La Inadaptada

– ¿Sabías que esa extraña vecina del primer piso es en realidad un monstruo? dice Javier mientras muerde sin aparente preocupación una barra de chocolate. Mateo siempre se sorprende de que su amigo pueda seguir mascando sin importar lo que ocurra a su alrededor. Javier traga dulces en clase, en los recreos y después de la escuela. Una vez cruje una gomita justo en medio del examen de matemáticas, y la profesora le tira una advertencia que le baja la nota.

Mateo se queda mirando a Javier, olvidando su propia barra, y le pregunta:

¿Qué dices? ¿Qué monstruo?

¡El de verdad! Tiene escamas de serpiente en la cabeza en vez de pelo y, según cuentan, se alimenta de niños durante la noche. ¿No oyes que en la ciudad han desaparecido varios niños?

Mateo apenas ha escuchado en la tele el caso de dos chicos de diez años que llevan una semana sin localizarse. Pero ¿qué tonterías cuenta Javier? Es solo un estudiante de sexto y aún cree en esas cosas.

A pesar de que sean tonterías, Mateo no saca de la cabeza la historia de su amigo. Baja al séptimo piso (Javier vive en el noveno) y, mientras intenta hacer la tarea, no para de pensar en la extraña vecina.

La mujer del primer piso sale de su apartamento sólo al atardecer o cuando llueve, siempre envuelta en ropa oscura con la capucha metida hasta los ojos. Ningún vecino sabe su nombre, su edad ni a qué se dedica; sus ventanas siempre están cubiertas con gruesas cortinas negras. Si alguien se cruza en el pasillo, ella pasa sin decir palabra, con la cabeza agachada. Nadie la ha escuchado hablar.

Las ancianas del portal tampoco saben nada de ella y la apodan la chiflada y la solitaria. Una tarde, Mateo escucha su conversación:

Voy al supermercado, regreso con bolsas pesadas y justo sale esa chiflada del piso. Cuando me ve, se pega a la pared y me lanza una mirada desde bajo la capucha, sin decir ni hola ni adiós.

Sí, una rara. Parece que huye de la gente como de una peste. La he visto salir del portal a las once de la noche, como una sombra. ¿A dónde va a buscar en la oscuridad? Todo el día se queda encerrada.

Qué le vamos a hacer, la solitaria es como la llama a la hoguera.

El día va peor desde la mañana. En la clase de Historia la llaman a la pizarra; suelta una frase sobre el rey Alfonso el Sabio intentando aparentar saber algo, pero el profesor le pone un doblete. ¡Qué vergüenza! Y, como si no fuera suficiente, el patoso Gómez se le acerca en el recreo y le llama Javier el gordito. Sus compinches Tomás y Jorge se unen, le arrancan el croissant que iba a comer y lo lanzan de un lado a otro.

¡Devuélveme el croissant! grita Mateo, sabiendo que se mete en lío. No puede abandonar a su amigo; siempre le cubre la espalda cuando le molestan.

Gómez le devuelve la sonrisa burlona:

¡Mira, el Flaco defiende al Gordo!

En la clase los apodan Gordo y Flaco. Comparten el mismo pupitre, van juntos a clase y vuelven juntos a casa. Mateo, delgado y de aspecto más joven que su edad, parece un fantasma al lado del rellenito Javier.

Mateo intenta arrebatar el croissant de Gómez; casi lo consigue, pero al caer golpea el globo terráqueo que está sobre el escritorio del profesor. El globo se parte en dos con un crujido y una grieta recorre una de sus mitades. Justo en ese momento entra la profesora de Geografía.

El globo no sufre mucho, pero la profesora, como era de esperarse, le dice:

Mateo, quédate.

El chico se acerca al escritorio sin querer mirarle a los ojos. Ella le dirige la mirada:

Mateo, ¿qué haces? Eres un niño listo…

Después de una pausa cargada, el ambiente se vuelve tan denso que Mateo quiere esconderse bajo el pupitre. Ya se imagina a la directora llamando a su madre, y él sabe que en casa ya le van a regañar por sus notas.

Pero la profesora le dice:

No llamaré a tus padres, pero tendrás que ayudarme a organizar los libros después de clase.

Vale, Natalia, responde Mateo, echando un vistazo a sus zapatillas.

Al menos no ha llamado a sus padres, pero el humor sigue por los suelos. Como si fuera una broma del destino, después de la escuela llevan a Javier al médico y el chico no puede quedarse a compartir el castigo con Mateo.

Al terminar las clases, los chicos corren desenfrenados por el vestuario; Mateo, abatido, se dirige al despacho de la profesora de Geografía. Ella le hace cargar libros de la biblioteca y luego ordenar el aula; tardan más de dos horas. Cuando sale de la escuela vacía, la tarde se ha tornado en un crepúsculo húmedo y gris.

