Todos los vecinos conocían a Juan como un borrico patoso, incapaz de vez en cuando, torpe otras tantas. El apelativo variaba según su último desacierto. Cada metedura de pata tenía distinta envergadura, y por tanto la furia de su mujer también cambiaba de intensidad.
Pero a ojos de su marido, Carmen era siempre: Corderita, Gatita, Solecito o Palomita. Al oír sus gritos, los demás se preguntaban cuándo ese burro le pondría los cuernos como Dios manda. Pero recordando que también era un inútil sin coraje, concluían: jamás. Juan podía fingirse sordomudo, impermeable a los chillidos e insultos de su esposa. Precisamente esa sangre fría y su indiferencia hacia su rabia eran el combustible de sus prolongados ataques de ira. Agotada de gritar, Carmencita salía de casa. Un nudo de furia le cerraba la garganta ahogándola. El rostro se le cubría de manchas rojas, las manos le temblaban, la voz se le quebraba. Ansiaba llorar desconsoladamente, pero las lágrimas no brotaban. Mientras, Juan, viéndola marchar, preguntaba en voz baja:
—¿A dónde vas, Corderita?
Los primeros años de casados fueron armoniosos, silenciosos y apacibles. Si alguien le hubiera augurado que aquella paz se trastocaría en riñas y escándalo, Carmen jamás lo habría creído. Ella se casó con el amor de su vida, con aquel por quien suspiraba, no con un zoquete. Juan era soldador, jamás bebía ni fumaba, sereno como un oso en hibernación, siempre satisfecho con su existencia. Las mujeres de maridos bebedores o callejeros lo ponían como ejemplo, así que Carmen estaba orgullosa. Decidieron posponer los hijos. Había que construir el cobertizo, editar el garaje, comprar el coche. La cooperativa agrícola les cedió una casa, y Carmen deseaba acondicionarla como un palacio.
Juan era muy lento, quizás perezoso. El trabajo siempre lo aguardaba; riendo, decía: “Jamás se acaban los quehaceres. Conviene esperar; a veces, los problemas se disuelven solos. ¿Por qué darse prisa? Yo sostengo que sin apetencia, ni merece la pena empezar. Eso no es trabajo, es esclavizarse a uno mismo”. Nunca tuvo deseos de liderar ninguna faena. Carmen se lanzaba a cualquier labor, y todo le salía tan bien como a Juan: cavar la huerta, pintar la casa, segar el césped, partir leña para el hogar del cobertizo.
Afortunadamente, la casa tenía todas las comodidades, ya no había que acarrear agua. Prefería hacerlo ella misma, más rápida, que intentar espabilar a su marido. Una noche, un estrépito espantoso en la cocina los despertó. Las baldosas que Juan había colocado se habían deslizado del nivel superior al inferior. Carmen lo llamó manazas y al día siguiente trajo un oficial con buen pulso.
Otra tarde, volvió del trabajo y no reconoció su jardín: todo estaba hozado por las pezuñas de la vaca del vecino, las flores aplastadas porque Juan olvidó cerrar la verja. Cada día le exasperaban más su lentitud, su desidia, su apatía.
Junto a su casa había una vivienda deshabitada. Los viejos dueños murieron y los herederos, primero arañaban las malas hierbas de vez en cuando, luego abandonaron la finca. Pero un día un coche de alta gama aparcó frente aquel caserón. Era el nieto del abuelo Pedro, que regresaba con su familia para quedarse.
Había trabajado años en Inglaterra, donde se casó; ahora volvía a su tierra natal. Inglaterra era un lugar para hacer fortuna; para vivir, nada como el terruño. Sergio empezó a reformar la vetusta casa. Fue entonces cuando le mostró a Carmen lo que era no soltar el trabajo de las manos. Dio muestras de su clase como albañil, soldador y electricista, y en todo lo que acometía, jamás estaba su esposa ayudándole. Ella solo atendía las labores domésticas y cuidaba a la niña.
Carmen, observando al vecino, sentía una creciente rabia hacia su marido. Estaba harta de ser la fuerte; ansiaba ser frágil y mimada. Muchas veces le indicó, encaminó hacia tareas que deberían ser asunto de cualquier hombre. Pero Juan no era un líder en las faenas; vivía a gusto en un segundo plano dentro del matrimonio. Carmen, exhausta, se enfurecía cada vez más y recurría a los insultos. La gente empezó a creerla una mujer insoportable, y a él un pobre hombre desgraciado. Consideró el divorcio; no podía cargar ella toda la vida con el muerto de la casa. Cada vez con más frecuencia ponía p
Y mientras Irene removía el caldero de arroz al fuego lento, sus ojos se posaron en Álvaro, que roncaba plácidamente en el sillón, y supo, con certeza serena, que en esta quietud sin aspavientos hallaba su hogar verdadero.