La hija echó a su madre de la casa de campo
Gloria Martín extendió con cuidado el brazo hacia las manzanas maduras que colgaban de la rama. Su espalda respondió con el dolor habitual, pero hizo caso omiso: este año la cosecha de manzanas era tan abundante que hubiera sido pecado no recogerlas. Las reinetas estaban espléndidas: grandes, fragantes, con un toque ácido. Perfectas para la mermelada que tanto le gustaba a su yerno Daniel. Y su nieta Lucía estaría encantada con la tarta de manzana para la merienda cuando viniera el fin de semana.
—Mamá, ¿otra vez subida en la escalera? —La voz de su hija, Carolina, la sobresaltó—. ¡Cuántas veces te lo he dicho! Llámanos a Daniel o a mí y lo hacemos nosotros.
Carolina, su hija, estaba plantada en el sendero con las manos en las caderas. Con su blusa blanca y el pelo perfectamente peinado, parecía fuera de lugar entre los manzanos y los bancales de perejil.
—No es nada, cariño, lo hago con cuidado —respondió Gloria con una sonrisa culpable mientras bajaba de la escalera—. No quiero molestaros, ya tenéis bastante trabajo.
—Eso es precisamente lo que digo —asintió Carolina, quitándole la cesta de manzanas—. Daniel lleva tres días preparando papeles, yo no paro con los clientes por teléfono, y tú aquí conquistando alturas. ¿Y si te caes? No tengo tiempo para llevarte de hospital en hospital, mamá.
Gloria calló. ¿Qué podía decir? Los hijos crecen, tienen su vida, su trabajo. Carolina y su marido tenían un pequeño negocio de materiales de construcción. Siempre al teléfono, en reuniones. No tienen tiempo para la madre.
—Mamá, tenemos que hablar en serio —Carolina dejó la cesta en el porche y volvió al jardín—. Vamos, siéntate un momento.
El corazón de Gloria dio un vuelco. Conocía ese tono demasiado bien: era la voz que usaba Carolina cuando había tomado una decisión importante, pero incómoda.
Se sentaron en el viejo banco verde bajo el cerezo. Gloria misma lo había pintado años atrás. La pintura se estaba descascarillando y necesitaba una mano nueva, pero nunca encontraba el momento. Ahora, al parecer, ya no lo encontraría.
—Mamá, ¿recuerdas que hablamos de ampliar el negocio? —empezó Carolina, mirando más allá de los manzanos.
—Claro que lo recuerdo —asintió Gloria—. Queríais abrir otra tienda al otro lado de la ciudad.
—Exacto. Y todo está encarrilado. El banco aprobó el crédito, encontramos local. Pero necesitamos más capital para la reforma y el primer pedido.
Gloria se tensó. Tenía unos ahorros modestos, guardados “por si acaso”, pero los habría entregado a su hija sin dudarlo si se los hubiera pedido.
—Cariño, si necesitas dinero…
—No, mamá, no es eso —la interrumpió Carolina—. Hemos decidido vender la casa de campo.
—¿Qué? —Gloria no daba crédito a sus oídos—. ¿Qué casa de campo?
—Esta —Carolina señaló con un gesto toda la parcela—. El vecino, Don Antonio, lleva tiempo queriendo expandir su terreno y nos ha ofrecido un buen precio. Necesitamos el dinero urgentemente.
A Gloria le dio un vuelco la cabeza. ¿Vender la casa? ¿Cómo podía ser? Era su refugio. Su marido, Manuel, la había construido con sus propias manos, plantado cada árbol. Aquí Carolina había crecido, aprendido a trabajar la tierra. Treinta años pasando los veranos aquí, y después de que Manuel muriera, ella se había mudado definitivamente, de primavera a otoño.
—Pero… ¿y yo? —preguntó en un susurro—. ¿Adónde iré?
