La hija expulsa a su madre de la casa de campo

**Mi hija me echó de la casa de campo**

Isabel Martínez estiró el brazo con cuidado para alcanzar las manzanas maduras en la rama. La espalda le dolía, como siempre, pero no le importó—este año los manzanos habían dado una cosecha abundante. Las reinetas estaban espléndidas: grandes, aromáticas, con ese toque ácido perfecto para la mermelada que tanto le gustaba a su yerno Diego. Y su nieta Lucía se alegraría con una tarta de manzana para el té cuando viniera el fin de semana.

—Mamá, ¿otra vez subida a la escalera?— La voz de su hija la sobresaltó. Laura, su hija, estaba en el camino, con las manos en las caderas. Llevaba una blusa blanca, el pelo impecable, y parecía fuera de lugar entre los manzanos y los surcos de perejil.

—No es nada, Laurita, voy despacio— sonrió Isabel, bajando. —No quiero molestaros, ya tenéis trabajo suficiente.

—Exacto— asintió Laura, quitándole la cesta de manzanas. —Diego lleva tres días preparando papeles, yo no paro de llamar a clientes, y tú aquí escalando como si fueras joven. ¿Y si te caes? No tengo tiempo para llevarte al hospital, mamá.

Isabel calló. ¿Qué podía decir? Sus hijos tenían su propia vida, su trabajo. Laura y su marido tenían una tienda de materiales de construcción. Siempre ocupados, siempre corriendo. No había tiempo para ella.

—Mamá, tenemos que hablar— Laura dejó la cesta en el porche y volvió. —Vamos, siéntate.

El corazón de Isabel dio un vuelco. Conocía ese tono: era el que usaba su hija cuando iba a decir algo importante y desagradable.

Se sentaron en el viejo banco verde bajo el cerezo. Era un banco que ella misma había pintado hacía años. La pintura se estaba descascarillando, pero nunca había encontrado tiempo para repasarla. Ahora, tal vez, no lo haría nunca.

—Mamá, ¿te acuerdas de cuando hablamos de ampliar el negocio?— empezó Laura, mirando más allá de los árboles.

—Claro que sí— asintió Isabel. —Queríais abrir otra tienda, al otro lado de Madrid.

—Eso. Y ahora todo va en serio. Nos han aprobado el crédito, hemos encontrado local. Pero necesitamos más dinero para la reforma y la primera compra de stock.

Isabel se tensó. Tenía algo de dinero guardado, sus ahorros, pero lo habría dado sin dudarlo si su hija se lo hubiera pedido.

—Laurita, si necesitáis dinero…

—No, mamá, no es eso— la interrumpió Laura. —Hemos decidido vender la casa de campo.

—¿Qué? —Isabel no daba crédito. —¿Qué casa de campo?

—Esta, mamá— Laura señaló el terreno. —Nuestro vecino, Paco, lleva tiempo queriendo ampliar su parcela. Nos ha ofrecido un buen precio. Y nosotros necesitamos el dinero ya.

A Isabel le dio vueltas la cabeza. ¿Vender la casa? Pero ¿cómo? Esto era su hogar. Aquí su marido, Antonio, había construido la casa con sus propias manos, plantado el jardín. Aquí Laura había crecido, aprendiendo a cuidar la tierra. Treinta años de veranos, y después de la muerte de Antonio, ella se había mudado aquí casi todo el año.

—Pero… ¿y yo? —preguntó en voz baja. —¿Dónde voy a ir?

—Mamá, a tu edad ya es demasiado trabajar aquí sola— Laura le puso una mano en el hombro. —No puedes con la casa, el jardín está descuidado, el tejado gotea. Diego y yo no podemos venir a arreglarlo todo. Tienes tu piso en la ciudad, cálido y limpio. No es que te echemos a la calle.

—Pero yo no quiero ir al piso— las lágrimas le quemaban los ojos. —Laurita, aquí vivo. Mis flores, mis verduras, los vecinos… ¿Cómo puede ser?

