**Diario de Gonzalo**
Al principio, Gonzalo pensó que su madre solo había engordado un poco. Aunque de una manera rara. Su cintura se había redondeado, pero el resto seguía igual. Le daba vergüenza preguntar, no fuera a ofenderse. Su padre guardaba silencio, mirándola con ternura, y Gonzalo fingió no notar nada.
Pero pronto el vientre creció más. Una tarde, pasando frente al cuarto de sus padres, Gonzalo vio por casualidad cómo su padre acariciaba suavemente el vientre de su madre y le susurraba algo. Ella sonreía, satisfecha. Le dio vergüenza ajena y se apresuró a alejarse.
«Mamá espera un bebé», se le ocurrió de repente. La idea no le sorprendió tanto como lo sacudió. Su madre, desde luego, era guapa y se veía mejor que muchas madres de sus compañeros, pero un embarazo a su edad le producía rechazo. Le costaba imaginarse a sus padres haciendo eso. Al final eran su madre y su padre.
—Papá, ¿mamá está esperando un bebé? —preguntó un día, más fácil decírselo a él.
—Sí. Tu madre siempre quiso una niña. Aunque quizá sea tonto preguntarte si prefieres un hermano o una hermana.
—¿Pero se puede tener hijos a esa edad?
—¿A qué edad? Tu madre tiene treinta y seis y yo cuarenta y uno. ¿Tú qué, te opones?
—¿Y a mí alguien me preguntó? —respondió Gonzalo con brusquedad.
Su padre lo miró fijamente.
—Espero que seas lo bastante maduro para entender. Tu madre lleva años deseando una hija. Cuando naciste, vivíamos de alquiler. Ella se quedaba contigo, yo trabajaba y apenas nos alcanzaba. Luego murió la abuela y nos dejó su piso en Sevilla. ¿La recuerdas?
Gonzalo encogió los hombros.
—Hicimos reformas y nos mudamos. Cuando creciste y tu madre volvió a trabajar, mejoramos. Compramos el primer coche. La niña la posponíamos, decíamos que había tiempo. Luego, simplemente, no llegaba… Hasta ahora.
—Ojalá sea niña, como quiere mamá. Claro, aunque es joven, ya no es una chiquilla. Así que procura no alterarla. Si algo te molesta, me lo dices. ¿Trato hecho?
—Sí, vale.
Después confirmaron que sería una niña. En casa aparecieron prendas diminutas de color rosa. Una cuna. Mamá a veces se ausentaba, como escuchando algo dentro de ella. Su padre se inquietaba y preguntaba si todo iba bien. A Gonzalo le contagiaba ese nerviosismo.
A él la niña le traía sin cuidado. ¿Para qué quería llantos y pañales? Lo único que le importaba era Lucía Méndez. Si sus padres querían otro hijo, allá ellos. Incluso le venía bien: estarían pendientes de ella, no de él.
—¿Es peligroso? ¿Tener un bebé a su edad? —preguntó un día.
—Hay riesgo siempre. Claro, para tu madre es más duro ahora que cuando te esperaba. Pero vivimos en Madrid, con buenos hospitales y médicos… Todo saldrá bien.
—¿Cuándo nacerá?
—En dos meses.
Pero la niña llegó antes. Gonzalo despertó por el ruido: gemidos, prisas. Cruzó el pasillo, adormilado. Su madre se balanceaba en la cama, con las manos en la espalda. Su padre corría nervioso, recogiendo cosas.
—No olvides la carpeta con los papeles —murmuró ella, con los ojos cerrados.
—Mamá… —la voz de Gonzalo tembló, contagiado de la tensión.
—Perdona, te despertamos. ¿Dónde está esa ambulancia? —su padre miró al vacío.
El timbre sonó y salió corriendo. Entraron dos sanitarios, hicieron preguntas extrañas sobre contracciones. A Gonzalo lo ignoraron y se escapó a vestirse. Cuando volvió, sus padres salían. Su madre iba en bata y zapatillas.
—Yo vuelvo pronto. Limpia un poco aquí —su padre se interrumpió cuando ella se agarrotó de dolor.
Gonzalo se quedó mirando la puerta, aturdido por el silencio insólito. Miró el reloj: aún podía dormir dos horas. Recogió, fue a la cocina. Su padre regresó cuando él se preparaba para el instituto.
—¿Ya nació? —preguntó, buscando pistas en su rostro.
—No. No me dejaron entrar. Ponme un café.
Gonzalo le sirvió, preparó tostadas.
—¿Me voy?
—Ve. Te aviso cuando haya noticias.
Llegó tarde a clase.
—¿Se digna González a honrarnos? ¿El motivo? —preguntó el profesor de matemáticas.
—Mi madre está en el hospital.
—Disculpa, siéntate.
—¡Su madre va a parir! —gritó Fernández, y hubo risitas. Gonzalo se giró, furioso.
—¡Silencio! González, siéntate. ¿De qué os reís?
Su padre llamó en la última hora.
—¿Puedo salir? —levantó la mano.
—¿Es urgente? Aguanta. Y guarda el móvil —dijo la de lengua.
—¡Es que su madre está de parto! —volvió a chillar Fernández, pero esta vez nadie rio.
—Vale, sal.
—¿Qué, papá? —preguntó en el pasillo.
—¡Niña! Tres kilos cien. Uf… —su voz sonó aliviada.
—¿Qué tal? —preguntó la profesora al verlo entrar.
—Bien, una niña —contestó automático.
—Ahora González será niñera —soltó Fernández, y la clase estalló en carcajadas.
Lucía lo esperó a la salida.
—¿Cuántos años tiene tu madre? —preguntó.
—Treinta y seis.
—No lo tomes a mal, me alegro. Una hermanita es genial. Yo estoy sola. Mis padres no quisieron más… Caminaron juntos, y por primera vez Gonzalo sintió que la idea de tener una hermana no le disgustaba.
A los tres días dieron el alta.
—¡Qué preciosidad! —dijo su padre, admirando a la bebé.
Gonzalo no veía belleza en ese cuerpecito arrugado, la cara roja, la boquita diminuta. Su ideal era Lucía. La niña abrió la boca y chilló, enrojeciendo más. Su madre la tomó en brazos, meciéndola: «Shhh…» Le resultaba raro pensar que su madre ahora era madre de otra persona.
—¿Cómo la llamamos? —preguntó su padre.
—Valeria —contestó su madre.
—Suena a nombre de gata. En el cole la llamarán Vali —refunfuñó Gonzalo.
—Pues Carmen, como la abuela —propuso su padre.
Todo giraba en torno a Carmencita —como la llamaba su madre—. A Gonzalo solo le pedían favores: comprar, tirar la basura, tender la ropa. Lo hacía sin quejarse.
Pero cuando le pidieron pasear el carrito mientras su madre fregaba, se negó. Prefería limpiar él.
—No voy. ¿Y si me ven los colegas?
—Ya la he abrigado. Y tú ponte algo, hace frío. Si te resfrías, podrías contagiar a Carmencita.
Dio vueltas por el parque con el carrito hasta que vio a Lucía. Antes lo habría evitado, pero esta vez se acercó.
—¡Carmencita! Qué mona —dijo, caminando a su lado. Los vecinos sonreían al verlos. Gonzalo no sabía dónde esconder la vergüenza.
Esa noche, su madre cantaba una nana a Carmencita. Gonzalo la escuchó hasta dormirse.
Pero Carmencita enfermó. Fiebre