La hija de un policía fallecido acude sola a una subasta de un pastor alemán: ¡la impactante razón!
El recinto ferial de Villar del Río siempre ha sido bullicioso, pegajoso y un poco abrumador para una niña tan menuda y callada como Lucía Mendoza. El sol del verano abrasaba el asfalto, convirtiendo cada ráfaga de aire en algo denso y luminoso. Las atracciones resonaban tras los puestos de comida. Los vendedores pregonaban algodón de azúcar y boletos de lotería, mientras que del pabellón principal llegaba el lejano golpe de un martillo. Allí, en el corazón del mayor evento del año, Lucía, de ocho años, no había pronunciado una sola palabra desde el pasado noviembre, desde aquel día en que dos agentes vestidos de uniforme aparecieron en la granja y su mundo se hizo añicos. Su madre, la agente Ana Mendoza, ya no estaba. “Caída en acto de servicio”, decían los periódicos, sin dejar espacio para preguntas ni esperanza. Desde entonces, la voz de Lucía había retrocedido, escondiéndose en un rincón de su cuerpo que ni ella misma podía encontrar.
Pero esa mañana, Lucía se despertó al amanecer con un dolor en el pecho más intenso de lo habitual. Se levantó de inmediato y cogió un tarro de cristal lleno de monedas que había estado guardando desde hacía meses. Los euros que le habían regalado en su cumpleaños, los que había ganado vendiendo limonada, las monedas que su madre le dejaba como premio. Los contó dos veces: cincuenta y dos euros y algunos céntimos. Escondió el tesoro en su mochila y esperó junto a la puerta.
Raquel, la esposa de su madre, intentó disuadirla: “Ay, Lucía, cariño, no hace falta que vayas a esa subasta”, dijo, arrodillándose frente a ella con sus ojos cansados, que antes brillaban tanto. “No encontrarás lo que buscas allí. ¿Qué tal si hacemos unos churros en casa, eh?” Pero Lucía negó con la cabeza, su mirada clavada en el anillo de bodas de Raquel, que brillaba bajo la luz del alba. Ahora ese anillo de oro parecía demasiado grande en su dedo tembloroso. Nacho, el padrastro de Lucía, se mantuvo al margen, jugueteando con su móvil y tratando de no parecer nervioso. No sabía cómo ayudarla desde el funeral, limitándose a frases como: “Vamos, Lucía, tienes que seguir adelante, o no podrás vivir”. A veces la odiaba por eso. Otras, ni siquiera tenía fuerzas para odiarlo. Salieron en silencio, el destartalado Seat de Raquel dando botes por los caminos rurales, cada bache sacudiendo las manos de Lucía. Al llegar al aparcamiento, Raquel se inclinó y susurró: “Puede pasar lo que sea, pero te quiero, ¿vale?”. Lucía miró sus rodillas, y la puerta trasera se cerró de golpe. El aire de la feria la golpeó de inmediato: el olor a churros, a paja, a sudor y a metal calentado por el sol.
Dentro del pabellón, la gente se apiñaba en bancos de madera frente a un pequeño escenario. Varios agentes uniformados permanecían al frente, claramente incómodos. A un lado, una jaula de metal con un cartel escrito a mano: “Subasta de perros retirados del servicio”. Y ahí estaba él: Thor, lo único que todavía hacía que Lucía sintiera a su madre cerca.
No un recuerdo, no una foto, sino Thor, su pelaje ahora grisáceo por la edad, pero sus ojos aún oscuros y penetrantes. Se sentaba erguido, como si aquel lugar le perteneciera, pero su cola apenas se movía. Su mirada escrutó a la multitud y, por instinto, se detuvo en Lucía. Un escalofrío le recorrió la espalda. Durante meses, Lucía solo se había sentido viva de noche, cuando susurraba secretos a Thor a través de la valla de la comisaría, después de que todos se marcharan. Le confiaba cosas que no podía decirle a nadie más, secretos, el dolor que sentía, lo mucho que deseaba que su madre volviera a casa. Thor no respondía, pero escuchaba, y con eso bastaba.
Un hombre con un traje azul arrugado anunció con voz forzadamente animada: “¡Hoy tienen la oportunidad de llevarse un pedazo de la historia de Villar del Río! Nuestro querido Thor, que sirvió cinco años en la policía, se retiró tras la pérdida de la agente Mendoza. Busca un nuevo hogar. ¡Démosle algo de cariño, ¿eh?!”. Lucía apretó el tarro con tanta fuerza que el cristal le arañó las palmas. Raquel le dio un suave toque en el hombro, pero ella se apartó. Observó a la multitud: curiosos, vecinos que quizá recordaban a su madre, o simples espectadores. Pero en primera fila vio a dos hombres que no encajaban. Uno era alto, de pelo canoso, camisa blanca y una sonrisa de lobo: Vicente Herrera, dueño de SegurHer, un nombre que Lucía había visto en vallas publicitarias con el lema “Seguridad en la que puedes confiar”. El otro era más rudo, con una camisa de cuadros manchada y el rostro curtido por el sol: Gerardo “Jerry” Benítez, un ganadero del otro lado del valle. Observaban a Thor con una intensidad que le retorció el estómago. Intentó no mirar a Vicente, pero su mirada fría y curiosa siempre volvía a ella. Benítez, en cambio, apenas le prestaba atención, pero su mandíbula apretada delataba tensión.
La subasta comenzó con un anuncio: “Empezamos con quinientos euros. ¿Alguien ofrece quinientos?”. El corazón de Lucía latía con fuerza. Quinientos euros. Sus monedas de repente parecían ridículas. Raquel se removió incómoda detrás de ella. La mirada de Thor seguía atenta mientras las pujas subían. Un hombre con gorra gritó: “¡Quinientos!”. Vicente alzó un dedo: “Mil”. Benítez, sin dudar: “Mil quinientos”. Las cifras ascendían rápidamente, las voces crecían, el aire se cargaba de tensión. Lucía dio un paso al frente. El martillo del subastador oscilaba en su mano. ¿Alguna otra puja? Su voz, tanto tiempo muda, surgió como una sombra en su garganta, pero logró continuar, aunque temblorosa: “Yo pago…”. Un silencio ensordecedor la envolvió. El subastador la miró con una ternura que dolía: “Cariño, ¿cuánto ofreces?”. Lucía extendió el tarro con ambas manos: “Cincuenta y dos euros con dieciséis céntimos”. Alguien en la multitud se rio, un sonido cortante. Vicente sonrió. El subastador se arrodilló, tomando el tarro como si fuera un tesoro: “Gracias, pequeña”. Pero negó con la cabeza, amable pero firme: “No es suficiente. Lo siento”.
Thor emitió un gemido profundo, un sonido que pareció flotar sobre los campos, tirando de algo muy dentro de quienes lo escuchaban. Lucía quiso gritar, correr, hacer cualquier cosa menos quedarse allí, fracasar frente a todos. Dio media vuelta, pero Thor ladró una vez, claro y autoritario. La multitud contuvo el aliento. En ese silencio, Lucía entendió que su oferta no era solo por Thor, sino por el último pedazo de su madre al que podía aferrarse, la única cosa en la que podía depositar todas las palabras perdidas.
La subasta continuó con un murmullo incierto, pero Thor parecía indiferente. Solo la miraba a ella, como si viera cada silencio, cada herida invisible que Lucía intentaba ocultar. Thor no era solo un pastor alemán. Inmóvil, su presencia llenaba el cobertizo. Era grande, de hombros anchos y pelaje






