La historia de un amor

Los Ángeles de la Mañana

Amparo se sentía mal desde que amaneció. Fuera de la ventana, la nieve caía sin cesar. Respiró aliviada al recordar que había ido al mercado el día anterior; hoy le habría costado caminar entre los ventisqueros con sus rodillas doloridas. Además, su presión parecía haber subido de nuevo. Tomó una pastilla, se recostó en el sofá y cerró los ojos.

«¿Qué hago aquí echada? Debería preparar el cocido», pensó, pero no tenía fuerzas para levantarse.

Era tradición que su hijo y su nuera vinieran a comer el primer día del año. Antes, cuando Adrián era pequeño, también lo acompañaba su nieto. Y siempre, nada más entrar, preguntaba: «Mamá, ¿hay cocido? Estoy harto de ensaladas». Amparo decidió que descansaría un poco más y luego se pondría a cocinar. Aún tenía tiempo. Se escuchó a sí misma. La cabeza parecía aliviarse.

Abrió los ojos y miró la fotografía de su marido en la pared. La había colgado ahí a propósito para verlo al dormirse y al despertar. Siete años habían pasado, pero nunca logró acostumbrarse a su ausencia. Lo recordaba a menudo y hablaba con él, frente al retrato.

—Qué sola estoy sin ti, Pascual —susurró en voz alta.

«¿Te acuerdas cuando volviste del trabajo sin regalo en mi cumpleaños? Habías escondido las flores bajo el abrigo en el perchero. Te desvestías despacio, a propósito, para que yo saliera a preguntarte por qué tardabas tanto.

Y tú me dijiste que habías perdido la paga. Que mientras elegías mi regalo en la tienda, alguien te había robado la cartera del bolsillo. ¡Cuánto me enfadé contigo! Sabía que tramabas algo, conocía tu carácter impertinente, y aún así caí en la trampa.

Eras tan testarudo… siempre llevabas tus bromas hasta el final. Ya estaba calculando cómo sobreviviríamos el mes sin dinero.

Llegaron los invitados: Adrián con su mujer, tu amigo Nicolás y su esposa, y mi amiga Lola. Nos sentamos a la mesa, servimos el vino, brindaste… y luego me diste una cajita con unos pendientes de oro. Cumplía cincuenta años. Me dio tanta rabia que casi te los tiro a la cara. Pero tú solo reíste, feliz de haberme engañado otra vez.» Amparo miró el retrato con reproche.

—¿Y cuando dejaste caer las llaves en la nieve? Cuánto las buscamos juntos. Hasta los vecinos salieron a ayudarnos. Luego las arrojaste para que yo las encontrara. Nunca confesaste que era una broma. ¿Vergüenza ante los vecinos? No lo habrían entendido. No solo yo sufría tus travesuras, sino también los niños… —continuó su diálogo mental.

Pascual, desde el retrato, la escuchaba atento. Era una foto rara, donde su rostro aparecía serio. Lo normal era que sonriera con picardía. Amparo suspiró y se sentó en el sofá. El dolor de cabeza cedió.

Se dirigió a la cocina y empezó a hacer el cocido. Cada movimiento le resonaba en las rodillas. Mientras cocinaba, recordaba…

***

Era un cálido día de agosto. La joven Amparo, vestida de blanco para su boda, estaba sentada frente al espejo. Su amiga Lola le arreglaba el pelo; estudiaba peluquería en la ciudad. Amparo no podía estarse quieta. Sonreía feliz un momento, y al siguiente, quedaba absorta en sus pensamientos.

En cualquier momento llegaría el novio, y aún dudaba si había hecho bien en obedecer a su madre.

—La familia de Rafael es honrada, tienen tierras y él es trabajador. ¿Con quién más podrías casarte en este pueblo? Los chicos de la ciudad ya tienen sus propias muchachas —le decía su madre.

