**La Hermana que Decidió por Todos**
El teléfono sonó a las siete de la mañana, justo cuando Lidia acababa de levantarse y se dirigía a la cocina a poner el hervidor. Miró la pantalla y frunció el ceño: era su hermana pequeña, Olga.
—Hola, Olga, ¿qué pasa? Sabes que aún no estoy del todo despierta.
—Lidia, ¡ven rápido a casa de mamá! — la voz de Olga sonaba agitada—. Ya lo he decidido todo y he hecho los trámites. Vamos a vender su piso y la llevaremos a una buena residencia.
Lidia casi se le cayó el móvil de la mano.
—¿Qué dices? ¿Qué residencia? ¿De qué estás hablando?
—¡No finjas que no lo entiendes! Mamá ya no está bien. Ayer dejó el gas abierto, y anteayer la vecina la encontró en las escaleras porque no recordaba en qué piso vivía. ¡Esto no puede seguir así!
—Olga, espera. Hablemos con calma. ¿Qué papeles has firmado?
—Un poder notarial para vender el piso. Mamá lo firmó. Le expliqué que era por su bien.
Lidia sintió que la ira le subía por dentro.
—¿Estás loca? ¿Cómo has podido hacer esto sin consultarme? ¡Mamá tiene dos hijas, por cierto!
—¿Y tú dónde has estado todo este tiempo? —replicó Olga—. Vienes una vez por semana una horita y crees que cumples con tu deber. ¡Yo vengo cada día después del trabajo, le traigo la comida, vigilo que tome sus pastillas!
—¡Trabajo de sol a sol, lo sabes! ¡Y no vivo a la vuelta de la esquina como tú!
—¡Exacto! Por eso tomo las decisiones por mamá. Si quieres despedirte del piso, ven. Mañana viene el agente inmobiliario.
Olga colgó. Lidia se quedó en medio de la cocina, sin dar crédito a lo que ocurría. Su hermana pequeña, a quien aún veía como una niña caprichosa, había decidido por todas el destino de su madre de setenta y cinco años.
Vistió rápido y fue a casa de su madre. Por el camino, recordó cómo, tras la muerte de su padre, ella, como la mayor, se había hecho cargo de todo: la ayudaba económicamente, resolvía problemas domésticos, la llevaba al médico. Olga, en cambio, acababa la universidad y vivía despreocupada.
El piso de su madre estaba en un cuarto piso de un bloque antiguo. Lidia subió las escaleras y llamó. Abrió su madre: Raquel, una mujer menuda, de ojos marrones y mirada dulce.
—¡Lidia, cariño! —se alegró—. Qué pronto has venido. ¿Pasa algo?
—Mamá, tenemos que hablar. En serio.
Entraron en la cocina. Raquel puso el hervidor y sacó unas galletas de la alacena.
—Mamá, cuéntame lo de ayer. ¿Qué hiciste?
Raquel se quedó pensativa.
—Me levanté, desayuné… Luego vino Olga. Hablamos de algo. Trajo unos papeles.
—¿Qué papeles?
—No me acuerdo bien. Dijo que era importante, que era por mi bien. Que tenía que firmar.
—¿Y firmaste?
—Sí, claro. Olga entiende de esas cosas. Es economista.
Lidia apretó los puños. Su madre estaba olvidadiza, pero eso no significaba que hubiera perdido el derecho a decidir.
—Mamá, ¿recuerdas algo más de lo que dijo Olga?
—Algo de una residencia. Que estaría mejor allí, que me cuidarían. Pero yo no quiero irme de aquí, Lidia. Este es mi hogar.
Los ojos de Raquel se llenaron de lágrimas. Lidia la abrazó.
—No te irás a ningún lado, mamá. No lo permitiré.
En ese momento, llamaron a la puerta. Era Olga, una mujer enérgica de cuarenta y tres años, vestida de manera impecable.
