La historia continúa

Al día siguiente, Daniel volvió a su oficina con el ánimo revuelto. En su cabeza aún resonaban los gritos del mercado, la mirada de aquella mujer que parecía haber traspasado su alma. Intentó apartar esos pensamientos: *”No entienden nada. La vida es lucha. Los débiles caen, los fuertes se levantan.”*

Pero la culpa le arañaba por dentro. Esos ojos Le resultaban familiares. ¿De dónde?

A la mañana siguiente, su socio, el señor Mendoza, entró en la oficina con el rostro tenso.

Daniel, tenemos un problema. Lo del mercado se ha vuelto viral. Hay un video por todas partes. Miles de personas te están crucificando en redes. Si no hacemos algo, la reputación de tu empresa quedará hecha trizas.

¿Qué dices? replicó Daniel, pero al ver su propio rostro en el móvil, pateando a aquella mujer frágil, se quedó pálido. El título del video era despiadado: *”El millonario que humilló a una madre hambrienta.”*

Mi consejo continuó Mendoza es que la encuentres. Dale dinero, ofrécele un techo, pero con cámaras delante. Que parezca caridad. Es tu única salida.

Daniel asintió con los dientes apretados. Detestaba justificarse, pero su imagen lo valía todo.

Por la tarde, regresó al mercado. Y allí estaba ella, sentada en el mismo sitio, con el mismo abrigo raído y la misma tristeza en la mirada. Al verlo, no se inmutó. Solo lo observó.

Señora empezó él con falsa cortesía, quiero compensar lo de ayer. Le daré dinero, un hogar, comida

La mujer lo miró fijamente, como buscando en sus recuerdos. Luego susurró:

¿Danielito?

El corazón de Daniel dio un vuelco. Ese nombre, dicho con esa dulzura Solo una persona lo había llamado así. Su madre.

¿Qué ha dicho? preguntó con voz temblorosa.

La mujer juntó sus manos ajadas.

Danielito hijo mío ¿eres tú?

Él retrocedió.

Es imposible. Mi madre murió hace veinte años.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

No, hijo. Estoy viva. Tu padre me arrancó de ti cuando tenías seis años. Te busqué durante años. Escribí cartas, pero nunca respondiste. Me quedé sin fuerzas solo me aferré a la esperanza.

Un nudo le apretó el pecho a Daniel. Imágenes olvidadas brotaron de pronto: el olor a jabón barato, una mano acariciándole el pelo, retazos de una canción de cuna. No quería creerlo.

Esto es un teatro. Solo quieres dinero gruñó, pero su voz ya no sonaba convincente.

La mujer sacó lentamente una foto arrugada de su bolsillo. Un niño pequeño sonreía en ella, de unos seis años, con un coche de juguete el mismo con el que Daniel solía jugar. A su lado, la mujer, joven y radiante.

Toda resistencia se derrumbó. Las rodillas le flaquearon.

Dios mío susurró. Madre y yo te pateé

Las lágrimas le cayeron a raudales. El hombre de negocios frío y calculador, que había construido un imperio, ahora se arrodillaba en la calle ante una mujer harapienta.

Perdóname balbuceó. No sabía no te reconocí

Carmen así se llamaba alargó la mano y acarició su rostro. Sus dedos estaban débiles, pero su tacto estaba lleno de amor.

No pidas perdón, Danielito. Siempre supe que volverías. Mi amor nunca se fue.

La gente se agolpó alrededor, en silencio. Todos vieron cómo el millonario se desmoronaba y abrazaba a la madre que creyó muerta.

Días después, los periódicos titulaban: *”El millonario que encontró a su madre sin hogar.”* Pero a Daniel ya no le importaba. La llevó a casa, llamó a médicos, le preparó una habitación cálida. Pero lo más importante: hablaron. Horas y horas. Carmen le contó los años de soledad, la lucha, el dolor, la esperanza de volver a verlo.

Y Daniel escuchó, sintiendo cómo algo se sanaba dentro de él. Ese vacío que ni el dinero ni el éxito habían llenado, por fin se calmaba.

Una noche, en la terraza, él le apretó la mano.

Mamá, pasé años creyendo que la fortuna daba sentido a mi vida. Pero ahora ahora sé que no buscaba riquezas. Te buscaba a ti.

Ella sonrió, con los ojos brillantes.

La familia lo es todo, hijo. Nunca lo olvides.

Y entonces Daniel lo entendió: todo el oro del mundo no valía una sola palabra *madre.*

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