—Mamá, a tu edad ya es difícil vivir sola en el campo —Carolina le puso una mano en el hombro—. No puedes con la casa ni con el terreno. El jardín está descuidado, el tejado gotea. Daniel y yo no podemos estar siempre aquí arreglando cosas. Tienes tu piso en la ciudad, limpio y cálido. No pienses que te estamos echando a la calle.
—Pero no quiero volver al piso —Gloria sintió un nudo en la garganta—. Hija mía, aquí es donde vivo. Están mis flores, mis plantas, los vecinos con los que hablo todos los días. ¿Cómo puede ser?
—Mamá, no es negociable —la voz de Carolina se endureció—. La decisión está tomada. Don Antonio paga bien y ya hemos cerrado el trato. Los papeles se están preparando. Tienes dos semanas para recoger tus cosas. Lo que quieras te lo llevas al piso, el resto… bueno, ya veremos.
—¿Dos semanas? —Gloria no podía creerlo—. ¿Tan pronto?
—Mejor rápido que alargarlo —cortó Carolina—. Y otra cosa, mamá… la casa está a nombre mío y de Daniel, ¿lo recuerdas? Tú y papá la pusisteis a nuestro nombre hace diez años para evitar problemas con la herencia.
Gloria lo recordaba. ¿Cómo no iba a hacerlo? Manuel había insistido: “Mejor hacerlo ahora, mientras estamos vivos. Luego son todos líos”. Y ella había aceptado. ¿Cómo iba a imaginar que su propia hija la echaría de la casa que levantaron con sus manos?
—Mamá, no me mires así —Carolina se levantó—. No lo hacemos por capricho. El negocio o crece o se hunde. No hay otra opción. Y esta casa… solo es un pedazo de tierra que nos quita dinero y energía. Tú misma dices que te duele la espalda de tanto cavar.
—Lo decía con cariño —susurró Gloria.
Por la noche no podía dormir. Estaba tumbada en la cama de su pequeño dormitorio, mirando el techo que Manuel había revestido de madera, pensando en todo lo que tendría que dejar. Los manzanos que plantaron cuando Carolina tenía cinco años. Los fresales de los que los niños del vecindario robaban frutas y ella hacía como que no los veía. La glorieta donde tomaba el té con sus amigas en las tardes de verano.
Por la mañana llegó Daniel, su yerno. Trajo cajas y bolsas de basura.
—Gloria, déjeme ayudarle a recoger sus cosas —propuso, evitando su mirada—. ¿Qué nos llevamos a la ciudad?
—¿Y el resto? —preguntó ella—. ¿Para quién es? ¿Para Don Antonio? No querrá mis cosas. Derribará la casa para ampliar su terreno.
—Bueno, algunas habrá que tirar —vaciló Daniel—. Los muebles están viejos, los electrodomésticos… Carolina dijo que podríamos comprar cosas nuevas para el piso.
“¿Con qué dinero?”, quiso preguntar Gloria, pero calló. Su pensión apenas le alcanzaba para medicinas y comida. Precisamente por eso prefería vivir aquí: podía cultivar sus verduras, ayudar a los vecinos a cambio de alimentos.
—Daniel —lo miró fijamente—, ¿seguro que no hay otra opción? ¿No podríais dejar la casa?
Daniel desvió la mirada.
—Gloria, créame, lo hemos pensado bien. Es lo mejor. A su edad conviene estar cerca de hospitales, de tiendas. Esto es el campo, hasta la parada del autobús hay que andar medio kilómetro. En invierno ni salir puede si nieva.
—Pero yo no vivo aquí en invierno —objetó, pero Daniel ya no la escuchaba, empezaba a vaciar los cajones.
La semana pasó como en un sueño. Gloria recogía sus cosas, pero aún no creía que realmente tendría que irse. Cada mañana salía al jardín, acariciaba los troncos de los manzanos como despidiéndose. La vecina, Doña Carmen,Sin embargo, al día siguiente, mientras empaquetaba sus cosas, Gloria encontró bajo la cama una vieja foto de Manuel y Carolina plantando el primer manzano, y en ese momento supo que, aunque la casa se fuera, sus raíces siempre estarían allí.