La hermana que siempre me desagrada

—¡No toques mi muñeca! —chilló Sofía, arrancando de las manos de su hermana mayor la figura de porcelana con rizos dorados—. ¡Mamá! Lucía otra vez con mis juguetes.

—¡Vaya, qué egoísta! —replicó Lucía de ocho años, pero soltó la muñeca—. ¡Como si fuera una princesa de verdad!

—¡Niñas, qué gritos a primera hora! —Salía Galiana de la cocina, secándose las manos con un paño—. Lucía, deja en paz a tu hermana. Tienes tus juguetes.

—¡Son viejos, y los suyos son nuevos! —protestó Lucía—. ¡No es justo!

—Porque soy la pequeña —dijo Sofía con satisfacción, abrazando la muñeca—. Mamá lo dice.

Lucía apretó los dientes y calló. Sí, mamá lo decía. Y la abuela Aurelia también. Y la tía Carmen. Silvia. Todos repetían: “Sofíta es pequeña, hay que cederle”, “Sofíta es delicada, hay que cuidarla”, “Sofíta es tan encantadora”.

¿Y Lucía? Lucía era grande, Lucía era fuerte, Lucía debía comprender. Siempre comprender y ceder.

—Id a desayunar —indicó la madre con cansancio—. Y llama a tu hermana.

En el colegio, Lucía intentaba olvidar las rencillas domaésticas, pero hasta allí la perseguía el fantasma de su hermana menor. La maestra Elena a menudo preguntaba por Sofíta, si estaba bien de salud, cuándo entraría en primaria.

—¿Y tú, Lucia, ayudas a tu hermanita a prepararse? —preguntó un día tras la clase.

—Sí —mintió Lucía.

En realidad detestaba aquellas lecciones. Sofía se quejaba, no quería aprender las letras, protestaba por el cansancio. Y mamá siempre respondía: “¿Por qué la presionas? Ves que está agotada”.

—Sofi, la “A” no se escribe así —refunfuñaba Lucía, borrando un garabato torcido—. ¡Mira, así es!

—¡No quiero! —lloriqueaba su hermana—. ¡Me duele la mano!

—¡No te duele nada! ¡Eres una vaga!

—¡Mamá! ¡Lucía me insulta! —chillaba Sofía al instante.

Y mamá, por supuesto, regañaba a Lucía. Siempre regañaba a Lucía.

Cuando Sofía empezó primaria, Lucía esperó que entonces su hermana entendería lo que era estudiar, esforzarse, suspender. Pero no fue así. Sofía aprendía con facilidad, sacaba sobresalientes, los profes la adoraban.

—¡Qué lista es tu hermana! —exclamaba la tutora de Lucía—. Una estudiante ejemplar. Deberías aprender de ella cómo estudiar.

Lucía calló, apretando los puños. ¿Qué decir? ¿Que Sofía no era lista, solo afortunada? ¿Que todo le venía sin esfuerzo? Mientras Lucía sudaba tinta hasta medianoche por un notable.

En casa tampoco había paz. Sofía crecía radiante —rubia, ojos azules, piel de porcelana. Las vecinas suspiraban: “¡Ay, qué muñequita! ¡Un angelito!”.

¿Y Lucía? Lucía era normal. Ni guapa ni fea —una chica más con pelo castaño y ojos grises. Había millones.

—Nuestra Sofíta será actriz —decía mamá con ilusión, cepillándole el pelo—. O modelo. Con esa belleza es pecado no aprovecharla.

Lucía fingía no oír, pero cada palabra la rajaba el corazón. ¿Ella no tenía belleza que aprovechar? ¿Nada bueno saldría de ella?

—Yo seré médica —dijo un día en voz baja.

—¿Médica? —preguntó mamá, sorprendida—. Bueno, si lo consigues. Hay que estudiar mucho.

“Si lo consigues”. No “lo lograrás” o “puedes hacerlo”, sino “si lo consigues”. Como si mamá ni siquiera creyera en ella.

Sofía seguía creciendo y embelleciéndose. En el instituto, los chicos la perseguían. Ella coqueteaba, recibía regalos, flores flores. Lucía lo veía con amargura y envidia.

—¡Mira los pendientes que me dio Álvaro! —trinaba Sofía, girando ante el espejo—. ¡Dice que hacen juego con mis ojos!

—Bonitos —masculló Lucía.

Ella también soñaba con regalos, piropos. ¿Pero quién miraría a una ratoncita gris junto a tanto resplandor?

—Luci, ¿por qué esa cara? —preguntó Sofía, notando su expresión—. ¿Quieres pendientes también?

—No —cortó Lucía.

No quería dádivas. