**La hermana decidió por todos**
El teléfono sonó justo a las siete de la mañana, cuando Carmela acababa de levantarse y se dirigía a la cocina para poner la tetera. Miró la pantalla y frunció el ceño: era su hermana pequeña, Rosario.
—Hola, Rosa, ¿qué pasa? Sabes que aún no estoy del todo despierta.
—Carmela, ¡ven rápido a casa de mamá! —la voz de Rosario sonaba agitada—. Ya lo he decidido todo, he firmado los papeles. Vamos a vender su piso y la llevaremos a una buena residencia.
Carmela casi suelta el teléfono.
—¿Qué has dicho? ¿Qué residencia? ¿De qué estás hablando?
—¡No finjas que no lo entiendes! Mamá ya no está en sus cabales. Ayer dejó el gas abierto y anteayer la vecina la encontró en las escaleras: no recordaba en qué piso vivía. ¡Esto no puede seguir así!
—Rosa, espera. Hablemos con calma. ¿Qué papeles has firmado?
—El poder notarial para vender el piso. Mamá lo firmó. Le expliqué que era por su bien.
Carmela sintió que la ira le hervía por dentro.
—¿Te has vuelto loca? ¿Cómo has podido hacer esto sin consultarme? ¡Mamá tiene dos hijas, por si no lo sabías!
—¿Y tú dónde has estado todo este tiempo? —replicó Rosario—. Vienes a verla una hora a la semana y crees que cumples con tu obligación. ¡Yo paso por aquí cada día después del trabajo, le compro la comida, vigilo que tome las pastillas!
—Yo trabajo de mañana a noche, ¡lo sabes! Y no vivo a la vuelta de la esquina como tú.
—¡Exacto! Por eso tomo las decisiones por mamá. Ven si quieres despedirte del piso. Mañana viene el agente inmobiliario a valorarlo.
Rosario colgó. Carmela se quedó en medio de la cocina, incrédula. Su hermanita, a quien aún veía como una niña caprichosa, había decidido por todas el destino de su madre, una mujer de setenta y cinco años.
Vistió rápidamente y fue a casa de su madre. Por el camino, recordó cómo, tras la muerte de su padre, ella, como la mayor, había asumido la responsabilidad. Le enviaba dinero, resolvía problemas, la llevaba al médico. Mientras, Rosario terminaba la universidad, viviendo sin preocupaciones.
El piso de su madre estaba en un cuarto piso de un bloque antiguo. Carmela subió las escaleras y llamó a la puerta. La abrió su madre: Isabel Martínez, una mujer menuda, de ojos marrones y mirada atenta.
—¡Carmela, cariño! —sonrió—. Qué pronto has venido. ¿Pasa algo?
—Mamá, necesitamos hablar. En serio.
Entraron en la cocina. Su madre puso agua a calentar y sacó unas galletas.
—Mamá, cuéntame lo de ayer. ¿Qué hiciste?
Isabel reflexionó.
—Me levanté, desayuné… Luego vino Rosario. Hablamos de algo. Trajo unos papeles.
—¿Qué papeles?
—No lo recuerdo bien. Dijo que era importante, para mi bien. Que debía firmar.
—¿Y firmaste?
—Sí, claro. Ella entiende de esas cosas. Es economista.
Carmela apretó los puños. Su madre estaba olvidadiza, pero no por eso había perdido el derecho a decidir.
—Mamá, ¿recuerdas qué más dijo Rosario?
—Algo de una residencia. Que estaría mejor, que me cuidarían. Pero no quiero irme de aquí, Carmela. Este es mi hogar.
Su madre tenía lágrimas en los ojos. Carmela la abrazó.
—No te irás a ningún lado, mamá. No lo permitiré.
En ese momento, tocaron el timbre. Era Rosario: una mujer enérgica de cuarenta y tres años, vestida de traje.
—Ah, ya estás aquí —dijo al ver a Carmela—. Bien. Ahora podemos hablar como adultas.
