La hija de la que nadie debía enterarse
María no sentía culpa por haber nacido. Pero el peso de cómo había llegado al mundo le oprimía los hombros con tal fuerza que a veces deseaba esfumarse. Su existencia no fue un error, sino una pasión. Un instante que su padre intentó ocultar desesperadamente, especialmente de su familia.
Su madre era una estudiante joven e ingenua cuando tuvo un romance breve, casi inocente, con un profesor de la Universidad Complutense. Él estaba casado, ya tenía una hija, Elena. Desde fuera, una familia feliz. Estabilidad. Fotos enmarcadas y postales firmadas. Su madre solo fue un capítulo, pero un capítulo que marcó su destino.
María nunca conoció a su padre de verdad. Solo aquellos encuentros esporádicos en los que aparecía con una bolsa llena de dulces y libros nuevos. Paseaban juntos por el parque del Retiro, donde él mantenía las distancias pero no podía ocultar el cariño en su mirada. Recordaba una vez, solo una, en que se encontraron los tres: él, Elena y ella. Aquel día, le pareció que quizá todo podría ser distinto. Que su padre no tendría que ser un secreto, sino alguien a quien agarrar de la mano sin esconderse.
Pero fue una ilusión. La llamaban «hija de un desliz». Él mismo lo dijo alguna vez, no a ella, sino a su madre. Que no podía romper su familia. Que ya tenía a Elena, una esposa y una vida ordenada. Pero abandonarla del todo tampoco podía. Así que ella vivió a la sombra, al margen de su vida, como un borrón en una foto.
Cuando María asistió al funeral de su padre, se quedó al margen. Como una espectadora. Elena lloraba, su madre se mantenía firme. Y María guardó silencio. Por dentro, todo hervía. Miró a Elena, buscando en su rostro los mismos rasgos que veía en el espejo. Tenían el mismo padre, pero Elena lo tuvo entero, mientras que ella solo tuvo sus minutos robados.
Sabía que en el testamento se mencionaba un piso. Aquel, el de la abuela. Donde él mismo había nacido. Se lo dejó a ella. Ni a la madre de Elena, ni a Elena. Solo a María. En ese gesto había un reconocimiento tardío, mudo, pero infinitamente importante.
Durante la lectura del testamento, el aire vibraba. Las miradas le quemaron la piel. María se sentía como en ascuas. Elena la observó como si hubiera ido, no a una notaría, sino a robarle la vida. En sus ojos había inY al salir, bajo la lluvia fina de Madrid, se preguntó si algún día ese “hola” que tanto ansiaba llegaría, o si seguiría siendo para siempre la sombra de una historia que nadie quiso contar.