—Mamá, no es negociable— la voz de Laura se endureció. —Ya está decidido. Paco da un buen precio, y hemos cerrado el trato. Los papeles se están preparando. Tienes dos semanas para recoger tus cosas.

—¿Dos semanas?

—Mejor rápido que alargarlo— cortó Laura. —Y otra cosa, mamá… La casa está a mi nombre y al de Diego. Lo firmasteis con papá hace diez años, para evitar problemas de herencia.

Isabel lo recordaba. Antonio había insistido: “Mejor ahora, mientras estamos vivos”. Y ella había aceptado. ¿Cómo iba a imaginar que su propia hija la echaría de la casa que habían construido juntos?

Por la noche no podía dormir. Pensaba en los manzanos que habían plantado cuando Laura tenía cinco años. En las fresas que robaban los niños del vecino y ella fingía no ver. En el porche donde tomaba el té con sus amigas los atardeceros de verano.

A la mañana siguiente llegó Diego con cajas y bolsas de basura.

—Isabel, déjame ayudarte a recoger— dijo, evitando su mirada. —¿Qué nos llevamos, qué dejamos?

—¿Dejamos? —repitió ella. —¿Para quién? ¿Para Paco? Él derribará la casa para ampliar su terreno.

—Bueno, algunas cosas las tiramos— se encogió de hombros. —Los muebles viejos, los electrodomésticos… Laura dice que en el piso puedes comprar cosas nuevas.

*¿Con qué dinero?* —pensó Isabel. Su pensión apenas le alcanzaba para medicinas y comida. Por eso prefería vivir aquí: podía cultivar sus verduras, intercambiar con los vecinos.

—Diego— lo miró fijamente—, ¿no hay otra solución?

Él apartó la vista.

—Isabel, créeme, lo hemos pensado bien. A tu edad es mejor estar cerca de hospitales, tiendas… Esto es un pueblo, el autobús queda lejos, en invierno ni sales con la nieve.

—Yo no vivo aquí en invierno— protestó, pero él ya no escuchaba, empezando a vaciar los cajones.

La semana pasó como un sueño. Isabel recogía sus cosas sin creer que realmente tendría que irse. Cada mañana tocaba los troncos de los manzanos, despidiéndose. La vecina, Carmen, al enterarse, sacudió la cabeza:

—¿Y ahora qué harás, Isabel?

—No lo sé, Carmen. Los hijos deciden.

—¿Y si te niegas? ¡Diles que no firmarás la venta!

—La casa no está a mi nombre— suspiró.

—Ay— fue todo lo que dijo Carmen.

Por la noche llegó Laura con Lucía. La niña corrió al jardín, a los columpios que su abuelo Antonio le había hecho. Laura entró en la cocina, abrió la nevera.

—Mamá, ¿compras comida nueva? ¿Para qué? Dentro de una semana nos vamos.

—Hay que vivir mientras tanto— se encogió de hombros. —Y dar de comer a Lucía.

—Mamá— Laura se sentó—, veo que sigues enfadada. Pero esto es por nuestro futuro, el negocio…

—Laurita— la interrumpió—, ¿recuerdas cuando tu padre y yo ahorramos para tu primer coche? Lo hicimos sin pedir nada a cambio. Porque eras nuestra hija.

Laura enrojeció.

—¿Qué tiene que ver? Esto es diferente.

—Solo quiero quedarme en mi casa.

—¡Basta ya! —Laura golpeó la mesa. —¡La decisión está tomada!

Lucía entró corriendo:

—¡Abuela, las manzanas se caen! ¡Hay muchas en el suelo!

—Ahora las recojo, cariño— sonrió Isabel.

—¡Yo también!

—No— dijo Laura. —Llevas blusa nueva. Mejor ve con el tablet.

La niña frunció el ceño pero obedeció.

Al final, Paco, el vecino, habló con Diego y encontraron una solución: venderían solo la mitad del terreno, e Isabel pudo quedarse en su casa, donde siguió haciendo mermelada de manzana para su nieta, aunque ahora con un poco más de amargura en el corazón.

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