La lámpara que casi rompe una familia
—¡Lucía, Pablo! ¿Quién de los dos rompió mi lámpara? ¡Es el recuerdo de Antonio! —gritó María Dolores, golpeando la mesa de roble en el salón de la vieja casa de los García. El polvo se levantó del mantel desgastado, bordado con margaritas. La casa, construida en los años treinta, olía a madera envejecida, naftalina, cocido recién hecho y un leve aroma a humedad del sótano. La lámpara antigua, con base de bronce en forma de vid y pantalla verde, que María Dolores guardaba como reliquia de su difunto esposo Antonio, yacía en el suelo de parqué descolorido. La pantalla estaba arrugada y la base agrietada, dejando los cables al descubierto. Sus cabellos canosos, recogidos en un moño apretado, temblaban junto con sus manos mientras sus gafas de carey se empañaban de rabia.
Lucía, su nieta de quince años, saltó del sofá hundido. Su melena oscura estaba revuelta y la camiseta negra con gatitos se subió, dejando ver el cinturón de sus vaqueros. Señaló a su hermano menor con un dedo acusador.
—¡Abuela, no fui yo! —gritó, sus zapatillas chirriando en el suelo—. ¡Fue Pablo, siempre tira todo! ¡Ayer estuvo jugando aquí con el balón!
Pablo, de doce años y con una sudadera azul arrugada, dejó a un lado la tableta donde jugaba a carreras. Su pelo rojizo estaba despeinado y sus ojos se abrieron como platos.
—¿Yo? ¡Lucía, qué mentira! —dijo, levantándose de un salto—. Abuela, lo juro, ¡no toqué tu lámpara! ¡Fue Lucía, ayer grabando sus tiktoks y saltando como una cabra!
Javier, hijo de María Dolores, entró al salón. Su chaqueta de trabajo, impregnada de aceite de motor y metal, colgaba de sus hombros. Era mecánico en un taller, y las sombras bajo sus ojos delataban el cansancio de las largas jornadas.
—Mamá, basta de gritar, todo el barrio te oye —dijo, colgando la chaqueta en un perchero chirriante—. Es solo una lámpara vieja. ¿Para qué tanto alboroto?
Carmen, su nuera y madre de los niños, colocaba los platos en la mesa. Su pelo rubio escapaba de una coleta mal hecha, y el delantal, manchado de cocido y harina, se movía con sus rápidos gestos.
—Javier, no empieces —dijo, su voz tensa—. No es solo una lámpara. Es el recuerdo de Antonio. Lucía, Pablo, digan la verdad: ¿quién la rompió?
La lámpara, allí en el suelo, dejó de ser un objeto roto para convertirse en un símbolo de las heridas familiares: rencores, fatiga y falta de atención.
Al caer la tarde, la discusión estalló de nuevo. El salón, iluminado por una lámpara de techo con la pintura descascarada, resonaba con voces airadas. María Dolores cosía un calcetín en su sillón desgastado, la aguja brillando entre sus dedos. Javier bebía té de una taza agrietada con la inscripción “Mejor mecánico”. Carmen fregaba los platos en la cocina, donde olía a cocido y perejil. Lucía hojeaba un libro de biología, los auriculares colgando de su cuello, mientras Pablo construía una torre de cubos que se derrumbaba con estrépito.
—Lucía, ¡te vi ayer bailando aquí! —dijo María Dolores, ajustándose las gafas—. ¡La lámpara no se cayó sola!
Lucía arrojó el libro al sofá, mejillas encendidas.
—¡No la toqué! ¡Fue Pablo, esta mañana con el balón!
Pablo se levantó, los cubos esparcidos por el suelo.
—¿Yo? ¡Lucía miente! ¡Estaba en mi habitación jugando!
Javier dejó la taza, el té salpicando el mantel.
—Mamá, ¿por qué tanto escándalo? Trabajo doce horas al día y llego a esto.
Carmen entró, secándose las manos en el delantal.
—Javier, no es solo una lámpara. Es el recuerdo de tu padre. ¡Y no grites a los niños!
María Dolores se levantó, la aguja cayendo al suelo.
—¡Esta lámpara es todo lo que me queda de Antonio! ¡Bajo ella leíamos sus cartas, planeamos nuestra vida! ¡Y ahora me tratáis como una vieja inútil!
Lucía saltó, la mochila cayendo al suelo.
—¡No quise romper nada! ¡Pero siempre nos culpas de todo! ¡No aguanto más! —Salió corriendo, la puerta de madera cerrándose de golpe tras ella.
Pablo corrió a la ventana.
—¡Lucía! Abuela, ¡no fui yo, pero la traeré de vuelta!
Carmen salió tras ella, gritando su nombre, pero solo el ladrido de un perro le respondió.
Javier se levantó, pálido.
—Maldita sea. Mamá, lo siento. No debí llamarla “trasto”. Iré a buscarla.
María Dolores se dejó caer en el sillón.
—Encuéntrala. Y perdóname… exageré.
La lámpara rota era ahora el símbolo de su fractura, y la huida de Lucía, la señal de que la familia se resquebrajaba como su pantalla verde.
Al día siguiente, Carmen buscó a Lucía por el vecindario, donde olía a hierba mojada y barbacoas. Llamó a la puerta de su vecina, la tía Rosa, que regaba geranios en el balcón.
—¿Qué pasó anoche? —preguntó la anciana, ajustándose el pañuelo—. Vi a Lucía esta mañana, iba hacia el parque, llorando.
Carmen suspiró.
—Discutimos por la lámpara de María Dolores. Lucía cree que la culpamos.
La tía Rosa movió la cabeza.
—María Dolores es dura como una maestra, pero tiene buen corazón. Habla con ella. Y con Lucía. Es una buena chica.
Mientras tanto, Pablo encontró a su hermana en el parque, llorando junto al estanque.
—Vuelve —le dijo—. Abuela no está enfadada, solo triste.
Lucía secó sus lágrimas.
—No la rompí, pero nadie me cree.
Pablo asintió.
—Yo tampoco. Pero la arreglaremos juntos.
Esa noche, Javier habló con su madre en su habitación, donde olía a lavanda y té de manzanilla.
—Perdóname —dijo—. No debí menospreciar la lámpara.
María Dolores tomó una foto de Antonio, su uniforme militar impecable.
—Bajo esta luz leíamos sus cartas cuando volvió de la guerra. Ahora me siento… fuera de lugar.
Javier le apretó el hombro.
—No lo estás. Todos erramos. Pero somos familia.
Al día siguiente, Pablo encontró en el sótano un diario de piel de su abuelo. En la primera página decía: “Para mi estrella, María”. Antonio había escrito: “Esta lámpara ilumina nuestro hogar como tu amor. Bajo ella te dije que eras mi destino. Cuídala, y cuida de nuestra familia”.
Corrió al salón, donde su abuela cosía, su padre arreglaba una silla y Lucía dibujaba una postal con la lámpara.
—¡Abuela, mira! —le mostró el diario—. El abuelo escribió sobre ella.
María Dolores leyó en voz alta, la voz quebrándose:
—”Que esta luz nos una siempre”.
Lucía se acercó, ofreciéndole el dibujo.
—Perdóname. No la rompJuntos, la familia reparó la lámpara, y su luz, más brillante que nunca, siguió iluminando las risas, los recuerdos y el amor que los unía para siempre.