Margarita recorría con nervios su pequeño piso en Madrid, el móvil apretado en su mano, donde una nueva notificación de retraso en el pago hacía latir su corazón con angustia. ¿Cómo alimentaría a su familia ahora que su hija y su yerno pesaban como una losa sobre sus hombros? Todo comenzó cuando su hija mayor, Lucía, de diecinueve años, anunció que esperaba un hijo y quería casarse.
Antes, Margarita trabajaba con una compañera, Carmen, una mujer sensata y atenta. Carmen criaba sola a sus dos hijas: Lucía, de diecinueve años, y la pequeña Sofía, de diez. Hasta entonces, Carmen no se quejaba. Lucía estudiaba con dedicación en la universidad, Sofía destacaba en el colegio. Ambas eran obedientes, ejemplares, y Carmen se sentía orgullosa, a pesar de las dificultades de ser madre soltera.
Pero en segundo año, Lucía conoció a su primer amor, Javier. El joven venía de otra región, pero Carmen, tras conocerlo, aprobó la elección de su hija. Javier le parecía amable, sincero, nada aprovechado. Rápidamente, los enamorados decidieron vivir juntos. Para evitar alquilar, se mudaron a casa de Carmen. A ella no le gustaba esa prisa: su hija solo tenía diecinueve años, debía terminar sus estudios, ser independiente. Pero no hubo alternativa.
Carmen vivía en un piso de tres habitaciones, pero los cuartos eran diminutos, y el espacio ya escaseaba. La llegada de Javier, su futuro yerno, solo empeoró las cosas. Carmen se resignó, hasta que descubrió la razón de su urgencia: Lucía le confesó que estaba embarazada y que querían casarse. Carmen sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Su hija, apenas entrada en la adultez, ya sería madre.
Javier no trabajaba. Como Lucía, era estudiante a tiempo completo, y ninguno quería pasar a clases online. Aun así, organizaron una boda lujosa, como de película. Eligieron uno de los restaurantes más caros de Madrid, invitaron a multitud de invitados, y Lucía encargó un vestido de alta costura, como si desfilara en una pasarela. Carmen intentó protestar, explicando que no tenía tanto dinero, pero Lucía, con la mano en el vientre, rompió a llorar:
Mamá, ¿quieres privar a tu nieto?
Carmen, con los dientes apretados, pagó todo. Gastó sus ahorros, vació la hucha y hasta pidió un préstamo. Esperaba que, tras la boda, los jóvenes asumirían responsabilidades, buscarían trabajo, serían autónomos. Pero sus esperanzas se desmoronaron como un castillo de naipes. Lucía y Javier siguieron viviendo en su casa, sin buscar empleo.
Los padres de Javier les regalaron un coche de segunda mano. La pareja paseaba por la ciudad como si estuvieran de vacaciones, mientras los suegros pagaban la gasolina, sabiendo que su hijo no tenía un euro. Pero lo demás comida, facturas, ropa caía sobre Carmen. Los jóvenes ni sabían cuánto costaba una barra de pan. Cuando Carmen mencionaba gastos, Lucía ponía los ojos en blanco:
Mamá, estamos estudiando, ¿qué quieres que hagamos?
Lucía no quería ahorrar. Mostró a su madre un catálogo de carritos y cunas, los modelos más modernos y caros. Carmen, con su sueldo modesto, se quedó sin aliento.
Lucía, ¡no puedo pagar esto! Tengo tu préstamo universitario, a Sofía que cuidar
¿Estás de broma? se indignó la joven. Vas a ser abuela y te pones así?
Carmen sentía una ira sorda crecer en su interior. Ellos habían elegido tener un hijo, ¿pero ella debía mantenerlo? Sostenía a toda la familia, trabajaba hasta el agotamiento, y el dinero nunca alcanzaba. El préstamo de Lucía pendía como una espada de Damocles, Sofía necesitaba atención, y los jóvenes vivían como en un cuento de hadas.
Un día, Carmen estalló. Llegó del trabajo, exhausta, tras ser regañada por llegar tarde había tenido que hacer la compra para todos. En casa, la escena que la esperó la heló: Lucía y Javier, riendo, hojeaban una revista de bebés, eligiendo una cuna que costaba la mitad de su sueldo. Sofía, en un rincón, dibujaba en silencio, mientras una pila de platos sucios inundaba el fregadero.
¿También tengo que fregar por vosotros? rugió Carmen, tirando las bolsas al suelo.
¡Mamá, por Dios! exclamó Lucía. ¡Nos ocupamos del bebé!
¿Vosotros esperáis un bebé, pero yo pago? Carmen temblaba de rabia. ¡Basta! ¡O encontráis trabajo, o os vais!
Lucía rompió a llorar, Javier palideció, pero Carmen no cedió. Les dio un mes para encontrar al menos un empleo modesto.
Si no, os vais a casa de los padres de Javier. Que os mantengan ellos.
Lucía y Javier intentaron ablandarla, pero Carmen ya no caía en lágrimas. Amaba a su hija, pero entendió: sin límites, la arruinarían. Sofía, viendo su dolor, la abrazó un día y susurró:
Mamá, yo nunca haré eso.
Carmen sonrió entre lágrimas. Por su hija pequeña, lucharía sin dudar. ¿Y Lucía y Javier? La realidad les esperaba, y Carmen ya no sería su salvación.







