La Historia Continúa

Hemos decidido que será mejor si vives separada dijo finalmente Javier, casi en un susurro, como si temiera sus propias palabras.

¿Separada? Ana lo miró desconcertada. ¿Qué quieres decir, hijo mío? ¿Adónde?

Silvia ya estaba detrás de él, con los brazos cruzados, el rostro frío.

No se preocupe, mamá. Ya lo hemos arreglado todo. Hay una residencia de ancianos muy bonita. Limpieza, médico, compañía, tres comidas al día todo lo que necesita. Allí estará mucho mejor que aquí.

Ana guardó silencio. Algo se le encogió lentamente en el pecho.

“Residencia bonita”, “estará mejor” pero lo único que escuchó fue:

“Ya no te necesitamos.”

No lloró. No suplicó. Solo asintió.

Si así es más fácil para todos musitó en voz baja.

Una semana después, una pequeña maleta marrón esperaba junto a la puerta. Javier ayudó a bajarla por las escaleras, evitando la mirada de su madre.

Perdóname, mamá. Esto será lo mejor, ya verás murmuró.

Sí, hijo susurró Ana. Más fácil. Para ti, seguro.

Afuera, una llovizna fría caía cuando el taxi se detuvo frente a un edificio gris de dos plantas en las afueras de Madrid. El letrero decía: “Hogar Dorado del Atardecer.”

Dentro, el olor a cloro y a gachas se mezclaba en el aire.

Una enfermera de mediana edad, con expresión aburrida, le hizo una señal.

Habitación veintiuno. Aquí hace calor y hay televisión. Y ya se alejaba.

La habitación era pequeña, con una única ventana que daba a un nogal retorcido. Las mantas ásperas, los colores desvaídos. Ana pasó la mano sobre ellas.

“Esto es todo”, pensó.

Los primeros días apenas habló con nadie. Comía, dormía, escuchaba los ruidos que llegaban de otras habitaciones. A veces alguien lloraba, a veces gritaba enfadado. El tiempo se desdibujaba. Las mañanas y las tardes parecían iguales.

Sentía que la vida había terminado.

Hasta que un día apareció un rostro nuevo en el pasillo. Una mujer joven, sonriente, con un pañuelo y una cesta de magdalenas caseras.

¡Buenos días! dijo alegre. Soy Marta, voluntaria. Vine a charlar un rato y leerle algo. Usted es Ana López, ¿verdad?

Sí, soy yo.

La vecina me habló de usted. Dijo que fue maestra.

Ana asintió, sorprendida.

Enseñé literatura en primaria.

¡Qué maravilla! sonrió Marta. En el orfanato estamos buscando a alguien que ayude a los niños con la lectura. Son chicos con dificultades, pero muy entusiasmados. ¿Querría acompañarme?

Ana se quedó callada. Su corazón latió con fuerza.

¿Ir con niños? ¿Enseñar? preguntó, como si no se atreviera a creerlo.

Sí. Si le apetece y tiene fuerzas, la llevo en coche.

Una semana después, iban juntas en un viejo autobús. Por la ventana, los barrios periféricos de Madrid desfilaban: casas, mercados, gente. Ana apretó la mano contra el cristal y suspiró.

El orfanato era un mundo bullicioso y lleno de color. Niños corrían por los pasillos, las risas llenaban el aire. Pero cuando Ana comenzó a leerles el primer capítulo de “Platero y yo”, cayó el silencio.

Su voz temblaba, pero cada palabra irradiaba calidez. Los niños la escuchaban como si fuera magia.

¿Ve cómo la escuchan? dijo Marta después, sonriendo. Hacía tiempo que nadie les hablaba así.

Desde entonces, Ana fue cada semana. Les ayudaba a leer, practicaban escritura, les contaba historias de la vida, de otros tiempos, de humanidad. Y cada vez que regresaba a la residencia, su corazón se sentía un poco más ligero.

Pasó el tiempo. Una tarde, la directora del orfanato la llamó.

Señora López, tengo una propuesta. Una de las cuidadoras se jubiló. Los niños la adoran. ¿Quisiera quedarse con nosotros a media jornada? Tendría también una habitación.

Ana se quedó en silencio.

¿Yo? Pero si tengo setenta y ocho años

¡Por eso mismo! Se necesitan corazones como el suyo. No papeles, sino humanidad.

Cuando se mudó al orfanato, sintió que empezaba una nueva vida. Los niños corrieron a su alrededor, gritando:

¡Señora Ana, ha vuelto!

Ella rio, los abrazó y, por primera vez en años, se sintió verdaderamente feliz.

En casa, en el piso de siempre, Javier hojeaba su teléfono una noche. Encontró un artículo: “Una maestra mayor que encontró un nuevo hogar entre los niños.”

En la foto estaba su madre.

Sentada entre los niños, con la mano de un pequeño en la suya, sonreía.

El pie de foto decía:

“Es la persona más importante para aquellos que no tienen a nadie.”

Javier miró la foto durante mucho tiempo. Silvia preguntó:

¿Qué pasa?

Él solo dijo:

Perdóname, mamá.

Ana nunca supo que su hijo pronunció esas palabras.

Ella solo siguió viviendo, en silencio, en paz, pero llena de amor.

Y cuando un día los niños le regalaron un dibujo, con un gran corazón rojo y las palabras:

“¡Eres nuestro corazón, señora Ana!” supo que Dios le había quitado su hogar para darle una nueva familia.

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