Mateo camina a casa arrastrando los pies, pensando en lo que ha pasado, mientras la lluvia gotea sin piedad y le cuaja el capuchón. Se pregunta por qué la vida es tan injusta: solo defendió a su amigo y acaba él el último en recibir el castigo. Gómez nunca es castigado, aunque él es el culpable de todo. Además, el clima es una mierda: la nieve ya cubre las calles de Madrid mientras él se revuelca bajo una llovizna que parece una manta.

Sin darse cuenta, llega al parque por la ruta habitual que siempre recorre con Javier, aunque ahora va solo. Los árboles se aferran a un cielo sin color con sus ramas desnudas; los setos se ven amenazadores a los lados del sendero.

¿Y si alguien se esconde entre los arbustos esperando a la próxima víctima? pensó Mateo.

Entonces recuerda a la vecina del primer piso. ¿Y si ella sale a cazar niños perdidos, con los ojos brillando como serpientes en la oscuridad? Acelera el paso, sintiendo un escalofrío recorrer su cuerpo, no por el viento ni por la lluvia, sino por algo más.

Al girar, ve una silueta oscura con capucha que se abre paso entre los árboles. El chico corre y oye detrás de él:

¡Eh, chico, espera! grita una voz masculina.

Mateo sabe que no debe hablar con extraños, sobre todo en un parque desierto y bajo la lluvia.

Su mochila le pesa como una losa, golpea su espalda y le impide acelerar. Los pasos del desconocido se acercan, el crujido del gravilla retumba bajo sus pies. El chico siente una respiración pesada detrás de él.

De repente, algo tira de su mochila y lo hace tropezar. Se vuelve y ve a un hombre que le sujeta la correa del morral.

El hombre esboza una sonrisa burlona y dice:

¿Qué corres? Sólo quería hablar.

Mateo no puede gritar; la garganta se le seca y la lengua se queda pegada. Nota que el hombre lleva la otra mano oculta detrás de la espalda. ¿Qué habrá? ¿Un cuchillo? ¿Una pistola?

El parque está vacío, la luz de los faroles sigue apagada y la lluvia golpea los bancos con monotonía. No hay ningún perro que pase, ni ningún transeúnte que lo rescate.

El desconocido saca de detrás de la espalda un trapo maloliente, como el producto que su madre usa para limpiar cristales. El olor le da vueltas en la nariz y se siente mareado.

Justo cuando parece que perderá el conocimiento, algo inesperado ocurre: desde los arbustos salta una figura más pequeña y ágil, también con capucha, y se lanza contra el hombre. Él suelta la mochila y se desestabiliza; Mateo retrocede, paralizado, con las piernas aferradas al suelo como raíces. El tiempo parece detenerse; el niño siente que se queda atrapado bajo la lluvia, rodeado de árboles desnudos y arbustos marchitos.

Los dos hombres luchan, golpeándose sin cesar, mientras el más bajo se aferra al cuello del otro. De pronto, el fuerte grito del agresor se mezcla con el viento helado y atraviesa a Mateo hasta los huesos.

Entonces se oye un sonido extraño, desagradable, más grotesco que el grito del hombre. Es como el crujido que hacía su abuelo al masticar un melocotón seco.

Las farolas del parque se encienden de repente, bañando la escena con una luz amarilla y fantasmagórica. La figura más pequeña se inclina sobre el agresor, sus cabellos oscuros caen sobre su cuello. De bajo la capucha emergen largos cabellos negros. Es una mujer.

¿Qué? logra articular Mateo, pero la mujer, con la cara cubierta de sangre y dos colmillos alargados, se limpia la boca con la manga como si fuera mantequilla.

La vecina del primer piso, la que Mateo solo había visto un par de vecespálida, delgada, siempre con la capucha negraaparece ante él. Su rostro está manchado de sangre, los colmillos brillan bajo la luz y ella se lleva la boca al brazo como si nada.

Mateo retrocede instintivamente, pero ella destella ojos amarillos como los de un gato y desaparece entre los arbustos. En el suelo resbaladizo queda el cuerpo sin vida del hombre, su cuello bañado en sangre y una mancha oscura que se extiende lentamente. El trapo maloliente yace abandonado, blanco como la nieve.

Después de varios segundos, Mateo recupera el control de su cuerpo y sale corriendo del parque a paso de bala. En cinco minutos llega a su apartamento, se apoya contra la puerta, jadeando. Por suerte, sus padres no están en casa; no tendría que explicarles por qué huye como un loco.

