La hija echa a su madre de la casa de campo
Gloria Fernández estiró con cuidado el brazo para alcanzar las manzanas maduras en la rama. La espalda le respondió con el dolor habitual, pero no le dio importancia—este año el campo estaba cargado de fruta, sería un pecado no recolectarla. Las reinetas, grandes y aromáticas, con su punto ácido, habían salido espléndidas. Perfectas para hacer mermelada, la que tanto le gustaba a su yerno Adrián. Y su nieta Lucía estaría encantada con el pastel de manzana para la merienda cuando viniera el fin de semana.
—Mamá, ¿otra vez subes a la escalera?—La voz de su hija la sobresaltó—. ¿Cuántas veces te lo he dicho? ¡Llámame a mí o a Adrián, que lo hacemos nosotros!
Laura, su hija, estaba en el sendero con las manos en las caderas. Con su blusa blanca y el pelo perfectamente peinado, parecía fuera de lugar entre los manzanos y los bancales de albahaca.
—Pero hija, si voy despacio—sonrió Gloria, bajando de la escalera—. No quiero molestaros, que ya tenéis bastante trabajo.
—Exactamente—asintió Laura, quitándole el cesto de manzanas—. Adrián lleva tres días con papeles y yo no doy abasto con los clientes por teléfono. Y tú aquí, escalando como una cabra. Si te caes, ¿qué hacemos? No tengo tiempo para llevarte al médico, mamá.
Gloria calló. ¿Qué podía decir? Los hijos crecen, tienen sus vidas, sus trabajos. Laura y su marido tenían un pequeño negocio—un almacén de materiales de construcción. Siempre ocupados, nunca tiempo para ella.
—Mamá, tenemos que hablar—Laura dejó el cesto en el porche y volvió al jardín—. Ven, siéntate.
El corazón de Gloria se encogió. Conocía ese tono—era el que usaba Laura cuando había tomado una decisión difícil.
Se sentaron en el viejo banco verde bajo el cerezo. Gloria misma lo había pintado años atrás. La pintura se descascarillaba—iba a repasarle, pero nunca encontraba el momento. Ahora, quizá no lo haría.
—Mamá, ¿recuerdas lo que hablamos de ampliar el negocio?—comenzó Laura, mirando más allá de los árboles.
—Claro que sí—asintió Gloria—. Queríramos abrir otra tienda, al otro lado de la ciudad.
—Eso. Y todo está saliendo bien. Nos aprobaron el préstamo, encontramos local. Pero necesitamos más dinero para la reforma y el primer pedido.
Gloria se tensó. Tenía unos ahorros modestos, guardados para algún imprevisto, pero se los daría sin dudar si su hija los necesitaba.
—Laura, si te hace falta dinero…
—No, mamá, no es eso—la interrumpió—. Hemos decidido vender la casa de campo.
—¿Qué?—Gloria no daba crédito—. ¿Qué casa?
—Esta, mamá—Laura señaló alrededor—. El vecino, don Ramón, lleva tiempo queriéndola. Ofrece buen precio. Y necesitamos el dinero urgentemente.
A Gloria le dio vueltas la cabeza. ¿Vender la casa? Pero ¿cómo? Si era su hogar. Su marido, Francisco, la levantó con sus propias manos, plantó cada árbol. Aquí creció Laura, aprendió a trabajar la tierra. Treinta veranos pasaron aquí, y tras la muerte de Francisco, ella se quedaba desde primavera hasta el otoño.
—Pero… ¿y yo?—preguntó en un susurro—. ¿Dónde iré?
—Mamá, a tu edad ya es difícil vivir sola aquí—Laura le puso una mano en el hombro—. No puedes con la casa ni con el jardín. Adrián y yo no podemos venir a arreglarlo todo. Tienes tu piso en la ciudad, limpio y calentito. No pienses que te echamos a la calle.
—Pero no quiero irme—Gloria sintió un nudo en la garganta—. Aquí están mis flores, mis tomates, los vecinos. ¿Cómo puede ser?
