La historia continúa

La continuación de la historia

Hemos decidido que sería mejor si vivieras aparte dijo al fin Daniel, casi en un susurro, como si temiera sus propias palabras.

¿Aparte? Ana lo miró desconcertada. ¿Qué quieres decir, hijo mío? ¿Adónde?

Silvia ya estaba detrás de él, con los brazos cruzados y el rostro frío.

No se preocupe, mamá, ya lo tenemos todo arreglado. Hay una residencia para mayores muy bonita. Limpieza, médico, compañía, tres comidas al día, todo lo necesario. Allí estará mucho mejor que aquí.

Ana guardó silencio. Algo se le cerró en el pecho.

“Residencia bonita”, “estarás mejor” pero lo único que escuchó fue:

“Ya no te necesitamos.”

No lloró. No suplicó. Solo asintió.

Si así es más fácil para todos murmuró.

Una semana después, una pequeña maleta marrón esperaba junto a la puerta. Daniel la bajó por las escaleras, evitando la mirada de su madre.

Perdóname, mamá, esto será lo mejor para todos, ya verás balbuceó.

Sí, hijo susurró Ana. Más fácil. Para ti, seguro.

Fuera, una fina lluvia fría caía cuando el taxi se detuvo frente a un edificio gris de dos pisos en las afueras de la ciudad. El cartel decía: *Residencia “Atardecer Dorado”*.

Dentro, el olor a cloro y gachas cocidas se mezclaban en el aire.

Una enfermera de mediana edad, con expresión aburrida, le hizo una señal.

Habitación ocho. Aquí hace calor y hay televisión dijo antes de marcharse.

La habitación era pequeña, con una sola ventana que daba a un nogal retorcido. La manta era áspera, los colores, desteñidos. Ana pasó la mano por ella.

“Esto es todo”, pensó.

Los primeros días apenas habló con nadie. Comió, durmió, escuchó los ruidos que llegaban de otras habitaciones. A veces alguien lloraba, a veces alguien gritaba enfadado. El tiempo se diluía. Las mañanas y las tardes parecían iguales.

Sentía que la vida había terminado.

Hasta que un día apareció un rostro nuevo en el pasillo. Una mujer joven, sonriente, con un pañuelo y una cesta de magdalenas caseras.

¡Buenos días! dijo alegremente. Soy Marta, voluntaria. Vine a charlar y a leer un poco. Usted es Ana Pardo, ¿verdad?

Sí, soy yo.

Un vecino me habló de usted. Dijo que fue maestra.

Ana asintió, sorprendida.

Daba clases de literatura en primaria.

¡Qué maravilla! sonrió Marta. En el hogar infantil estamos buscando a alguien que ayude a los niños con la lectura. Son niños con dificultades, están atrasados, pero tienen muchas ganas. ¿Le gustaría acompañarme?

Ana no respondió de inmediato. Su corazón latió con fuerza.

¿Ir con los niños? ¿Enseñar? preguntó, como si no se atreviera a creerlo.

Sí. Si tiene ganas y fuerzas, la llevaré en coche.

Una semana después, viajaban juntas en un viejo autobús. Por la ventana, los suburbios de Madrid pasaban rápidos: casas, mercados, gente. Ana apretó la mano contra el cristal y suspiró.

El hogar infantil era un mundo ruidoso y lleno de color. Niños y niñas corrían por los pasillos, y la risa llenaba el aire. Pero cuando Ana comenzó a leerles el primer capítulo de *”Platero y yo”*, hubo silencio.

Su voz temblaba, pero cada palabra desprendía calidez. Los niños la escuchaban como si fuera magia.

¿Lo ve? ¡Cómo la escuchan! dijo Marta después, sonriendo. Hacía tiempo que nadie les hablaba así.

Desde entonces, Ana iba cada semana. Les ayudaba a leer, practicaban escritura, les contaba historias de la vida, de humanidad. Y cada vez que volvía a la residencia, su corazón pesaba un poco menos.

Pasó el tiempo. Una tarde, la directora del hogar la llamó.

Doña Ana, tengo una propuesta. Una de nuestras cuidadoras se ha jubilado. Los niños la adoran. ¿Querría quedarse con nosotros a media jornada? Tendría también una habitación.

Ana se quedó callada.

¿Yo? Pero si tengo setenta y ocho años

¡Por eso mismo! Este lugar necesita corazones como el suyo. No papeles, sino humanidad.

Cuando se mudó al hogar infantil, sintió que empezaba una nueva vida. Los niños la rodearon, gritando:

¡Doña Ana ha vuelto!

Ella rio, los abrazó, y por primera vez en años, se sintió verdaderamente feliz.

En casa, en el piso de siempre, Daniel hojeaba su teléfono una noche. Encontró un artículo: *”Una maestra mayor que encontró un nuevo hogar entre los niños.”*

En la foto estaba su madre.

Sentada entre los niños, con un pequeño agarrando su mano, sonriendo.

El pie de foto decía:

*”Ella es la persona más importante para quienes no tienen a nadie.”*

Daniel miró la foto durante mucho tiempo. Silvia preguntó:

¿Qué pasa?

Él solo dijo:

Perdóname, mamá.

Ana nunca supo que su hijo pronunció esas palabras.

Ella siguió viviendo, en silencio, en paz, pero llena de amor.

Y cuando un día los niños le entregaron un dibujo, con un gran corazón rojo y las palabras:

*”¡Tú eres nuestro corazón, Doña Ana!”* supo que Dios le había quitado su hogar para darle una nueva familia.

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