—¿Como adultas? —Carmela se levantó—. ¿Llamas adulto a engañar a una anciana indefensa?
—¡No la he engañado! Ella firmó el poder voluntariamente.
—¡Mamá no entendía lo que firmaba!
—¡Yo estoy aquí, por cierto! —intervino Isabel—. ¡Y dejad de gritar en mi casa!
Las hermanas callaron. Su madre rara vez alzaba la voz, y cuando lo hacía, todas obedecían.
—Rosario, explícame otra vez qué papeles firmé ayer.
Rosario se sentó junto a su madre y le tomó la mano.
—Mamá, firmaste un poder para vender el piso. Y encontré una residencia maravillosa para ti. Allí estarás segura, con médico y comidas especiales. Nos visitarás cuando quieras.
—Pero no quiero vender el piso —susurró su madre—. Aquí está toda mi vida. Aquí vivió tu padre.
—Mamá, es peligroso que vivas sola. Podrías dejar el gas abierto, caerte, y nadie lo sabría.
—Tengo vecinos, os tengo a vosotras.
—Los vecinos no son familia. Y nosotras trabajamos. Carmela vive al otro extremo de la ciudad. Yo tampoco puedo estar aquí a todas horas.
Carmela no pudo contenerse.
—Rosa, podemos contratar una cuidadora. O llevarme a mamá conmigo.
—Una cuidadora es carísima. Y tú vives en un piso minúsculo.
—¡Ya encontraremos la manera!
—¿Qué manera? —Rosario alzó la voz—. Carmela, ¡deja de hacerte la hija ejemplar! ¿Quieres que mamá duerma en tu sofá? ¿O que yo siga volviéndome loca entre el trabajo, mi familia y venir corriendo aquí?
—¡Yo no te pedí que vinieras!
—¿No? ¿Y quién debía hacerlo? ¿Crees que mamá puede valerse sola?
Isabel se levantó.
—Id a casa, chicas. Necesito pensar.
—Mamá… —empezó Rosario.
—Id, he dicho. Hablaremos mañana.
Las hermanas salieron. En el portal, Rosario murmuró:
—Carmela, no lo hago por maldad. Me preocupa mamá.
—¿Te preocupa? ¿Entonces por qué no hablaste conmigo?
—¿Qué habría cambiado? Te habrías opuesto, habríamos discutido meses, ¡y mamá podría haberse quemado viva!
—No tenías derecho a decidir sola.
—¡Claro que sí! Porque soy la única que se ocupa de ella. Tú vienes como si fueras de visita, tomas un café y te vas.
—¡No es verdad!
—¿No? Cuando mamá estuvo hospitalizada el año pasado, ¿quién la cuidó? ¡Yo! ¿Quién le compra las pastillas? ¿Quién le lleva la comida? ¡También yo!
Carmela abrió la boca para contestar, pero comprendió que su hermana tenía razón.
—De acuerdo —dijo—. Ayudas más que yo. Pero eso no te da derecho a decidir dónde vive.
—¿Qué propones? ¿Esperar a que le pase algo grave?
—Proponemos buscar una solución juntas.
Rosario suspiró.
—Ya está decidido. Mañana viene el agente. La residencia está reservada.
—¡Cancélalo!
—No lo haré.
Rosario se marchó. Carmela volvió al piso.
—Mamá, ¿de verdad quieres ir a la residencia?
Isabel miraba por la ventana.
—No sé. Rosario dice que es lo mejor. Quizá tenga razón.
—¿Tú qué crees?
—¿Qué puedo creer? Soy vieja, ya no entiendo.
—Eres lista, mamá. Tienes derecho a elegir.
—¿Derecho? —su madre la miró sorprendidaAl final, las tres encontraron un equilibrio: Carmela se mudó con su madre, Rosario las visitaba cada tarde, e Isabel, rodeada de amor, supo que su hogar no eran solo cuatro paredes, sino el cuidado y la paciencia de sus hijas.