—No hay discusión—la voz de Laura se endureció—. Ya está decidido. Don Ramón da buen precio y hemos cerrado trato. Tienes dos semanas para recoger tus cosas.
—¿Dos semanas?—No podía creerlo—. ¿Tan pronto?
—Mejor rápido—cortó Laura—. Y otra cosa… La casa está a nombre mío y de Adrián, ¿lo recuerdas? Ustedes la traspasaron hace diez años para evitarnos problemas con la herencia.
Gloria lo recordaba. Francisco insistió: “Mejor ahora, mientras estamos vivos. Luego es un lío”. Y ella accedió. ¿Cómo iba a imaginar que su propia hija la echaría de la casa que levantaron juntos?
—Mamá, no me mires así—Laura se levantó—. No lo vamos por gusto. Pero el negocio o crece o se hunde. La casa… solo da esfuerzo y gastos. Tú misma dices que te duele la espalda.
—Lo decía con cariño—susurró Gloria.
Esa noche no pudo dormir. Pensaba en todo lo que dejaría atrás. Los manzanos que plantaron cuando Laura tenía cinco años. Las fresas que los niños del pueblo robaban y ella fingía no ver. El porche donde tomaba el té con sus amigas en las tardes de verano.
Por la mañana llegó Adrián con cajas y bolsas.
—Doña Gloria, déjeme ayudarle a empacar—propuso, evitando su mirada—. ¿Qué lleva a la ciudad y qué deja?
—¿Deja?—repitió ella—. ¿A quién se lo dejo, Adrián? ¿A don Ramón? Él no quiere mis cosas. Derribará la casa para ampliar.
—Bueno, quizá algo tiremos—vaciló él—. Los muebles viejos, los electrodomésticos… Laura dijo que en el piso podría comprar cosas nuevas.
“¿Con qué dinero?”, quiso preguntar Gloria, pero calló. Su pensión apenas le cubría medicinas y comida. Por eso prefería el campo—allí cultivaba sus verduras, ayudaba a los vecinos a cambio de algo.
—Adrián—lo miró fijamente—, ¿seguro que no hay otra solución? ¿No podríamos no vender?
Él apartó la vista.
—Doña Gloria, créame, lo hemos pensado mucho. Es lo mejor para todos. A su edad, mejor cerca de médicos y tiendas. Aquí está aislada, el autobús queda lejos. En invierno ni saldría con el hielo.
—Pero yo no vivo aquí en invierno—protestó, pero Adrián ya no escuchaba, ocupado en vaciar los cajones.
Pasó la semana como en un sueño. Gloria empacaba, pero aún no creía que tendría que irse. Cada mañana salía al jardín, tocaba los troncos de los manzanos como despidiéndose. La vecina, Carmen, al enterarse, solo movió la cabeza:
—Gloria, ¿cómo vas a vivir sin tu casa?
—No lo sé, Carmen—se secó una lágrima—. Los hijos deciden.
—Pues no firmes. ¡Diles que no!
—La casa no está a mi nombre—suspiro Gloria—. La traspasamos hace años.
—Ay—firmó Carmen.
Por la tarde llegó Laura con Lucía. La niña corrió al columpio que su abuelo le hizo, mientras Laura entraba en la cocina.
—Mamá, ¿compras comida nueva?—preguntó—. ¿Para qué? Si la semana que viene nos vamos.
—Hay que vivir hasta entonces—encogió Gloria los hombros—. Y dar de comer a Lucía.
—Mamá—Laura se sentó—. Sé que estás enfadada, pero no hay otra opción. Es nuestro futuro…
—Laura—la interrumpió Gloria—, ¿recuerdas cuando te compramos tu primer coche? Ahorrando cada céntimo. Y nunca te pedAl día siguiente, don Ramón llamó a su puerta con una sonrisa y una bandeja de tortilla recién hecha, diciendo: “Gloria, esta casa siempre será tan tuya como los recuerdos que guardan sus paredes”.