La hija incómoda

**La hija incómoda**

—¡Laura, otra vez traes a casa esa porquería de trozos de tela! — refunfuñó su madre al verla en la puerta.

—No es porquería, mamá. Es terciopelo. Iban a tirarlo de todas formas…

—¡Pues mejor! ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? La costura no es una profesión, es un capricho. ¡Mejor que pidas más horas en la fábrica! A ver si así ahorramos para la lavadora nueva.

Laura no respondió. Se quitó la chaqueta y entró en su habitación. Su madre seguía quejándose en la cocina, mientras sus hermanas gemelas, Ana y Carmen, se reían mirando el móvil.

—¡Otra vez con sus trapitos! — gritó Carmen.

—¡La novia de Yves Saint-Laureneta! — añadió Ana, soltando una carcajada.

Laura se sentó junto a la ventana y sacó de la mochila un trozo de terciopelo azul y una gasa dorada. Al pasar los dedos por la tela, esta era suave como el agua. Ya veía el vestido: fluido, con los hombros al aire y un dobladillo asimétrico. Algo auténtico. Mágico.

De día, Laura trabajaba en una fábrica de muebles. Oficialmente, era montadora. Extraoficialmente, “la rarita del taller”: siempre con agujas en los bolsillos, lápices tras la oreja y un bata de trabajo adornada con un broche hecho a mano.

—Lau, ¿otro broche que te has hecho? —le preguntó un día Vera, la encargada.

—Sí. Con una tapita de plástico y cuentas.

—Tienes manos de oro. Lástima que nadie lo valore.

—No importa. Yo sé lo que quiero.

Laura trabajaba rápido. Después del turno, iba a ver a su amiga Sole, que trabajaba en un estudio fotográfico en el centro comercial.

—¡Lau, llegas justo a tiempo! ¡Ya estoy preparando la luz!

—El vestido está listo.

Llevaba puesto aquel diseño de terciopelo azul. La falda fluía, los hombros descubiertos y la cintura ceñida por un cinturón bordado a mano. Laura no solo lucía hermosa; parecía de otro mundo.

Sole hizo las fotos, susurrando: “Pareces un hada”. Luego las subió a su blog.

—¿Qué hashtag pongo?

—#PrincesaDeFábrica —bromeó Laura—. Al fin y al cabo, lo cosí en el taller.

Dos días después, Sole entró corriendo en la fábrica.

—¡Lau! ¡No te lo vas a creer! ¡Un diseñador de Madrid ha visto tu vestido en redes! ¡Quiere hablar contigo!

—¿En serio?

—¡Mira! —Sole le mostró el móvil—. Se llama Álvaro Valente. Tiene un showroom y trabaja con famosos. Dice que tu estilo es fresco y pide tu contacto.

A Laura le dio vueltas la cabeza. El corazón le latía fuerte. ¿Era una broma? No. El mensaje era real.

—¿Te has vuelto loca? —su madre la interrumpió cuando Laura les contó la oferta—. ¿A Madrid? ¡Allí te estafarán! Volverás llena de deudas, ¡eso es todo!

—Mamá, es una oportunidad real. Tengo talento, quiero intentarlo.

—¡Tienes responsabilidades! ¡No estás sola! ¿Quién nos ayudará aquí? ¡Eres la mayor!

—Tengo veintisiete años, mamá. Tengo derecho a vivir mi vida.

Sus hermanas se rieron. Su padre, callado, masculló:

—Los sueños no llenan la nevera.

Laura se encerró en su habitación. Le dolía el corazón. Quería llorar. Pero al ver los bocetos, la máquina de coser y los retales de tela, supo que iría.

Álvaro Valente la esperaba en la estación con un jersey de punto grueso y deportivas.

—¿Laura? Encantado. Vamos, tenemos mucho trabajo.

El showroom estaba en la última planta de un edificio antiguo. Un espacio luminoso, maniquíes, telas, espejos de cuerpo entero. Parecía una película.

—Quiero que hagas una cápsula. Cinco o seis diseños. Tienes intuición para la tela. Eso es raro. Y buen gusto. Lo demás, lo iremos puliendo.

—¿Está seguro?

—Más que de mí mismo.

Laura asintió. Al día siguiente empezó a coser. Vivía en una habitación junto al taller, comía bocadillos y apenas dormía. Las telas cobraban vida bajo sus manos. Los vestidos nacían: ligeros como el viento, valientes como un sueño.

Álvaro la miraba sonriendo:

—No eres solo una diseñadora. Eres poeta en tela.

Un mes después, hubo una presentación privada. Asistieron editores, influencers, algunas celebridades. Laura, tras el telón, temblaba como una hoja. Pero cuando salió el primer diseño, el público enmudeció.

Los vestidos respiraban. Nada recargado, ni falsos brillos. Solo luz sutil, líneas limpias y el calor de sus manos en cada puntada.

Tras el evento, una editora se acercó:

—Esto… es magia. ¿Quién eres?

—¿Yo? Solo Laura, la de la fábrica.

—No. Eres un descubrimiento.

Volvió a casa dos meses después. Con un contrato de prácticas en una firma de moda y varias publicaciones.

Su madre la recibió en silencio. Luego dijo:

—Ana y yo pensamos que quizá podrías entrar en el taller de al lado. Al fin y al cabo, eso de Madrid… aquí el trabajo es de verdad.

—Mamá, no me quedo. Vine por mi máquina, mis bocetos… y para despedirme.

—¿Así que nos abandonas?

—No os abandono. Solo avanzo. Quiero vivir, no sobrevivir.

Sus hermanas callaron. Su padre miró al suelo.

—Laura… —dijo al fin—. Perdón. Teníamos miedo de que te perdieras. Pero tú… te encontraste.

Ella lo abrazó. Recogió sus cosas y salió. La puerta se cerró sin rabia, con el silencio del entendimiento.

Esa noche ya estaba en Madrid. Con una taza de té en las manos. Álvaro, a su lado, se reía del apodo “Yves Saint-Laureneta”.

—¡Ojalá vieran ahora tu trabajo!

—Quizá algún día…

—Ahora eres quien siempre fuiste. Una princesa. Pero de verdad.

Laura sonrió. Sabía que era solo el principio. Pero lo importante ya había pasado.

Había salido del taller… y había brillado. Y nunca se apagaría.

Seis meses después, Laura —ahora Laura Armenteros— daba una clase en una escuela de diseño. Veinte chicas la escuchaban, algunas con ilusión, otras con escepticismo.

—Recordad: la moda no es solo ropa. Es decirle al mundo: «Así soy yo». Y si os dicen que no encajáis, es porque no saben mirar.

Después, una chica con pelo azul se acercó:

—Gracias, Laura. Antes creía que esto no era para mí. No tengo dinero ni contactos. Solo una máquina vieja y amor por las telas.

—Es suficiente —sonrió Laura—. Yo empecé en una fábrica de muebles. Sin contactos, con retales. No pares. Y si necesitas algo, escríbeme.

Al volver a su estudio —pequeño, luminoso, con maniquíes y la luz del atardecer— encontró un contrato: una galería en Barcelona quería exponer sus vestidos como ejemplo de “nueva estética femenina”.

Aún no podía creerlo. Pero ya no temía.

Un mensaje de Sole apareció en el móvil:

«¡Lau, tienes club de fans«¡Lau, tienes club de fans! Una chica del instituto, Claudia, quiere contactarte—dice que para ella eres como una hermana mayor, y que también sueña con diseñar».

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