La hija del marido de su primer matrimonio
Las vacaciones de Navidad tocaban a su fin. Después de tanta comida navideña —ensaladilla, polvorones y embutidos—, a Natalia le apetecía algo sencillo para desayunar, así que preparó unas gachas de avena. Era hora de volver a la normalidad.
Los tres desayunaban cuando sonó el móvil de su marido. Él salió de la cocina. Natalia, sin querer, escuchaba sus respuestas, intentando adivinar quién llamaba y por qué.
Cuando Adrián regregó, Natalia notó que no parecía disgustado, sino más bien preocupado.
—Mmm… —empezó él—. Era mamá. Quiere que vaya, dice que tiene la tensión alta.
—Claro, ve —asintió Natalia.
Mientras su marido se vestía, recordó sus palabras al teléfono: «¿Ahora mismo? ¿No será mejor esperar? Bueno, vale…». Cuando su suegra llamaba exigiendo su presencia, Adrián solía salir disparado sin rechistar. «Me estoy rayando otra vez», se dijo Natalia para calmarse.
—Vuelvo pronto —gritó Adrián desde el recibidor antes de que la puerta se cerrara de golpe.
—Come, vamos —apremió Natalia a su hijo, que jugueteaba con la cuchara, esparciendo las gachas por el plato.
—¿Podemos ir a la colina? Lo prometiste —dijo Pablo, examinando la cuchara antes de llevársela a la boca.
—Cuando papá vuelva, iremos. ¿Vale? —sonrió—. Pero con una condición: termínate las gachas.
—Vale —respondió el niño sin entusiasmo.
—Si en cinco minutos el plato no está limpio, no iremos a ningún lado —dijo Natalia con firmeza antes de levantarse para fregar los platos.
Mientras planchaba y Pablo jugaba con sus coches en el suelo, Natalia oyó el sonido de la cerradura. «Por fin —pensó, dejando la plancha en su soporte—. ¿Por qué tarda tanto en quitarse el abrigo?». Fue a recibirlo y, al llegar a la entrada, se encontró con una niña de unos diez años que la miraba con curiosidad. Detrás de ella estaba Adrián, con cara de culpable. Puso las manos en los hombros de la niña y levantó la barbilla con gesto desafiante.
—Esta es mi hija Lucía —dijo, bajando la mirada—. Mamá me pidió que la trajera hasta mañana.
—Ya. ¿Y su madre? ¿Se ha ido al sur con su último novio? —soltó Natalia con sorna.
Adrián encogió los hombros, pero no tuvo tiempo de contestar porque Natalia volvió a la tabla de planchar.
—Pasa —oyó decir a Adrián, y por el rabillo del ojo vio cómo la niña se acercaba a Pablo, que seguía jugando en el suelo.
—¿Quedan gachas? —preguntó Adrián.
—Yo no quiero gachas —intervino Lucía—. Quiero macarrones con salchichas.
Adrián miró a Lucía, desconcertado, y luego a su mujer. Natalia se encogió de hombros y señaló la cocina con un gesto, como diciendo: «Ve y cocínalos tú, que estoy ocupada».
Al rato, Adrián la llamó desde la cocina:
—¿Tenemos macarrones? No los encuentro.
—Sí, ahí están las sobras. Acabo de planchar y voy al supermercado —respondió con reproche.
—No me mires así. Yo tampoco sabía que…
—¿En serio? ¿Tu madre no te dijo por qué te llamaba? —Al ver que Adrián bajaba la mirada, supo que había acertado—. ¿No podías habérmelo preguntado? ¿O avisarme? También deberías haber preparado a Pablo. Ahora van a competir por ti.
Como confirmando sus palabras, un grito de Pablo resonó desde la habitación. Natalia corrió hacia allí, seguida por Adrián.
—Vaya. Pues ahora arréglalo —dijo, abriendo los brazos.
Pablo se acercó a su madre y se abrazó a ella. Lucía miraba al suelo, enfurruñada.
—¿Qué ha pasado? —Adrián se acercó a su hija.
A Natalia le molestó que fuera hacia Lucía y no hacia Pablo.
—Ella me qu-quitó el co-o-che —lloriqueó el niño.
El silbido de los macarrones hirviendo en la cocina hizo que Adrián saliera disparado. «Y no puedo decirle nada. Es una invitada. La pobrecita, como dice mi suegra. ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo?».
—¿Quieres ver dibujos? —preguntó Natalia, haciendo un esfuerzo por sonar amable.
Lucía asintió, y Natalia, aliviada, encendió la tele. Los dos niños se sentaron en el sofá.
—¿Otra vez tu madre con sus maquinaciones? ¿Quiere destruir nuestra familia? No deja de insistir en que vuelvas con tu ex. Ya me contaron cómo gritó cuando nació Pablo, diciendo que Lucía era su única nieta. ¿Quiere poner a prueba cómo trato a tu hija? —susurró Natalia al volver a la cocina.
—Está enferma de verdad —se defendió Adrián.
—¿Y qué impedía que una niña tan mayor la ayudara? Podría haberle traído agua o llamado a una ambulancia. A su edad yo ya hacía tortillas —replicó Natalia.
—¡Basta! —la cortó él, dejando la cuchara con estrépito—. ¡Lucía, ven a comer los macarrones! —gritó hacia la habitación.
—Papi, tráemelos aquí —respondió ella con tranquilidad.
Natalia la imitó con voz burlona y rodó los ojos. «Venga, corre a servirla». Salió de la cocina sin mirar a Lucía y guardó la tabla de planchar, dejando que Adrián se ocupara solo de su hija.
Finalmente, él logró llevarla a la cocina. Natalia contuvo a duras penas las ganas de soltar una ironía. Se sentó junto a Pablo frente al televisor, pero no veía nada. El niño se acurrucó contra ella, buscando su mirada. «No pasa nada, hay que aguantar —se repitió—. Pablo lo entiende. Ve que la niña no me cae bien. Pero no puedo hacerle esto». Le sonrió forzadamente.
La irritación le hervía por dentro. No podía evitar sentirse herida, incómoda, resentida. Desde la cocina llegaban las voces de Adrián y Lucía, mientras ella y Pablo estaban solos, olvidados. «Tengo que tener cuidado. Lucía se lo contará todo a su abuela, y ella volverá a meterle ideas en la cabeza a Adrián: que se equivocó al divorciarse, que yo destruí su familia…».
—Mamá, ¿cuándo vamos a la colina? —preguntó Pablo, interrumpiendo sus pensamientos.
—Ahora no lo sé. Ya ves, tenemos visita —respondió, acariciándole el pelo.
Se oyeron pasos, y Lucía apareció mascando. Desde la cocina llegó el ruido del grifo. «¿Adrián está lavando el plato de su hija? Nunca lo ha hecho por mí ni por Pablo. Vaya. Así que sí sabe que ha metido la pata», pensó Natalia con sarcasmo.
—¿Vamos a la colina? —preguntó Adrián alegremente al entrar.
—Sí. Pero solo tenemos un trineo —respondió ella sin apartar la vista de la tele.
—No pasa nada. Podemos turnarnos con el trineo y el saco, ¿verdad, hijo? ¿Nos vestimos? —La última frase iba claramente dirigida a Lucía.
—Pablo, al baño y a vestirse —susurró Natalia, levantándose. Sacó su