La hija no querida

**La hija no querida**

Ya me acercaba a casa cuando sonó el teléfono en mi bolso. Lo saqué y respondí a mi hermano.

—Hola, Toñito —le llamé por su apodo infantil sin remordimiento, aunque ya era un adulto más alto que yo.

—¿No se te ha olvidado que mamá cumple años la semana que viene? Y es un aniversario, por cierto —me recordó. Justo a tiempo, porque yo sí lo había olvidado.

—No, claro que no —mentí descaradamente—. ¿Ya le has comprado el regalo?

—Por eso te llamo. Quedamos y lo hablamos.

—Vale. ¿Vienes a mi casa? ¿O mañana en la pausa del almuerzo, en nuestro bar de siempre? —propuse.

—Trato hecho. A las doce te espero allí. Si surge algo, llamamos, ¿vale? Hasta mañana —y Antonio colgó.

Le adoro, a mi hermano pequeño. Es la persona más importante para mí. No mi madre, sino él. Ahora me aterra recordar que una vez quise matarle. Todavía me persigue la culpa, sobre todo cuando le veo. Y la vergüenza. Jamás me lo perdonaría. Pero entonces…

***

Mis futuros padres se conocieron en la universidad, inseparables desde el primer día. No tenían privacidad: mi madre vivía con sus padres, y mi futuro padre, en una residencia de estudiantes. Su única solución para estar juntos fue casarse. Se lo anunciaron a los padres de ella. Suspiros, súplicas para que esperaran, lágrimas… Nada funcionó. Los jóvenes, obstinados, defendían su amor con pasión. Los padres no tuvieron más remedio que ceder.

Mi madre tiene un carácter que, cuando se le mete algo en la cabeza, no hay quien la pare. Convenció a sus padres de celebrar una boda sencilla y usar el dinero ahorrado para alquilar un piso. No podían vivir todos juntos en dos habitaciones. Y así se hizo.

Durante los primeros meses, los recién casados pasaban cada minuto libre en la cama. Llegaban a clase sin dormir, agotados, pero irradiando felicidad. Como todos los enamorados, creían que su amor superaría cualquier obstáculo. No esperaban tormentas en el horizonte. ¡Qué ingenuos fueron!

Lo inevitable ocurrió: mi madre quedó embarazada. Para ambos fue una sorpresa y la primera prueba, que afrontaron con dignidad. Les quedaba año y medio de carrera. Podrían con todo.

Ella se volvió caprichosa. Sufría un terrible malestar, siempre tenía sueño, los olores de la comida la repugnaban. Mi padre empezó a pasar las tardes en la residencia con sus compañeros. Las discusiones eran frecuentes, pero se reconciliaban pronto, sobre todo cuando el malestar cesó y ella volvió a cocinar.

Con mi nacimiento llegaron las noches en vela y el cansancio crónico, sin dejar los estudios. Mis abuelos se turnaban para cuidarme y que mi madre pudiera terminar la carrera. Ella faltaba a clase a menudo porque la leche acumulada le dolía.

Su agotamiento y estrés me afectaban. Lloraba constantemente y solo dormía en brazos. Mis padres me dejaban encantados con cualquiera y escapaban a la universidad para descansar, o incluso dormitar en clase.

El amor era fuerte, pero les faltaba experiencia y paciencia. Empezaron a fijarse en los defectos del otro, a reprocharse cosas, a llevar la cuenta de quién hacía qué. Las discusiones, alimentadas por el cansancio, estallaban por cualquier tontería. Mi padre volvió a refugiarse en la residencia. Llegaba tarde, y las peleas se encendían de nuevo.

Finalmente, llegaron los exámenes finales, los diplomas, y mi padre empezó a trabajar. Atrás quedaron las noches sin dormir y la pobreza. Yo crecí, me llevaron a la guardería, y mi madre también encontró trabajo. Pero entonces empecé a enfermar. Ella tenía que pedir bajas constantes. Mis abuelos, aún jóvenes, no podían jubilarse para ayudarnos. La vida seguía poniendo pruebas. Mi padre se quedaba hasta tarde en el trabajo…

Una noche, llegó más tarde de lo habitual, y mi madre montó un escándalo.

—¡Basta! —gritó él—. No puedo seguir así. Casarnos fue un error. Nos precipitamos… Amo a otra —dijo sin más, hizo las maletas y se fue.

No puedo recordarlo, era demasiado pequeña. Algo me contó mi madre, algo mi abuela, y el resto lo deduje al crecer.

No todas las parejas jóvenes resisten las dificultades cotidianas. Tras la marcha de mi padre, mi madre cambió por completo. Lloraba a menudo y descargaba su dolor y rabia en mí.

Si derramaba el té o se me caía una galleta, me decía que era una manazas, igual que mi padre. Decidí que él se había ido por mi culpa, porque yo era mala. Lo creí durante años. Crecí cargando con esa culpa.

—Todos los niños son normales, y tú siempre sucia, buscando barro —me regañaba—. Manazas. Igual que tu padre.

Sentía que mi sola presencia la irritaba. No iba desencaminada, pues mi abuela decía que era su viva imagen. Qué desgracia, parecerme a él.

Mi vida giró en torno a no decepcionarla. Una nota por debajo del sobresaliente era una tragedia. Me esforzaba hasta el agotamiento por complacerla, pero era imposible.

Mi letra era mediocre.

—¿Qué es esto? Parece garabateado por un pollo. La letra de tu padre tampoco se entendía —fruncía el ceño.

Pasaba las tardes copiando letras en vez de jugar. Al final, conseguí una caligrafía impecable. Pero dudo que se diera cuenta.

Luego, mi madre se volvió a casar. Fue un alivio, porque dejó de fijarse en mí. El tío Pepe venía a mi cuarto a jugar, a ayudarme con los deberes, hasta que ella lo llamaba.

Un día me preguntó si quería un hermanito o una hermanita. Yo no quería a nadie. Solo que me quisieran a mí. Contesté que un hermano. Él sonrió y me acarició la cabeza. Mi madre nunca hacía eso. Me emocioné por ese gesto de cariño.

Los días que ella pasó en el hospital fueron los más felices para mí. Vivíamos solos, el tío Pepe y yo. Sin gritos, sin peleas. Empecé a llamarle papá. Pero mi madre volvió con un bulto diminuto, y todo cambió.

Mi hermano era pequeño, frágil y no paraba de llorar. Cuánto le odié. Ahora ni siquiera mi nuevo padre me hacía caso. Con el tiempo, el niño empezó a seguirme por la casa con sus piernecitas torpes. No me hacía gracia. Si se caía o se golpeaba, mi madre me culpaba con furia.

TPasaron los años, y hoy, mientras escribo esto con mi hermosa letra cuidada, miro a mi hermano y a mi madre celebrando su cumpleaños, y solo siento paz, porque al fin entendí que el amor no se mendiga, se construye, y yo, contra todo pronóstico, logré construir el mío.

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