La hermana secreta

La Otra Hija

El padre de Lucía tenía quince años más que su madre. Vestía de forma seria, casi anticuada. Siempre llevaba pantalones, camisa, chaqueta o jersey. Nada de zapatillas ni camisetas. No se parecía en nada a los padres de sus amigas. Lucía lo adoraba. Cuando volvía del trabajo, ella corría a su encuentro, él la levantaba en brazos y le preguntaba, mirándola a los ojos:

—¿Cómo le ha ido el día a mi princesa?

A Lucía le encantaba que la llamara así. Lo abrazaba y aspiraba ese olor único, el mejor del mundo, el olor de la felicidad: una mezcla de colonia, tabaco y algo más que no sabía nombrar.

—¿Y yo no soy princesa? —preguntaba la madre, haciendo pucheros para que le dieran su ración de halagos. Su padre, con Lucía en un brazo, rodeaba a su madre con el otro, la besaba en la mejilla y decía:

—Sois mis dos princesas favoritas.

Lucía disfrutaba de este juego que se repetía cada día.

Con los años, el juego se fue perdiendo. Ella seguía saliendo a recibir a su padre, pero ya no se lanzaba a sus brazos con gritos de alegría. Ahora lo saludaba con sencillez:

—Hola, papá.

—Hola —respondía él, colgando el abrigo en la percha sin mirarla.

Lucía tampoco quería que la alzara como antes, pero… ¿por qué ya no le miraba a los ojos? ¿Por qué dejó de llamarla princesa?

—¿Otra vez te quedaste tarde en el trabajo? —preguntó.

—Sí. No queda otra. Es mi responsabilidad.

—¿Qué responsabilidad?

—Soy jefe, aunque no de mucho —se pasó la mano por el pelo y siguió hacia el salón. Lucía sabía que mentía. No había trabajo que justificara tanto retraso. Al fin y al cabo, solo dirigía un taller de electrodomésticos. Claro, a veces algún cliente pedía una reparación urgente, pero esos pagaban el doble, y no eran tantos. La gente prefería esperar antes que pagar de más. Pero últimamente su padre se retrasaba mucho, y volvía sin flores. Incluso los fines de semana desaparecía “al trabajo” un par de horas, volviendo callado y distraído. Lucía notaba secretos y mentiras.

Como hoy.

—Hola. ¿Qué tal el instituto? ¿Está tu madre?

Preguntaba sin mirarla. Sabía que eran preguntas por rutina, sin esperar respuesta. Y no contestó. Dicen que hasta las niñas tienen intuición femenina. Y la suya le decía que algo había cambiado, que algo pasaba en la familia. No era casual que su madre tuviera los ojos rojos últimamente. Delante de ella evitaban pelearse, pero tampoco bromeaban como antes. La conversación parecía un esfuerzo.

Hasta su olor era distinto esos días de “retrasos laborales”. Parecía culpable, incómodo. La casa vibraba con una tensión eléctrica. Lucía se atrevió a confesárselo a su madre.

—A veces las personas pasan épocas de tensión. Pero si se quieren, todo pasa —respondió ella con evidente fastidio.

—¿Y si no se quieren?

—Entonces se separan. Y buscan ser felices con otros. Aunque no siempre lo consiguen.

—¿Vosotros todavía os queréis?

—Haces preguntas muy difíciles. No todas tienen respuestas claras —su madre se irritó. Lucía calló y se encerró en su habitación.

¿Entonces sus padres estaban hartos el uno del otro? ¿Y ella qué culpa tenía? ¿También estaban hartos de ella? Si ya no se querían, ¿tampoco la querían a ella? ¿Se divorciarían? Demasiadas preguntas sin respuesta.

Ese verano no hubo vacaciones en la playa. Su padre trabajaba, y Lucía y su madre se fueron a casa de la abuela. Él ni siquiera los visitó el fin de semana, como solía. Lucía escuchó a su abuela regañando a su madre por dejarlo solo en la ciudad.

—Con lo frágil que está la familia, y le das libertad total. Si él hace tonterías, es otra cosa, pero tú…

—Mamá, no me destroces. No lo voy a atar. Que pase lo que tenga que pasar —respondió su madre, agotada.

—Qué tonta eres. Hombres así no se dejan ir. Por Lucía podrías aguantar. ¿Para qué regalárselo a otra?

—Abuela, ¿de qué hablan? ¿Papá nos deja? —Lucía entró en la cocina, harta de espiar.

—¿Escuchando? No te metas en conversaciones de adultos. Nadie se va. Hablábamos de una serie.

—Sí, claro. ¿Me creen tonta?

—Vete, no estorbes —la apartó su abuela con la mano.

—No soy una niña. Y lo entiendo todo.

—Pues si no eres una niña, no te metas. Ellos solos lo resolverán.

Su padre apareció dos semanas después para llevarlas de vuelta a la ciudad. Lucía se alegró. Su madre se arregló diferente, se peinó con otro estilo. Pero entre ellos seguía habiendo cables pelados. Ella preguntaba cosas sin importancia, él respondía con monosílabos o callaba. Y cada día, la tensión crecía.

Lucía adoraba diciembre. A mediados de mes era su cumpleaños, y dos semanas después, Navidad. Su época favorita.

Ese día, después de clase, fue al cine con sus amigas a ver una comedia. Salieron riendo, repitiendo frases y escenas divertidas. Lucía ya estaba en tercero de la ESO.

Afuera nevaba, el ambiente navideño embellecía todo. En la plaza ya habían colocado un árbol inmenso, las tiendas brillaban con luces, hasta los árboles de la calle.

—No quiero irme a casa. ¿Compramos helado? —preguntó Laura.

—¿Y luego quién va a cuidarte cuando te dé anginas? Y Pablo bailará con Valeria en la fiesta —se rieron, burlándose de la enamoriscada de Laura. Aunque en el fondo, todas envidiaban que al menos ella tuviera un chico.

Laura se ofendió y quiso irse, pero en ese momento, Lucía vio a su padre. Iba a llamarlo cuando notó a una chica a su lado, de su misma edad.

—Escóndeme —susurró, refugiándose tras Laura, que, confundida, giraba la cabeza buscando al “peligro”.

—Quieta, no te muevas —rogó Lucía.

Su padre y la chica pasaron sin verla.

—¡Pero si es tu padre! —susurró Rosa—. ¿Y esa quién es?

Lucía los siguió con la mirada, luego se despidió a toda prisa y los siguió. ¿O tal vez se había equivocado? No, era su abrigo. En eso, su padre se inclinó hacia la chica y dijo algo. Vio su perfil. No había error. Era él. ¿Habían ido al cine juntos? ¿Quién era ella? ¿Lo sabría su madre? Lucía estaba segura de que sí. Subieron a un autobús y se fueron. Ella no alcanzó a seguirlos. Camino a casa, la invadieron dudas y malos presentimientos. Esta vez exigiría respuestas.

Pero no llegó a preguntar. Esa noche le subió la fiebre, le dolió la garganta, y las preguntas esperaron. Cuando se recuperó, su padre ya se había ido. Su madre se negó a explicarle nada. “Ahora no puedo hablar de esto”, dijo. “Más adelante”.

Así que Lucía fue a su taller. Lo esperó a la salida. Al verlo, se acercó.

—Hola, papá.

—¿Lucía? ¿Qué haces aquí? ¿Pasó algo? —parecía desconcertado—. ¿Tu madre está bien?

—Lucía suspiró y le dijo: “Papá, ya lo sé todo, y aunque me duele, prefiero que seamos honestos desde ahora”.

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La hermana secreta