verdad.
Pero la lámpara ya no era un objeto roto, sino el símbolo de todas las heridas de la familia.
Por la tarde, la pelea estalló de nuevo. Carmen cosía en su sillón, Javier hacía crucigramas, Laura fregaba los platos oliendo a ajo. Lucía, con los auriculares colgando, fingía estudiar. David apilaba bloques que caían con estruendo.
—Lucía, ¡te vi bailando aquí ayer! —Carmen ajustó las gafas—. ¡La lámpara no se cayó sola!
Lucía tiró el libro.
—¡No la toqué! ¡Fue David!
—¡Mentira! —David saltó, los bloques rodaron—. ¡Estaba en mi cuarto!
Javier dejó la taza, el té se derramó.
—¡Mamá, es basura vieja! ¡Yo me mato en el taller y ustedes pelean por esto!
Laura entró, secándose las manos.
—¡No es basura! Es su vida con Antonio. ¡Y no grites a los niños!
Carmen se levantó, temblorosa.
—¡Con esta lámpara leíamos cartas, soñábamos! ¡Y ahora me tratan como una estorbo!
Lucía saltó, los ojos llorosos.
—¡No quise romper nada! ¡Pero siempre me culpas! ¡Me voy! —Salió corriendo, la puerta golpeó.
David corrió a la ventana.
—¡Lucía! ¡Abuela, yo la busco!
Javier se levantó, pálido.
—Mamá… lo siento. Voy por ella.
Carmen se hundió en el sillón.
—Encuéntrala… yo también me excedí.
Al día siguiente, Laura buscó a Lucía por el barrio. La vecina, Doña Rosario, regaba los geranios.
—La vi en el parque, llorando —dijo.
Mientras, David encontró a Lucía junto al estanque.
—Vuelve —le dijo—. Abuela ya no está enfadada.
Lucía secó las lágrimas.
—No la rompí… pero papá cree que solo bailo en TikTok.
Esa noche, Javier habló con Carmen en su cuarto, donde olía a lavanda y té de manzanilla.
—Perdón por llamarla basura —susurró.
Carmen acarició una foto de Antonio.
—Con esta lámpara leíamos cartas cuando volvió de la guerra… Ahora me siento sola.
—No lo estás —Javier le apretó el hombro—. Somos familia.
Al día siguiente, David encontró en el trastero un diario de Antonio: *”Querida Carmen, esta lámpara es nuestra luz. Bajo ella te dije que eras mi destino. Cuídala… y cuida nuestra familia.”*
Corrió al salón, donde Laura cocinaba, Lucía dibujaba y Javier arreglaba una silla.
—¡Miren! ¡Es del abuelo! —gritó.
Carmen leyó en voz alta, llorando.
Lucía le dio un dibujo.
—Perdón, abuela. Ayudaré a arreglarla.
Javier asintió.
—Yo también.
Y así, entre pegamento, hilo y risas, la lámpara revivió. Su luz suave iluminó la mesa donde ahora leían los escritos de Antonio, riéndose de sus bromas sobre “Carmen la gruñona”.
Un mes después, Carmen sonrió, mirando a su familia.
—Antonio estaría orgulloso —dijo.
Lucía la abrazó.
—Ahora estamos todos juntos.
Javier levantó su vaso.
—Por la familia. Y por la lámpara… que nunca deje de brillar.
Ya no hubo más peleas. La lámpara se convirtió en su luz, en el corazón que los unió, recordándoles lo que realmente importaba.