—¿Cómo pudiste?! —gritó Lucía, agitando un papel arrugado—. ¿Cómo pudiste firmar este desastre?
Isabel se sobresaltó, apartó su taza de café y se giró lentamente hacia su hermana. En su rostro no había rastro de arrepentimiento, solo cansancio.
—Lo firmé y ya está. ¿Qué tanto lío? —encogió los hombros—. Al final hay que vender la casa, tú misma lo dijiste…
—¿Que lo dije?! —la voz de Lucía temblaba de indignación—. ¡Dije que había que decidirlo juntas! ¡Juntas, Isa! ¡Y tú fuiste y cerraste el trato a mis espaldas con los agentes inmobiliarios! ¡Encima por la mitad de lo que vale!
—No la mitad, solo… —intentó defenderse Isabel, pero Lucía no la dejó terminar.
—¡Un tercio menos! ¿Y qué? ¡Da igual! ¡Esta casa nos la dejó mamá, lo entiendes? ¡A las dos! ¡Y tú decidiste actuar como si fuera solo tuya!
El silencio llenó la cocina. Solo se escuchaba el tic-tac del viejo reloj de pared, el mismo que mamá trajo de Francia. Isabel miraba por la ventana el patio donde ambas jugaban de niñas a la rayuela.
—¿Tienes idea de lo que has hecho? —continuó Lucía, más baja ahora—. Mi hijo va a empezar la universidad, necesito ese dinero. Y tu hija se casa pronto. ¡A las dos nos vendría bien!
—Exacto —se volvió Isabel—. Por eso me adelanté. Hay compradores ahora, pero si esperamos, nadie querrá esta casa.
—¡Pero lo hablamos! —la voz de Lucía se quebró—. ¡Prometiste que lo decidiríamos juntas!
—Sí, sí, hablamos… —Isabel hizo un gesto de impaciencia—. Pero te fuiste una semana sin avisar, sin coger el teléfono. Los compradores no iban a esperar.
Lucía se dejó caer en una silla, ocultando el rostro entre las manos. El contrato sobre la mesa parecía burlarse de ella.
—Tuve que irme a cuidar a la tía al pueblo —susurró—. Estaba enferma, sola. ¡Te lo dije!
—Da igual —Isabel bebió un sorbo de café—. El trato está hecho. En un mes tendremos el dinero y lo dividimos.
—¿Lo dividimos? —Lucía alzó la mirada—. ¿De verdad crees que es así de simple?
Isabel sirvió más café, indiferente.
—Pues sí. Vendemos, repartimos, todo legal.
—¿Legal? —Lucía soltó una risa amarga—. ¿Y qué hay de hablarlo conmigo? ¿De esperarme?
—¡No exageres, Lucía! —frunció el ceño Isabel—. Al final ni tú ni yo íbamos a vivir aquí.
—¿Que no? —los ojos de Lucía brillaron—. ¿Y quién venía todos los fines de semana? ¿Quién arreglaba el jardín, el tejado? ¿Quién ayudaba a los vecinos?
—Vale, tenía tu hobby —Isabel se encogió de hombros—. Pero yo pagué la comunidad todos estos años.
—La comunidad… —Lucía se acercó a la ventana—. Isa, ¿te acuerdas de cómo vivíamos aquí? ¿De cómo mamá nos cuidaba? ¿De hacer los deberes en esta cocina?
—Me acuerdo —respondió Isabel, secamente—. ¿Y?
—¿Cómo que y? —Lucía se volvió—. ¡Es nuestro pasado! ¡Nuestra infancia! ¡Y la vendes por cuatro perras al señor Paco!
—No son cuatro perras, es un buen precio. Y no es el señor Paco, es una familia. Ellos necesitan casa, nosotras el dinero. Justo.
Lucía tomó el contrato, lo hojeó y palideció al leer una cláusula.
—Isa, ¿qué es esto? —señaló una línea—. Aquí dice que la vendedora eres solo tú: Isabel Martínez López. ¿Y yo?