—Ah, ya estás aquí —dijo al ver a Lidia—. Bien, ahora podemos hablar como adultas.
—¿Como adultas? —Lidia se levantó—. ¿Llamas adulto a engañar a una mujer mayor?
—¡No la he engañado! Mamá firmó el poder voluntariamente.
—¡No entendía lo que firmaba!
—¡Yo también estoy aquí! —intervino Raquel—. ¡Y dejen de gritar en mi casa!
Las hermanas callaron. Su madre casi nunca alzaba la voz, y cuando lo hacía, todas obedecían.
—Olga, explícame otra vez esos papeles de ayer.
Olga se sentó junto a su madre y le tomó la mano.
—Mamá, firmaste un poder para vender el piso. Y encontré una residencia preciosa para ti. Allí estarás segura, habrá médicos, comida sana…
—Pero no quiero vender el piso —susurró Raquel—. Aquí está toda mi vida.
—Mamá, es peligroso que vivas sola. Podrías dejarte el gas abierto, caerte…
—Tengo vecinas, os tengo a vosotras.
—Las vecinas no son familia. Y nosotras trabajamos. Lidia vive lejos, yo tampoco puedo estar aquí a todas horas.
Lidia no aguantó más.
—Olga, podemos contratar una cuidadora. O llevarme a mamá conmigo.
—Una cuidadora cuesta mucho. Y tú vives en un estudio, ¿dónde la meterías?
—¡Ya encontraremos la manera!
—¿La manera? —Olga alzó la voz—. ¡Lidia, deja de hacerte la hija perfecta! ¿Quieres que mamá viva en tu sofá-cama? ¿O que yo siga entre el trabajo, mi familia y venir aquí cada día?
—¡Yo no te pedí que vinieras!
—¿No? ¿Entonces quién iba a hacerlo? ¿Pensabas que mamá podía valerse sola?
Raquel se levantó.
—Niñas, váyanse a casa. Necesito pensar.
—Mamá… —empezó Olga.
—Váyanse, he dicho. Mañana hablamos.
Las hermanas bajaron al portal.
—Lidia, no lo hago por maldad —dijo Olga—. Me preocupo por mamá.
—¿Te preocupas? ¿Entonces por qué no hablaste conmigo?
—¿Qué habría cambiado? Tú te habrías opuesto, habríamos discutido meses, y mamá podría haberse quemado viva.
—¡No tenías derecho a decidir sola!
—¡Sí lo tenía! Porque soy la única que se ocupa de ella. Tú vienes como de visita: té rápido y a casa.
—¡Eso no es cierto!
—¡Sí lo es! Cuando mamá estuvo en el hospital, ¿quién la cuidó? ¡Yo! ¿Quién le compra las pastillas? ¡Yo!
Lidia quiso protestar, pero supo que Olga tenía razón. La mayor carga recaía sobre ella.
—Vale —dijo Lidia—. Ayudas más, pero eso no te da derecho a decidir por ella.
—¿Y qué propones? ¿Esperar a que pase algo grave?
—Encontrar una solución juntas.
Olga suspiró.
—Ya está decidido. Mañana viene el agente. La residencia está reservada.
—¡Cancela todo!
—No lo haré.
Olga se alejó. Lidia la llamó:
—¿Y si mamá se niega a ir?
—No lo hará.
—¿Y si voy a los tribunales? ¿Anulo el poder?
Olga se volvió.
—Ve. Pero mientras peleamos, mamá podría sufrir. Y será tu culpa.
Lidia volvió arriba.
—Mamá, ¿de verdad quieres ir a esa residencia?
Raquel miraba por la ventana.
—No sé. Olga dice que es lo mejor. Quizá tenga razón.
—¿Y tú qué piensas?
—¿Qué puedo pensar? Soy vieLidia tomó la mano de su madre con firmeza y susurró: “Quedémonos juntas, mamá, mientras podamos, porque tu hogar no es solo un piso, sino donde estemos nosotras”.