Hoy Leticia cumple treinta años. La primera vez en ocho que celebramos juntos. Me ajusté el traje gris frente al espejo mientras abajo sonaba su voz.
—¿Mamá, lista? —gritó desde el recibidor—. El taxi ya llegó.
—¡Voy! —respondí, pero seguí observando mi reflejo.
¡Cuánto había cambiado la niña! Antes solo llevaba vaqueros y deportivas; ahora vestidos elegantes con tacones. Trabaja para una multinacional, gana más de lo que yo acumulé en toda mi vida laboral. Y se casa con ese… David, ¿cómo era?
—¡Mamá! —su tono denotaba impaciencia.
Suspiré y bajé. Ahí estaba: vestido beige, pelo impecable, maquillaje sutil. Hermosa. Siempre lo fue, incluso cuando a los dieciséis abandonó los estudios y se fue de casa.
—Te ves bien —dije sin emociones.
Ella sonrió, pero sus ojos se empañaron.
—Gracias. Tú también. Ese traje te sienta genial.
Silencio en el taxi. Leticia miraba por la ventana; yo pensaba en que todo podría haber sido distinto. Si me hubiese hecho caso. Si no se hubiera liado con ese Luis, veinte años mayor. Si no se hubiese largado con él a Barcelona, dejando atrás colegio, universidad, futuro.
—¿Recuerdas lo que te dije entonces? —no pude contenerme—. Que acabaría mal. Que te dejaría apenas se cansara.
Ella giró hacia mí.
—Mamá, hoy no, ¿vale? Es mi cumpleaños.
—No pretendo amargarte la fiesta. Solo constato hechos. Al final tenía razón, ¿no?
—Sí, la tenías. ¿Y? ¿Quieres que me arrastre toda la vida por errores de juventud?
Guardé silencio. ¿Quería eso? No lo sabía. Solo recordaba ocho años sin poder dormir preguntándome dónde vivía mi hija adolescente. Las llamadas a comisarías, hospitales, amigos. La primera carta tardó año y medio: un escueto *”Estoy bien”*.
El restaurante era lujoso. En la mesa ya aguardaban compañeros de trabajo, amigas, David y sus padres. Todos se levantaron corteses al verme entrar.
—Mi madre, Carmen Rodríguez —presentó Leticia.
Asentí al grupo y ocupé mi sitio. Al lado, la madre de David, una mujer fina de unos cincuenta y cinco años con un vestido caro.
—Tiene una hija excepcional —murmuró—. David la adora. Dice que pocas tienen su iniciativa y carácter.
—Su autonomía fue precoz —respondí—. Demasiado.
La mujer notó mi amargura y cambió de tema.
Risas y brindis llenaban la mesa. Leticia contaba anécdotas laborales, recibía felicitaciones. Yo callaba, observando. Ahí estaba, abrazando a David mientras este le susurraba algo que la hacía reír y ruborizarse. Buen chico, doctor, familia decente. La suerte le sonreía. Pero pudo casarse antes y mejor si me hubiese escuchado.
—¿Cuándo la boda? —preguntó una amiga.
—En otoño —contestó Leticia—. Algo íntimo, solo allegados.
—¿Y dónde viviréis?
—David compró un piso nuevo. De tres habitaciones, reformado. ¡Es un sueño!
Recordé involuntariamente aquel piso de protección oficial donde vivían antes de su fuga. Leticia dormía en un sofá-cama en la salita, quejándose de falta de espacio e intimidad. Yo le respondía: *”Termina el instituto, estudia, trabaja. Luego tendrás tu piso”*. Pero ella no quiso esperar.
—¿Y niños? —insistió la amiga.
Leticia intercambió una mirada con David.
—Desde luego. Ansío tenerlos. Seré la mejor madre del mundo.
—Sin duda —asintió su futura suegra—. Tienes mano izquierda y comprensión con la gente. Clave para criar.
Casi atraganto con el vino. ¿*Mano izquierda*? ¿En una niña que a los dieciséis se fue con un casado?
—Mamá, ¿estás bien? —me preguntó, preocupada—. ¿Te traigo agua?
—No, estoy bien —me sequé los ojos con la servilleta.
Siguieron los regalos: joyas de David, un viaje a París de sus colegas, un bolso de marca de las amigas. Yo le di una cadena de oro. Fina, pero bien hecha. La compré semanas atrás, eligiendo a conciencia.
—Gracias, mamá. Es preciosa —se la colocó, mirándose en un espejito—. Me encanta.
—Para que te dure.
Al final, David alzó su copa.
—Amigos, unas palabras para la cumpleañera. Leticia es extraordinaria. Pasó por mucho, cometió errores como todos, pero los subsanó y forjó quien es hoy: fuerte, inteligente, generosa. Me honra que acepte ser mi esposa.
Aplausos. Ella lo besó, sonrojada.
—Y gracias especiales a Carmen —continuó—. Por criar a semejante mujer. Sé que hubo épocas duras, pero salvaguardaron lo esencial: el amor mutuo.
Sentí un nudo en la garganta. ¿*Amor*? ¿Qué amor? Ocho años oyendo voces sobre su paradero. Ocho años de rabia y pena. Al reaparecer ella, volviendo a Sevilla, yo no logré abrazarla y decir *”Bienvenida a casa”*. Solo le lancé reproches.
De vuelta, Leticia me acompañó a casa.
—Gracias por venir —dijo en la entrada—. Significaba mucho.
—Soy tu madre. ¿Adónde iba a ir?
—Mamá… ¿qué tal vernos más? No solo en fechas señaladas. Tomar algo, charlar.
—¿Y de qué vamos a charlar? —pregunté, fatigada.
—No sé… De la vida, el trabajo, planes. Quiero que conozcas a la mujer que soy hoy. No solo recuerdes a la niña idiota.
La miré. Bajo la farola, su rostro parec
Al día siguiente, tras su promesa de intentar ser mejor padre, llamé a mi hija Elena para felicitarla de nuevo y, al escuchar la ilusión en su voz al hablar de los nietos que vendrían, sentí que el rencor por fin empezaba a desvanecerse, enseñándome que el perdón no borra el dolor, pero permite que el amor respire de nuevo.