La Felicidad Inesperada de Rajid
En aquel pueblecito perdido al borde del mapa, como una mota de polvo olvidada, el tiempo no pasaba por horas, sino por estaciones. Se congelaba en los inviernos crudos, se deshacía con el barro primaveral, dormitaba bajo el sol veraniego y lloraba con las lluvias otoñales. Y en ese ritmo lento y arrastrado se hundía la vida de Lucía, a quien todos llamaban Lucy.
Lucy tenía treinta años, y su vida parecía atrapada en el pantano de su propio cuerpo. Pesaba ciento veinte kilos, y no era solo peso, era una fortaleza levantada entre ella y el mundo. Una fortaleza de carne, cansancio y silenciosa desesperación. Sospechaba que el problema estaba dentro, alguna falla, alguna enfermedad, pero ir a especialistas en la capital era impensable: lejano, carísimo y, al parecer, inútil.
Trabajaba como auxiliar en la guardería municipal “Campanita”. Sus días olían a talco, papilla y suelos siempre mojados. Sus manos grandes, increíblemente dulces, sabían consolar a un niño lloroso, hacer decenas de camitas y limpiar charcos sin hacerles sentir culpables. Los niños la adoraban, se acurrucaban en su suavidad y calma. Pero la admiración en los ojos de los pequeños no compensaba la soledad que la esperaba tras la puerta de la guardería.
Vivía en un viejo bloque de pisos de la época franquista, que crujía por las noches y temblaba con el viento. Dos años atrás, su madre, una mujer callada y agotada, había fallecido, enterrando todos sus sueños entre esas mismas paredes. De su padre no guardaba recuerdo: se había esfumado hacía mucho, dejando solo un vacío polvoriento y una foto descolorida.
Su vida era dura. Agua fría que salía a hilos oxidados del grifo, un baño exterior que en invierno era una cueva helada, y un calor asfixiante en verano. Pero su mayor enemigo era la estufa. En invierno devoraba dos carretillas de leña, tragándose lo poco que le quedaba de su sueldo. Lucy pasaba las tardes mirando el fuego tras la puerta de hierro, como si la estufa no quemara solo leña, sino sus años, sus fuerzas, su futuro, reduciéndolo todo a cenizas.
Hasta que una noche, cuando el crepúsculo teñía su cuarto de melancolía, ocurrió el milagro. No uno grandioso, sino callado, arrastrado, como las zapatillas de su vecina Carmen, que tocó a su puerta.
Carmen, la limpiadora del ambulatorio, con un rostro surcado de arrugas, sostenía dos billetes nuevos. “Lucy, perdona, por Dios. Toma. Dos mil euros. No me los reclamaban, pero”.
Lucy miró el dinero, una deuda que había dado por perdida hacía años. “Pero Carmen, no hacía falta”.
“¡Claro que sí!”, la interrumpió Carmen, bajando la voz como si revelara un secreto de estado. Le contó que unos inmigrantes marroquíes habían llegado al pueblo buscando mujeres para matrimonios de conveniencia: quince mil euros por casarse y ayudarles con los papeles. Carmen ya lo había hecho. “Mi Ahmed está en casa, se irá al anochecer. Mi hija Laura también aceptó, para comprarse un buen abrigo. Y tú ¿Quién te va a pedir matrimonio de verdad?”.
La frase no era cruel, solo real. Y Lucy, sintiendo el pinchazo familiar bajo el pecho, solo dudó un segundo. Carmen tenía razón. Novios no tenía, ni los tendría. Su mundo eran la guardería, el supermercado y esa habitación con la estufa devoradora. Y ahí estaban quince mil euros. Dinero para leña, para empapelar las paredes, para ahuyentar la tristeza de aquel hogar destartalado.
“Vale”, susurró. “Acepto”.
Al día siguiente, Carmen presentó al “candidato”. Al abrir la puerta, Lucy contuvo un grito y retrocedió, deseando esconder su cuerpo. Frente a ella estaba un joven. Alto, delgado, con un rostro aún libre de cicatrices, ojos oscuros y tristísimos. “¡Dios mío, es un crío!”, escapó de sus labios.
El joven se irguió. “Tengo veintidós años”, dijo con claridad, casi sin acento, solo un arrullo suave en las erres.
Carmen farfulló: “El mío es quince años menor, ¡y vosotros solo tenéis ocho de diferencia! ¡Está en la flor de la vida!”.
En el registro civil, sin embargo, no les dejaron casarse de inmediato. La funcionaria, con traje severo, les lanzó una mirada suspicaz: la ley exigía un mes de espera. “Para reflexionar”, añadió con tono significativo.
Los marroquíes, cumplida su parte, se marcharon a trabajar. Pero antes, Rajid así se llamaba el joven pidió el número de Lucy. “Es duro estar solo en un país extraño”, explicó, y en sus ojos Lucy reconoció algo conocido: la desorientación.
Empezó a llamar. Cada noche. Primero, conversaciones cortas y torpes. Luego, más largas. Rajid resultó ser un gran conversador. Hablaba de sus montañas, de un sol distinto al de aquí, de su madre, a quien adoraba, de cómo vino a España para ayudar a su familia. Preguntaba por su vida, por los niños, y Lucy, sorprendida, hablaba. No se quejaba, sino que contaba anécdotas de la guardería, de su casa, del olor a tierra mojada en primavera. A veces se reía, olvidando su peso y su edad. En un mes, se conocieron más que muchos matrimonios en años.
Al mes, Rajid volvió. Lucy, enfundada en su único vestido plateado que ceñía sus curvas con dificultad, sentía algo nuevo: no miedo, sino nervios. Los testigos eran sus paisanos, jóvenes serios y erguidos. La ceremonia fue rápida, rutinaria para los funcionarios. Para Lucy, un fogonazo: el brillo de los anillos, las frases protocolarias, la irrealidad.
Después, Rajid la acompañó a casa. Entrando, le entregó el sobre con el dinero prometido. Lucy lo tomó, sintiendo su peso moral. Entonces él sacó una cajita de terciopelo. Dentro, una delicada cadena de oro. “Un regalo. Quería un anillo, pero no sabía la talla. Yo no quiero irme. Quiero que seas mi esposa de verdad”.
Lucy se quedó muda.
“Este mes he escuchado tu alma por teléfono”, continuó él, con ojos ardientes. “Es buena, pura, como la de mi madre. Ella murió. Era la segunda esposa de mi padre, y él la amaba mucho. Yo te he amado a ti, Lucía. De verdad. Déjame quedarme. Contigo”.
No era una petición de conveniencia. Era una declaración. Y Lucy, en sus ojos honestos, vio no lástima, sino algo que ya ni soñaba: respeto, gratitud y un cariño naciente.
Rajid se marchó al día siguiente, pero ahora era una despedida con futuro. Trabajaba en Madrid, pero volvía cada fin de semana. Y cuando Lucy supo que esperaba un hijo, Rajid vendió parte de su negocio, compró una furgoneta usada y regresó para quedarse. Se dedicó al transporte, llevando gente y mercancías al pueblo vecino, y le fue bien gracias a su honradez.
Nació su hijo. Y tres años después, otro. Dos niños morenos, con los ojos del padre y la sonrisa de la madre. La casa se llenó de risas, carreras y el olor a familia.
Su marido no bebía ni fumaba su religión no lo permitía, trabajaba sin descanso y la miraba con un amor que hacía torcer el