Y Amparo aceptó. Ya tenía veinte años, era hora de casarse. Lola elogiaba su vestido, a Rafael… pero en los ojos de Amparo asomaban lágrimas. No dejaba de escuchar los sonidos fuera de la casa, preguntándose si sería el coche de Rafael. Y se alegraba cada vez que uno pasaba de largo.

Pero entonces, el motor se detuvo frente a la ventana. Una portezuela se cerró de golpe. Amparo se estremeció y se tensó. Su corazón latía como un pájaro atrapado.

Lola salió corriendo a recibir al novio, a pedir el «rescate» por la novia. Su madre ya esperaba en la puerta…

Y de pronto, Amparo pensó en algo completamente ajeno a una novia. Recordó que, unos días antes, su madre la había enviado a la tienda, donde se encontró con Pascual. Después del servicio militar, no había vuelto al pueblo; se fue directo a trabajar a la ciudad. Hacía años que no lo veía.

Se había vuelto más hombre. No era precisamente guapo, pero tenía presencia, ese aire de ciudad. Amparo se ruborizó bajo su mirada intensa, bajando la vista.

—Llegas tarde, muchacho. No la mires así. No es novia para ti. Se casa mañana —dijo la tendera, tía Carmen.

—Eso ya lo veremos —sonrió Pascual, sin apartar los ojos de Amparo.

No recordaba qué compró ni cómo salió de allí. Solo al estar en la calle pudo respirar. Y desde entonces, no pudo olvidar su mirada.

Amparo aguzó el oído. Parecía que estaban regateando demasiado por el rescate. De pronto, la puerta se abrió de golpe. No era Rafael quien cruzó el umbral, sino Pascual.

Amparo se levantó de un salto, el corazón a punto de estallarle. Su madre intentó detener a Pascual, agarrándole de la camisa. Lola solo observaba, paralizada. Pascual se zafó al fin y se acercó a Amparo.

—No puedo vivir sin ti. ¿Vendrás conmigo? ¿Ahora? —preguntó.

Ella no pudo articular palabra. Pascual la levantó en brazos y se la llevó. Su madre y su amiga apenas tuvieron tiempo de apartarse. Amparo le rodeó el cuello con los brazos, apoyó la cabeza en su hombro… como si aquello fuera lo más natural.

Así se la llevó Pascual, casi del altar. El pueblo no dejó de hablar de su boda en meses. Incluso Rafael apareció borracho, tambaleándose. Los miró un rato… y se fue.

Más tarde, Pascual le contó cómo fue a verlo:

—No os dejaré vivir. Te la quitaré. Mátame ahora si tienes valor.

Rafael no era rival para él. Y al final, renunció a Amparo.

Después de la boda, se mudaron a la ciudad. Primero vivieron en una residencia, luego la fábrica les dio un piso. Durmieron en un colchón en el suelo. ¡Y eran tan felices! Tuvieron dos hijos. Su hija se casó y se fue al extranjero. Adrián vivía cerca, y su nieto ya terminaba la universidad. Amparo nunca se arrepintió de haberse fugado con Pascual. Se amaron con locura.

Y siempre, Pascual ideaba bromas. Era su carácter. Amparo se enfadaba. Nunca aprendió, siempre caía.

Incluso cuando le dio el primer infarto, él bromeó: «Es para que me mimes». Pero ella veía su dolor, lloraba y lo consolaba. La ambulancia tardó demasiado. Nevaba igual que hoy, las calles bloqueadas. No llegó al hospital…

***

Amparo suspiró, enjugó las lágrimas y apagó el fuego. ¿Por qué estos recuerdos ahora? El dolor de cabeza regresó, martilleándole las sienes. Volvió al salón y se tendió en el sofá.

—Aquí estoy, Pascual—Por fin juntos, mi amor —susurró Amparo, mientras la luz cálida los envolvía y sus dedos se entrelazaban con los de Pascual, dejando atrás el frío y el dolor para siempre.

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