La Historia de los Corazones Solitarios

La Noche de los Corazones Solitarios

En vísperas de Nochevieja, las residentes de una residencia de ancianos en un pequeño pueblo a los pies de los Pirineos esperaban con ilusión la llegada de sus hijos. Las que no podían caminar escuchaban los relatos de las más ágiles, que se asomaban a las ventanas buscando figuras conocidas entre la nieve. Pero los copos habían cubierto el camino hasta la puerta, y nadie se desvió de la carretera principal hacia el asilo. El patio estaba enterrado bajo la nieve, como si nadie se preocupara por las ancianas olvidadas.

A doña Carmen López le brillaban los ojos al hablar de su hijo, aunque con un deje de culpa ante sus amigas. Su Javier era un arquitecto de éxito, su nuera trabajaba como contable en una gran empresa, y su nieto estaba a punto de terminar la universidad. Una familia perfecta, la envidia de las demás. Las otras tenían hijos desaparecidos, enganchados al alcohol o simplemente perdidos. Carmen casi se avergonzaba de su suerte, pero en su corazón guardaba la esperanza de que Javier no la olvidaría.

Por las noches, las ancianas se reunían en la sala común y, para mantener viva la memoria, se contaban historias de sus vidas. Repetían viejas anécdotas, aferrándose a los recuerdos como a un salvavidas.

Carmen confesó a su amiga María en sus primeros días allí que había nacido en un pueblo remoto de Castilla. Años atrás, su hijo la convenció de dejar su hogar. Le prometió cuidados y una habitación cómoda en su piso. Su marido, ya fallecido, no quería ir, refunfuñando que la ciudad no era para ellos, pero al final cedió. Javier, sabiendo que su padre era veterano de guerra, vio una oportunidad. Lo empadronó en la ciudad, y pronto consiguieron un piso amplio de tres habitaciones. Su nuera, Lucía, no pudo contener las lágrimas de alegría—hasta entonces vivían hacinados en un minúsculo apartamento.

Pero un año después, su marido falleció. Carmen quedó sola, y el dolor fue tan grande que sufrió un derrame cerebral. Milagrosamente, se recuperó y volvió a caminar, pero sus cuidados se convirtieron en una carga. Lucía se irritaba cada vez más, daba portazos y hasta le gritaba a Javier. Carmen lo oía todo y, incapaz de soportar las peleas, le pidió a su hijo: “Llévame a una residencia, no quiero que discutáis por mí”. Javier asintió en silencio, y al poco tiempo, Carmen acabó en el asilo.

María tenía su propia pena. Su hijo, Antonio, era de buen corazón, pero su vida se había desmoronado. Estuvo en prisión, pero antes de Nochevieja quedaría libre. María lo esperaba como quien aguarda un milagro. Contaba que todo había sido culpa de su esposa, Raquel. Ella trabajaba en una tienda de alimentación y llevaba a casa jamón, queso y, después, botellas de vino. Al principio bebían “por diversión”, pero pronto se convirtió en su vida. Despidieron a Raquel, y ella y Antonio empezaron a robar. Primero vaciaron la casa de María, luego llegaron a los vecinos. Cuando a la anciana se le paralizaron las piernas, no pudo soportar más y pidió ir a la residencia para no ver cómo su hijo caía en el abismo.

Antonio fue a la cárcel, pero en sus cartas juró a su madre que cambiaría, que empezaría de nuevo. Nunca mencionaba a Raquel—María ni siquiera sabía si seguía viva. Cada mañana rezaba para que su hijo cumpliera su promesa y volviera a ella.

El día se fue apagando, y nadie apareció en la puerta. Las ancianas murmuraban: “¿Habrá pasado algo? ¿No es posible que se hayan olvidado?”. La esperanza se desvanecía como la nieve bajo los débiles rayos del sol invernal.

Cuando anunciaron la hora de acostarse, la enfermera de turno entró en la habitación de Carmen y María:
“Doña María, ¿su Antonio tiene un tatuaje de un ancla en el brazo?”.
“¡Sí!”, exclamó María, levantándose de la cama a pesar del dolor en sus piernas.
“Está vivo, no se preocupe. Duerme en la caseta del guarda, junto a la caldera. Lleva la ropa rota y la barba larga. Quería verla, pero le daba vergüenza presentarse así”.
“Elena, cariño, toma este dinero, dale de comer, cómprale ropa”, lloró María, extendiendo unos billetes arrugados.
“No hace falta”, sonrió la enfermera. “Está saciado, abrigado y limpio. Duerme profundamente. Espérelo mañana”.

María, secándose las lágrimas, le dio las gracias, pero la enfermera solo hizo un gesto con la mano y se fue. Carmen yacía en la cama, mirando al techo. Javier no había venido. La promesa de su hijo había sido solo palabras vacías. El corazón le pesaba de tristeza, pero calló, sin querer empañar la alegría de su amiga, cuyo alivio era el único rayo de luz en su fría habitación.

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