**Diario de Javier**
Javier Fernández, un tecnólogo de cuarenta años, se separó de su esposa. Dejó el piso y todas sus pertenencias; solo se llevó el viejo Seat 600 que heredó de su padre. En él metió una maleta con sus cosas personales.
No quiso pelearse por el divorcio: “Mi hija está creciendo, que todo sea para ella.” Con su mujer hacía tiempo que no se entendían; últimamente solo escuchaba de ella dos palabras: “Dame dinero.” Javier le daba su sueldo, las primas, la paga extra, pero nunca parecía suficiente. Se comprometió a pagar la manutención y, además, ayudar a su hija.
Al principio, se quedó en casa de un amigo; luego le asignaron una habitación en una residencia, y como era un empleado valioso, lo pusieron en lista para una vivienda. Esto fue en los años 80, cuando en España aún se podía acceder a pisos de protección oficial.
Pasó dos años en la residencia mientras la empresa construía un bloque de nueve plantas. Hasta que un día lo llamaron al comité sindical:
—Javier Fernández —dijo el delegado—, vives solo, te corresponde un piso de una habitación, pero podemos ofrecerte uno de dos, eso sí, pequeño. Eres un especialista excelente, así que aquí tienes las llaves.
Javier se quedó sin palabras: —Gracias, claro, estoy feliz de tener un hogar propio.
Un mes después, recogió sus escasas pertenencias —en su mayoría libros técnicos— y las cargó en el mismo Seat 600 rumbo a su nuevo piso.
El ascensor aún no funcionaba, así que subió las cinco plantas a pie. Con nerviosismo, se detuvo frente a la puerta 72, sacó la llave y la giró en la cerradura.
—¿Qué pasa? —murmuró extrañado—. No entra.
Entonces escuchó ruidos y susurros al otro lado. Golpeó la puerta, exigiendo que abrieran, pero solo obtuvo silencio. Bajó a buscar al conserje y, juntos, abrieron. Dentro, encontró a una mujer con dos niños de siete y ocho años, mirándolo con miedo.
—No me voy, y no tienen derecho a echarme —dijo ella, desesperada—. Tengo hijos.
Javier intentó explicar que era su piso, que tenía el contrato, pero ella se había instalado ilegalmente.
—¡Pues inténtalo! ¡Échame a la calle con mis hijos en pleno invierno! —gritó la mujer.
Javier se fue. Contó todo en el sindicato. Pronto supieron que era viuda, que su marido había muerto y vivía en un barrio chabolista, donde solo quedaban borrachos y ella con los niños. El barracón era inhabitable en invierno, por mucho que lo calentaran. La mujer, llamada Lucía, había ido una y otra vez al ayuntamiento, pero la postergaban. Hasta que, desesperada, se coló en el edificio nuevo.
—La desalojaremos —dijo el delegado—. Presentaremos una demanda y se irá. Pero llevará tiempo.
—¿No habría otra solución? —propuso Javier—. Quizá hablar con ella.
—Puedes intentarlo, pero no creo que funcione —respondió el sindicato—. Estas madres con hijos no respetan las normas.
Javier volvió al piso, donde arreglaban la cerradura rota.
—Hablemos con calma —le dijo a Lucía—. Usted está ocupando algo que no es suyo.
—¿Y a ti te parece justo que te den un piso así?
—Llevo veinte años en la empresa. Tengo derecho.
—Yo tengo hijos. No pienso volver a ese barracón helado.
—Lo entiendo, pero ¿por qué mi piso?
—Las cosas pasaron así. A ti te darán otro, ya que eres tan importante.
Javier se marchó sin lograrlo. Mientras, las autoridades iniciaron el desalojo. Le advirtieron, le dieron plazo.
Al enterarse de que la echarían sin más, Javier regresó. La encontró llorando, los niños asustados a su lado.
—Tendrá que irse —le dijo—. Yo tampoco tengo adónde volver.
Lucía suspiró y se sentó.
—¿Por qué el ayuntamiento no le da una vivienda si está en la lista? —preguntó Javier.
—He ido mil veces —contestó ella—. Pero el funcionario de turno siempre me despacha.
—Venga conmigo —dijo Javier, decidido.
En el ayuntamiento, un hombre normalmente tímido se sintió lleno de fuerza. Entró sin permiso y exigió respuestas.
—Esta mujer tiene derecho a un piso. Revise su caso.
El funcionario, nervioso, revisó los papeles. Lucía estaba a dos meses de recibir un piso de dos habitaciones.
—Si no se cumple, habrá consecuencias —advirtió Javier al salir.
De vuelta, Lucía empezó a hacer las maletas.
—Mejor me voy ahora. Ya ha hecho bastante.
—Espere —dijo Javier—. Quédese en el salón, yo usaré el dormitorio. Cuando le den su piso, se irá. Sin pagar nada.
Lucía lloró de gratitud.
Javier trabajaba hasta tarde, pero siempre encontraba la cena lista. Por las mañanas, Lucía preparaba el desayuno para todos. Él intentó darle dinero, pero ella se negó: —Es mi manera de agradecerle.
Una noche, llamaron a la puerta. Era su exmujer, que no se interesaba por él desde hacía años.
—Menudo chollo te has montado —dijo con desdén.
Javier la sacó sin contemplaciones. Lucía se sintió incómoda, pero él la tranquilizó: —Ella y mi hija viven bien.
En primavera, Lucía recibió su piso. Javier la ayudó a mudarse. Con lágrimas, le dio las gracias.
—Nunca olvidaré su bondad.
Poco después, Javier se rompió una pierna y acabó en el hospital. Lucía fue a visitarlo, llevándole comida casera.
—Dos meses juntos y nunca cenamos —dijo él, sonriendo—. Cuando salga, invito a todos.
Se casaron. Los niños ganaron un padre, Lucía un marido fiel. Al año nació otro niño, y cambiaron los dos pisos por uno más grande. Cada noche, Javier regresaba feliz a un hogar lleno de risas y amor.