Isabel desvió la mirada.
—Es… un detalle técnico. Como vivo en la ciudad, fue más fácil. Pero te daré tu parte.
—¡¿Más fácil?! —Lucía gritó—. ¡Isa, esto es un robo! ¡Según esto, la casa es tuya! ¿Y luego me das limosna por buena gente?
—¡No grites! —Isabel miró hacia la puerta—. Que oirán los vecinos. Solo es papeleo.
—Papeleo… —Lucía respiró hondo—. Isa, somos hermanas. ¿Cómo pudiste hacer esto?
—¡No hice nada malo! —Isabel se defendió—. Vendo, cobro, te doy tu parte. ¿Cuál es el problema?
—¡Que no confías en mí! —golpeó la mesa Lucía—. ¡Que decidiste por mí! ¡Que me tomas por tonta!
—¡No es eso! —Isabel agitó las manos—. Solo soy más práctica. Siempre lo fui.
—Más práctica… —Lucía sonrió triste—. ¿Te acuerdas cuando mamá enfermó? ¿Quién iba al médico? ¿Quién dormía en el hospital?
—Yo trabajaba el doble —replicó Isabel—. Para pagar su tratamiento. Tú podías estar con ella.
—¿Podía? —Lucía se levantó—. ¡Acababa de perder a mi marido! ¡Estaba sola con mi hijo! Y aún así iba a verla.
—¡Y yo ganaba el dinero! —Isabel alzó la voz—. Mientras tú llorabas, yo trabajaba como una mula.
—Trabajabas… —susurró Lucía—. ¿Y cuándo mamá murió? ¿Dónde estabas?
Isabel calló, mirando al vacío.
—En un viaje de trabajo. Importante.
—¡Un viaje! —Lucía rio, un sonido desgarrador—. Mamá te llamaba. “¿Dónde está mi Isa? ¿Por qué no viene?”
—No… —Isabel cerró los ojos—. No hables de eso.
—¡Sí! —Lucía golpeó la mesa—. ¡Hay que recordarlo! Yo le decía que estabas ocupada, que vendrías. Y ella esperaba…
—¡Basta! —gritó Isabel.
—¡No callaré! —Lucía se acercó—. Mamá murió esperándote. Y ahora vendes su casa como si no significara nada.
—¡Claro que significa algo! —las lágrimas rodaron por su rostro—. ¡Pero no puedo venir aquí! ¡Duele! ¡Todo me recuerda a ella!
—¿Y a mí no? —preguntó Lucía, suave—. ¿Crees que no lloro cuando escucho su voz?
Isabel se secó las lágrimas, apartándose.
—Entonces, ¿por qué te opones a vender?
—¡Porque es nuestra casa! —Lucía se sentó a su lado—. ¡Porque aquí está nuestra historia! ¡Mamá quería que lo decidamos juntas!
—Mamá quería… —Isabel miró al suelo—. ¿Y cuando hizo el testamento? ¿Te acuerdas?
Lucía frunció el ceño.
—¿Qué insinúas?
—Que nos dejó la casa a las dos… pero el terreno solo a ti.
—¿El terreno? —Lucía parpadeó—. Sí, es cierto. ¿Y?
—¡El terreno vale más que la casa! —Isabel se levantó—. ¡El metro cuadrado aquí es carísimo! ¡Y mamá te lo dejó solo a ti!
—Isa, ¿qué dices? —Lucía negó con la cabeza—. Da igual, somos hermanas.
—Hermanas… —Isabel rio—. Cuando vendamos, tú te quedas con el dinero del terreno. ¡Todo para ti!
Lucía calló, procesándolo.
—¿Crees que te engañaría?
—¡Lo sé! —Isabel señaló el contrato—. ¡No me lo dijiste! ¡Querías quedártelo todo!
—¡No sabía que valía más!Finalmente, tras un largo silencio, las dos hermanas se miraron y, entre lágrimas, decidieron honrar a su madre manteniendo unidas no solo las propiedades, sino también su hermandad.