La hija rechazada de la casa de campo

**19 de octubre de 2023**

Hoy casi pierdo mi hogar.

Isabel Fernández estiró el brazo con cuidado hacia las manzanas maduras en la rama. La espalda le dolía, como siempre, pero no le importó—las manzanas este año eran generosas, gruesas, perfumadas, perfectas para la mermelada que tanto le gusta a su yerno, Javier. Y su nieta Lucía estaría encantada con la tarta de manzana cuando viniera el fin de semana.

—Mamá, ¿otra vez subida a esa escalera? —La voz de su hija la sobresaltó—. ¡Te lo he dicho mil veces! Llámame a mí o a Javier y lo hacemos nosotros.

Carmen, su hija, estaba en el sendero, las manos en las caderas. Con su blusa blanca impecable y el pelo perfectamente peinado, parecía fuera de lugar entre los manzanos y los canteros de albahaca.

—No es para tanto, Carmencita— sonrió Isabel bajando de la escalera—. No quiero molestaros, ya tenéis bastante trabajo.

—Exacto— asintió Carmen, quitándole el cesto de manzanas—. Javier lleva tres días con papeleos, yo no paro de llamar a clientes, y tú aquí, escalando como si tuvieras veinte años. ¿Y si te caes? No tengo tiempo para ir de hospital en hospital, mamá.

Isabel calló. Los hijos crecen, tienen sus vidas, sus negocios. Carmen y Javier regentaban una tienda de materiales de construcción, siempre ocupados, siempre con prisas.

—Mamá, tenemos que hablar— Carmen dejó el cesto en el porche y volvió—. Siéntate.

El corazón de Isabel se encogió. Conocía ese tono.

Se sentaron en el banco viejo bajo el cerezo. Había sido verde una vez, pero la pintura se había desprendido. Ahora ya no habría tiempo para repintarlo.

—Mamá, ¿recuerdas cuando hablamos de ampliar el negocio?— Carmen miraba más allá de los árboles.

—Sí, claro— asintió Isabel—. Queríais abrir otra tienda al otro lado de la ciudad.

—Pues ya está todo listo. El préstamo está aprobado, el local encontrado. Solo falta el dinero para la reforma y el primer pedido.

Isabel se tensó. Tenía sus ahorros, poco, pero se los daría sin dudar.

—Carmen, si necesitáis dinero…

—No es eso— la interrumpió—. Hemos decidido vender la casa de campo.

—¿Qué?— Isabel no daba crédito—. ¿Qué casa?

—Esta, mamá— Carmen señaló alrededor—. Don Agustín, el vecino, siempre ha querido más terreno. Nos ofrece un buen precio. Y necesitamos ese dinero.

A Isabel le dio vueltas la cabeza. ¿Vender la casa? Pero si era su refugio. Donde su marido, Antonio, había construido cada rincón con sus propias manos. Donde Carmen había crecido, entre huertos y risas. Treinta veranos allí, y después de la muerte de Antonio, se había quedado a vivir desde primavera hasta el otoño.

—¿Y yo?— susurró—. ¿Adónde voy?

—Mamá, a tu edad ya es difícil vivir sola aquí— Carmen le puso una mano en el hombro—. La casa necesita arreglos, el jardín está descuidado. No podemos estar siempre viniendo a arreglar cosas. Tienes tu piso en la ciudad, cómodo, cerca del médico.

—Pero no quiero estar en el piso— la voz de Isabel tembló—. Aquí están mis flores, mis vecinos…

—No es negociable— dijo Carmen con firmeza—. Don Agustín ya ha dado un adelanto. Tienes dos semanas para recoger tus cosas.

—¿Dos semanas?

—Es lo mejor. Y mamá… la casa está a mi nombre y al de Javier, ¿lo recuerdas? Tú y papá la pusisteis a nuestro nombre hace diez años.

Isabel lo recordaba. Antonio había insistido: “Mejor ahora, mientras estamos vivos”. Nunca imaginó que su propia hija la echaría de la casa que levantaron juntos.

Esa noche no pudo dormir. Pensaba en los manzanos que plantaron cuando Carmen tenía cinco años, en la glorieta donde tomaba el té con sus amigas.

Por la mañana, apareció Javier con cajas y bolsas.

—Isabel, déjeme ayudarle a empacar— evitó su mirada—. ¿Qué lleva a la ciudad?

—¿Y el resto?— preguntó ella.

—Lo que no sirva… se tira. Carmen dijo que podéis comprar muebles nuevos.

Isabel calló. Con su pensión apenas le alcanzaba para las medicinas.

—Javier— lo miró fijo—, ¿seguro que no hay otra solución?

Él apartó los ojos.

—Lo hemos pensado bien. A su edad es mejor estar cerca de hospitales.

Una semana pasó como un sueño. Su vecina, Doña Pilar, se enteró y sacudió la cabeza:

—¿Y ahora qué harás?

—No lo sé— susurró Isabel—. Ellos deciden.

—¡No firmes nada!

—La casa ya no es mía.

Al anochecer, Carmen llegó con Lucía. La niña corrió al columpio que su abuelo le había hecho, pero Carmen la detuvo:

—¡No, que te manchas la blusa! Mejor ve a ver dibujos.

Isabel, con el corazón apretado, le recordó a su hija cómo ella y Antonio ahorraron para su primer coche. Carmen se ruborizó, pero repitió:

—Esto es distinto, mamá. Es el negocio.

Finalmente, Isabel habló con Don Agustín.

—¿Sabes que me echan de mi casa?— le preguntó sin rodeos.

El vecino, hombre serio, frunció el ceño.

—No sabía eso. Pensé que era una decisión familiar.

Le explicó la situación, y él meditó un momento.

—Déjame hablar con Javier.

No supo qué acordaron, pero al día siguiente, Carmen le propuso algo nuevo: venderían solo la mitad del terreno. Don Agustín compraría la parte trasera, pero la casa y el huerto quedarían para ella.

—¿De verdad?— Isabel no lo creía.

—Sí— asintió Carmen—. Aunque ganemos menos.

Isabel abrazó a su hija, aliviada.

Ahora, al atardecer, bebe té en el porche con mermelada recién hecha. Doña Pilar llama:

—¿Ves? Al final, todo se arregló.

—Sí— sonríe Isabel—. Gracias a un vecino.

No guarda rencor, pero algo ha cambiado. Seguirá haciendo mermelada para Javier, pero ya no será lo mismo.

**Reflexión del día:** A veces, la familia no es solo la que llevas en la sangre, sino la que te tiende la mano cuando más lo necesitas. Un extraño puede ser más hogar que los tuyos.

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