La historia de una nuera no aceptada

**OLEGARIA: HISTORIA DE UNA NUERA NO ACEPTADA**

Cuando Miguel llevó a su novia Olegaria a casa, la tensión se apoderó del salón. Su padre, Pablo Tomás, permaneció callado en un rincón, como si su opinión no importara en aquel hogar. En cambio, su madre, Ana María, aprovechaba cada momento para hacerle otra pregunta más a la joven. La miraba con recelo, como si intentara descubrir en ella algún engaño o falsedad.

A Ana María no le gustó Olegaria desde el principio. Pequeña, sencilla, vestida con una humildad casi infantil. Las trenzas que llevaba le daban aún más aspecto de colegiala. ¿Dónde estaba el manicura, el maquillaje, la elegancia? No, esa no era la nuera que ella había imaginado para su único hijo. La hija de los vecinos, Natalia, era alta, radiante; su padre dirigía una importante empresa láctea y su madre era contable jefa. Natalia siempre había mirado a Miguel con buenos ojos. Ella sí habría sido una buena esposa… no esa ratoncilla gris.

Pero Miguel no cedió. Amaba a Olegaria con locura. Cuando su madre lo apartó para hablarle de Natalia, él la cortó en seco:
—Yo amo a Olegaria. Ya hemos presentado los papeles. Basta, mamá, de este tema.

La boda fue modesta, tal como Olegaria quiso. Preferían ahorrar para el futuro. Ana María se indignó, lo consideró una vergüenza, pero Miguel defendió a su esposa.

Vivieron un tiempo en casa de sus padres. Ana María nunca dejaba de criticar a su nuera: la comida no estaba buena, no cuidaba bien a su hijo o limpiaba de cualquier manera. Miguel aguantó hasta que un día declaró con firmeza:
—Nos mudamos.

Alquilaron un piso. El dinero escaseaba, pero él trabajó sin descanso. Con el tiempo, empezaron a construir su propia casa. Mientras, Olegaria estudiaba magisterio, lo que apenas ayudaba económicamente. Todo dependía de la determinación de Miguel.

Olegaria se esforzó, se graduó con matrícula de honor. Feliz, fue a ver a su suegra, esperando que al fin la valorara. Pero Ana María solo gruñó:
—Haces sufrir a mi hijo. Con Natalia habría tenido una vida más fácil.

Olegaria se fue llorando. No se quejó con Miguel. Su vida ya había tenido suficiente dolor. Su padre las abandonó cuando su madre cayó en el alcohol. Y aunque su madre la quería, en sus borracheras se convertía en alguien aterrador. Olegaria pasó hambre, se escondía de los amigos ebrios de su madre. Solo el amor de Miguel la salvó.

Construyeron su hogar, llegaron los niños. Primero fue maestra, luego subdirectora. Tuvieron dos hijos: Adrián y Tomás. La suegra adoraba a los nietos, pero seguía siendo fría con Olegaria. Solo se trataban con un “hola” o un “adiós”.

Los hijos crecieron, ingresaron en la academia de aviación en otra ciudad. Primero uno, luego el otro. La casa quedó vacía. Pablo Tomás murió en silencio, como había vivido. Ana María se quedó sola, pero ni así quiso visitar a Olegaria. El hielo entre ellas no se derretía.

A los 45 años de Olegaria, celebraron su cumpleaños con todos: hijos, novias de estos, amigos. Hasta la suegra apareció, aunque se sentó aparte. Entre risas, Olegaria palideció. Todos se alarmaron.

Al día siguiente, fue al médico y regresó aturdida: estaba embarazada. Se lo contó a Miguel por la noche. Él calló mucho rato antes de murmurar:
—Es tarde, Olegaria. Hay que terminar con esto. La gente se reirá…

Ella asintió. Pero algo se rompió dentro de ella. Al día siguiente, fue a casa de su suegra. Su propia madre ya no estaba, no tenía a nadie con quien hablar. Quería que Ana María le dijera algo duro, quizá así le resultaría más fácil decidirse…

Ana María guardó silencio. Luego, rompió a llorar. Habló de cómo Miguel nació débil, de las noches enteras que pasó cuidándolo, del miedo a perderlo. Olegaria escuchó, y por primera vez, la abrazó. Las dos lloraron. Abrieron sus corazones: Olegaria habló de su madre alcohólica, del hambre y el terror.

Lloraron juntas. Eran extrañas, pero en ese momento, familia.

Esa misma noche, Ana María llegó sin avisar.
—No he venido por ti, Miguel. Vine por Olegaria —dijo.

Olegaria lloró. Nunca la habían llamado así, ni su madre ni su suegra.

Se sentaron. Ana María tomó su mano:
—No te atrevas a terminar con ello. Tendremos al niño. Tú aún eres joven. Esto es un milagro, y no a todos les llega. A Miguel ya le hablaré yo.

Así fue. Y llegó la pequeña Anita, una niña preciosa, de rulos dorados y pestañas largas. Cuando la pusieron en brazos de Olegaria, esta lloró de felicidad.

Miguel y su madre las esperaron a la salida del hospital. Ana María vendió su piso y se mudó cerca para ayudar. Iba cada día, como quien va al trabajo. Ella y Olegaria no solo se llevaron bien: se hicieron amigas. Charlaban horas en la cocina, compartían secretos, reían.

Por primera vez, Olegaria tuvo una madre. No de sangre, pero sí de corazón. Alguien que la abrazó cuando más lo necesitaba y le susurró: “No estás sola”. Eso era lo más valioso que podía recibir en esta vida.

**Moraleja:** A veces, las mayores reconciliaciones llegan tarde, pero llegan. Y en el perdón, encontramos la familia que nunca tuvimos.

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La historia de una nuera no aceptada