**Diario de un hombre:**
Antes de morir, mi suegra le confesó a mi nuera una verdad terrible que lo cambió todo…
—Carmencita… Necesito hablar contigo con sinceridad. Siento que mi hora está cerca. Debes saber la verdad. Incluso si después me odias —susurró María Victoria, apretando con fuerza la mano de Carmen.
Carmen se quedó paralizada. ¿”Carmencita”? Desde que se casó con su hijo, su suegra solo la llamaba “maldita estéril”, “mujer inútil” o “fracasada”. Nunca con cariño. Y ahora, ese nombre tierno, la voz temblorosa, las lágrimas en sus ojos. ¿Acaso la muerte obliga a la gente a enfrentar la verdad? Quizá, al final, María Victoria por fin se arrepintió.
Carmen trabajaba como enfermera en el hospital donde ingresaron a su suegra tras un infarto grave. Los médicos susurraban que las posibilidades de recuperación eran mínimas. Con su exmarido, Alejandro, no se veía desde hacía años. Él no había venido a visitar a su madre, o sus horarios no coincidían. Carmen no se preocupaba. Después de que él la abandonara, rompiéndole el corazón y su vida, ni siquiera quería escuchar su nombre.
Todo empezó con el embarazo. Ella soñaba con ser madre, pero él era frío. Se quejaba de que no tenían dinero, de que una familia era una carga, de que todo caería sobre sus hombros. Ella prometió trabajar desde casa, no ser una carga, pero él solo la ignoraba. Y su madre… María Victoria la miraba con desprecio, insinuando que Carmen “había quedado embarazada a propósito para atar a su hijo”.
Cuando llegó el momento del parto, los médicos decidieron hacer una cesárea sin indicación médica clara. Carmen intentó llamar a su suegra, quien era jefa de maternidad. Quizá ella habría intervenido. Pero María Victoria no respondió. Tras la operación, le dijeron: “El bebé murió en el vientre”. Fue como un cuchillazo. Su hija —a quien ya llamaba Rosita— había desaparecido. Ese día, Carmen dejó de creer en la justicia y el amor.
El matrimonio se derrumbó. Alejandro la culpó de su “salud débil” e “incapacidad para ser madre”. Su madre lo apoyó, hiriéndola aún más. Finalmente, el divorcio la señaló como culpable. Se quedó sola, con el corazón roto y un vacío dentro.
Y ahora, María Victoria yacía en el mismo hospital, necesitando cuidados. Ni su hijo ni su nueva esposa estaban allí. La vejez la había vuelto prescindible incluso para su familia.
—No diga eso, María Victoria. ¡Se va a recuperar! —intentó Carmen, pero la anciana solo agitó débilmente la mano.
—No… Se acabó. Tú lo sabes. Pero eres una buena mujer. Me equivoqué al no apoyarte… al ponerme de parte de mi hijo. Debes saber, Carmencita… La cesárea no fue casual.
El corazón de Carmen se detuvo. Siempre había sospechado algo, pero oírlo ahora…
—Tu bebé… no murió. La cambiaron. Tu hija… mi nieta… fue dada en adopción a una familia adinerada.
El mundo giró. Un zumbido llenó sus oídos, las piernas le fallaron. Carmen se agarró a la cama para no caer. Ya no veía a una mujer enferma, sino a quien le robó lo más preciado.
—¿Por qué? —logró decir, con la voz al borde del quiebre.
—Alejandro no quería hijos. Lo sabías… Estaba comenzando su carrera. Temía que un bebé lo frenara, que exigieras manutención si él se iba. Me convenció… Yo debía arreglarlo. Hacerte creer que la niña había muerto. Lo hice… por su futuro. Quería que triunfara. Y ahora… ante la muerte… veo mi culpa. ¿Podrás perdonarme?
—¿Cómo pudieron? —estalló Carmen. Las lágrimas rodaban, pero ni las sentía. —¿Dónde está? ¿Dónde está mi hija? —preguntó, cada palabra un suplicio. La rabia la ahogaba.
—En la mesilla… hay una libreta… La dirección está en la primera página —susurró su suegra. —Pero, Carmen… él es un hombre poderoso ahora. No te devolverá a la niña. Protegerá su familia a toda costa.
—Eso lo veremos —respondió Carmen entre dientes.
Sus manos temblaban al abrir el cajón y agarrar el cuaderno. Arrancó la hoja con la dirección y salió casi corriendo.
—Carmen… perdóname… —llegó su voz ronca tras ella.
—Dios te perdonará —dijo sin mirar atrás.
No podía quedarse un segundo más con esa mujer. Con quien arruinó su sueño, su maternidad, su felicidad. Solo una idea la obsesionaba: ver a su hija.
¡Cinco años y medio! Ya era una niña… Viva… Las lágrimas volvieron, pero Carmen las secó rápido y se dirigió a la dirección indicada. El camino pasó como en un sueño. Y allí estaba, frente a la verja de una mansión, sabiendo que no podía entrar y llevársela así. Poco a poco entendió: para la niña sería un shock. Estaba acostumbrada a otra vida, a otra madre… Pero aunque fuera verla… solo un instante…
En el porche la recibió un hombre. Alto, atractivo, pero con una mirada gélida. Desde el jardín llegaban risas infantiles, y el corazón de Carmen se encogió. Quería correr hacia allí, hacia su hija…
—¿Viene por el trabajo de niñera? —preguntó él, observándola con atención.
—¿Niñera? —repitió, sin apartar la vista del jardín.
—¿No es así? —frunció el ceño.
—¿Sergio? —dijo ella en voz baja, y él asintió. —No vengo como niñera… Vengo por mi hija… El rostro de Sergio palideció, tenso. La miraba como si quisiera aplastarla con la mirada. Pero Carmen no retrocedió. —Es una larga historia… Por favor, escúcheme… —Las lágrimas caían, pero habló sin parar. Le contó todo: cómo su marido, la persona que más amó, convenció a su madre de deshacerse del bebé, cómo la engañaron haciéndole creer que su hija murió. —No sabía… Pensé que ya no estaba… Tenía miedo… Pero ahora…
—No le devolveré a Rosa —la interrumpió Sergio. —Ella es mi vida.
Rosa… Ese era el nombre que Carmen había elegido. Las lágrimas brotaron con fuerza. Sus piernas temblaban, pero se mantuvo firme. Sergio podía echarla, llamar a seguridad… Pero solo calló y escuchó.
—Pase —dijo al fin. —Tomaremos té y le contaré mi historia.
Asintió, aunque su corazón ansiaba correr hacia la niña. Dentro de la lujosa casa, Carmen sintió tristeza. Jamás podría darle a su hija tanta opulencia. Ropa, juguetes, comodidades… Todo le quedaba lejos. ¿Podría hacer feliz a Rosa? Sí, le daría todo, pero ¿sería suficiente? Por el rabillo del ojo vio una habitación de juegos con muñecas y juguetes caros. En la cocina, mientras tomaban té, Sergio habló.
—Mi esposa era estéril. Soñábamos con un hijo, y un día nos llamaron del hospital. Dijeron que había una niña abandonada por su madre. No lo dudamos. La adoptamos de inmediato. Esta casa se llenó de felicidad. Éramos padres. Pero cuando Rosa cumplió tres años, mi esposa murió de un infarto. Fue devastador. Han pasado dos años y medio, y aún no lo supero. Rosa pregunta cuándo volverá