Decide no contarle nada a nadie, ni a Javier. Lo que sucedió en el parque no encaja en su cabeza. ¿Estaba en lo cierto Javier cuando hablaba del monstruo? Tal vez no haya escamas en la cabeza, pero la vecina sí se alimenta de adultos, no de niños.

¿Existirán los vampiros? Parece que este monstruo lo salvó de un hombre, no al revés, como narran las películas.

Mateo confía en que nadie le crea. Sus padres lo tacharán de imaginación infantil (aunque ya no es un niño) y Javier dudará de que un vampiro le haya salvado la vida en vez de devorarlo. No entiende por qué la vecinavampiro lo dejó con vida.

Desde esa noche, Mateo pasa el tiempo libre frente al televisor, temiendo perderse la noticia del cuerpo encontrado en el parque. Sin embargo, nada se publica. Tres días después, en el telediario nocturno mencionan brevemente que dos chicos desaparecidos fueron hallados vivos en la casa de un hombre que murió; no explican cómo murió ni dónde estaban los cuerpos. Quizá no quisieron asustar a la gente; la idea de un vampiro rondando la ciudad asustaría más que la de niños desaparecidos.

Mateo concluye que la tele no dirá más y deja de seguir las noticias. Con el tiempo, el recuerdo se desvanece entre los deberes escolares, la expectativa de las vacaciones de Navidad y el bullicio de la fiesta de fin de año.

Al fin llega la nieve, a finales de diciembre. Mateo y Javier vuelven de la sección de ajedrez, ya cerca de sus hogares, cuando la mujer del primer piso vuelve a salir del portal. Javier, absorto en contar su partida ganadora, no la nota. El chico ha dejado de engordar, ha reducido los dulces por recomendación del médico y ya no es blanco de Gómez.

Mateo escucha a su amigo a medias, pero no quita la vista de la vecinavampiro. Cuando se encuentran con ella, ella lanza una mirada fugaz bajo la capucha y avanza. Mateo recuerda su rostro ensangrentado y los colmillos, y se eriza. Ahora ella parece sólo una mujer pálida, sin colmillos ni ojos amarillos; sus labios sin color forman una sonrisa tenue.

¡Mira, es la solitaria del primer piso! exclama Javier, finalmente distraído de su relato.

Sí añade Mateo, sin responder.

¡Hoy parece amable, ni siquiera baja la cabeza! ¡Debe estar hambrienta! bromea Javier.

Mateo no dice nada, pero antes de entrar al portal se vuelve para observar una vez más la figura oscura que se aleja bajo la nieve, como si se fundiera con la blancura del suelo.

***

Luz sale temprano; la nieve cubre la calle como una pared y el sol no molesta a los curiosos. Puede ocultar sus colmillos en cualquier momento, pero su piel pálida y la luz amarilla de sus pupilas podrían delatarla. La nieve, al igual que la lluvia, amortigua el olor de la sangre humana. Lleva una década alimentándose solo de la sangre de los más perversos, pero la presencia constante de gente sigue siendo un desafío.

No puede vivir alejada de las ciudades; en los centros urbanos encuentra suficiente alimento: asesinos, violadores y pervertidos que cazan niños como los que ella devoró el mes pasado. Luz reconoce a sus presas por el olor agrio que ni la lluvia ni la nieve pueden disimular.

Al salir del portal, se topa con el mismo chico que meses atrás estuvo en el parque. Lo huele antes de verlo; él desprende miedo y confusión. Un mes antes, el niño no había huido, pero Luz estaba segura de que no contaría nada. El olor del terror le indica su próxima comida.

En cada ciudad existe una red que oculta los cuerpos de las víctimas vampíricas al público, y una ley que obliga a los vampiros a no atacar a la gente común. Los vampiros no tocan a la gente; la gente no toca a los vampiros.

Luz echa una mirada rápida al chico y se marcha, evitando que el dulce aroma infantil le distraiga. La vida de una vampira entre los humanos es dura: siempre sola, oculta en las sombras, sin que nadie la note. Sus padres le dieron un nombre que, del griego, significa extraña. Así sigue siendo extraña para todos, donde sea que viva. Prefiere pisos bajo, en el primer piso, para salir sin usar ascensor. Aunque a veces se cruza con otros vecinos, solo recibe miradas hostiles y pasa de largo sin decir nada.

¿Qué le queda? Un vampiro, un amigo y interlocutor en medio de la humanidad.

Si la gente supiera qué monstruos elimina de sus ciudades, tal vez les daría más miedo que cualquier vampiro. Pero ser incomprendida, la extraña y la innecesaria es una costumbre arraigada, como la caza diaria.

El hambre aprieta su estómago semana tras semana; la gente con el olor que busca no aparece. ¿Tendrá suerte hoy?

Rate article
MagistrUm
La Inadaptada