La pequeña Leocadia le pidió a su madre que cuidara al bebé.
Me lo contó mi vecino, Jorge. Su esposa, Leocadia, había dado a luz recientemente a un niño de seis meses. Jorge trabajaba como conductor de autobús y regresaba a casa solo después de las seis de la tarde, pero aquel día el autobús se averió y tuvo que enviarlo al taller.
De inmediato supo cuál era el problema. En el mecánico de la zona, en el barrio de Lavapiés, identificaron la falla, pero no pudieron conseguir la pieza a tiempo. Le prometieron que la tendrían al mediodía del día siguiente. El jefe le concedió permiso para ir a casa. Jorge, aliviado, decidió sorprender a su mujer y, como en un sueño, no le llamó ni le dijo que llegaría antes de lo habitual.
Con la llave de su apartamento en la Gran Vía, entró sigilosamente, temiendo despertar al pequeño que dormía como una muñeca de trapo. Primero se metió a la ducha, pues había pasado medio día arrastrándose bajo el capó del autobús, y su cuerpo no estaba, como diría la abuela, tan fresco como una lechuga. Salió empapado, sin ropa ni siquiera una toalla, y se encaminó hacia la habitación donde Leocadia y el bebé deberían estar.
Mientras tanto, al no encontrar a su marido, Leocadia decidió ir al médico y le pidió a su madre, Doña Carmen, que se hiciera cargo del niño.
Doña Carmen, acompañada del suegro, Don José, llegó al apartamento. Los cuatro observaban al pequeño dormido cuando, de pronto, apareció Jorge, desnudo como una hoja al viento. El silencio se hizo denso, incómodo, como una niebla que se cuela por la ventana. Jorge, con la cara pálida, levantó la mano para cubrir su vergüenza; sus padres lo miraron, boquiabiertos, como si hubieran visto pasar una lluvia de estrellas.
Buenos días dijo Jorge, mientras intentaba ocultar su cuerpo con la mano.
Buenos días, buenos días repuso Don José, con la serenidad de quien habla con los fantasmas del pasado.
Jorge se quedó paralizado un instante, luego se vistió apresuradamente con la bata que encontró colgada y salió corriendo a la tienda del barrio.
Diez minutos después, todos estaban sentados alrededor de la mesa, con copas de brandy español y el tintinear del cristal como campanillas que anuncian un nuevo amanecer.
Me gustaría que este desencuentro quedara como nuestro pequeño secreto dijo Jorge, dirigéndose a los padres de Leocadia.
¿De qué hablas? preguntó Doña Carmen, frunciendo el ceño.
Mi mujer no se dio cuenta intervino Don José, como quien defiende a su hija en un juicio onírico.
Les agradezco mucho concluyó Jorge, con una sonrisa que parecía flotar en el aire.
Para evitar situaciones tan extrañas, siempre es mejor avisar con antelación a la pareja cuando vengan suegros, como quien escribe una nota en el espejo del baño antes de que el sueño se desvanezca.







