**LUCÍA: HISTORIA DE UNA NUERA RECHAZADA**
Cuando Miguel llevó a su novia Lucía a casa, la tensión se apoderó del ambiente. Su padre, Pablo José, permanecía callado en un rincón, sin decir ni una palabra, como si su opinión no contara. En cambio, su madre, Ana Teresa, no perdía la oportunidad de hacerle otra pregunta más a Lucía. La miraba con desconfianza, como si tratara de descubrir algún engaño o falsedad en ella.
Lucía no le cayó bien desde el principio. Era menuda, discreta, vestida con una sencillez casi infantil. Sus trenzas solo reforzaban esa impresión. ¿Dónde estaban las uñas arregladas, el maquillaje, la ropa a la moda? No, esa no era la nuera que ella había imaginado para su único hijo. La vecina, Natalia, era esbelta, elegante, su padre dirigía una fábrica de lácteos y su madre era contable. Además, siempre había mirado a Miguel con interés. *Esa* sí habría sido una buena elección, no esta… ratoncita de biblioteca.
Pero Miguel se mantuvo firme. Amaba a Lucía con locura. Cuando su madre lo apartó y empezó a insistirle con lo de Natalia, él la cortó en seco:
—Yo amo a Lucía. Ya hemos presentado los papeles. Basta, mamá, no quiero más charlas.
Se casaron en una ceremonia íntima, como Lucía quiso. Decía que era mejor ahorrar ese dinero para el futuro. La madre de Miguel montó en cólera, lo consideró una vergüenza. Pero él, una vez más, defendió a su esposa.
Al principio vivieron con los padres. Ana Teresa no dejaba de criticar a su nuera: la comida no le gustaba, no cuidaba bien a su hijo, limpiaba deprisa y corriendo. Miguel aguantó mucho, pero un día dijo con determinación:
—Nos mudamos.
Alquilaron un piso pequeño. El dinero escaseaba, pero él trabajó sin descanso. Más tarde, incluso empezaron a construir su propia casa. Lucía, mientras, estudiaba para ser maestra, así que la ayuda económica era poca. Todo dependía del empeño de Miguel.
Lucía se esforzó, acabó la carrera con matrícula de honor. Contentísima, fue a ver a su suegra, pensando que quizá ahora la valoraría un poco. Pero Ana Teresa solo refunfuñó:
—Haces sufrir a mi hijo. No es la esposa que merecías, Miguel. Con Natalia habrías vivido mejor.
Lucía se marchó llorando. No se quejó con Miguel. Ya había tenido suficiente dolor en su vida. Su padre las abandonó cuando su madre cayó en el alcoholismo. Y aunque su madre la quería, en sus borracheras se transformaba en una desconocida violenta. Lucía pasó hambre, se escondía de los amigos borrachos de su madre. Solo el amor de Miguel la salvó.
Terminaron su casa y llegaron los hijos. Primero trabajó como maestra, luego como jefa de estudios. Tuvieron dos varones, Álvaro y Rodrigo. La suegra adoraba a sus nietos. Los cuidaba con entusiasmo, pero seguía siendo fría y hostil con Lucía. Su trato no iba más allá de un «hola» y un «hasta luego».
Los hijos crecieron y se fueron a estudiar a la academia de pilotos en otra ciudad. Primero uno, luego el otro. La casa quedó vacía. Pablo José falleció en silencio, como vivió. Ana Teresa se quedó sola, pero ni siquiera entonces quiso visitar a Lucía. El hielo entre ellas seguía intacto.
A Lucía le llegaron los 45. Para su cumpleaños se reunieron todos: los hijos con sus novias, amigos, vecinos. Hasta su suegra apareció, aunque se quedó en un rincón. En medio de la fiesta, de pronto, Lucía palideció y tuvo que sentarse. Todos se asustaron.
Al día siguiente fue al médico. Regresó con una noticia que la dejó atónita: estaba embarazada. Le contó a Miguel por la noche. Él guardó silencio un buen rato antes de decir suavemente:
—Ya somos mayores, Lucía. Tendríamos que… hacer algo. La gente se reirá…
Ella asintió. Pero algo se rompió dentro de ella. Se quedó sola, dolorida, y a la mañana siguiente fue a ver a su suegra. Su madre ya no vivía, no tenía a nadie con quien hablar. Pensó: quizá si escucha palabras duras de ella, le será más fácil decidirse…
Ana Teresa no dijo nada al principio. Luego, de pronto, rompió a llorar. Le confesó cómo Miguel había nacido enfermizo, cómo lo cuidó noche tras noche, el miedo que tuvo a perderlo. Lucía la escuchó en silencio hasta que, por primera vez, la abrazó. Y entonces ambas lloraron juntas, compartiendo penas como nunca antes.
Esa tarde, su suegra llegó a su casa sin avisar.
—No he venido por ti, Miguel. He venido por Lucita —dijo.
Lucía lloró al escuchar ese diminutivo. Nadie la había llamado así, ni su madre ni su suegra.
Se sentaron a la mesa. Ana Teresa le tomó la mano.
—No se te ocurra deshacerte de ese niño. Lo tendremos. Todavía hay tiempo. Eres joven. Esto es un regalo, no a todos se les da. A Miguel ya le hablaré yo.
Y así fue. Al cabo de los meses nació una niña: Anita. Una preciosidad, con rizos dorados y pestañas larguísimas. Cuando la pusieron en el pecho de Lucía, esta rompió a llorar de felicidad.
Miguel y su madre las esperaron a la salida del hospital. Ana Teresa vendió su piso y se mudó cerca para ayudar con la niña. Iba todos los días, como si fuera su trabajo. Ella y Lucía no solo se llevaron bien, se hicieron inseparables. Pasaban horas en la cocina, charlando, riendo, compartiendo secretos.
Y por primera vez en su vida, Lucía tuvo una madre. No de sangre, pero de corazón. Una que la abrazó cuando más lo necesitaba y le dijo: «No estás sola». Y eso fue lo más valioso que jamás había sentido.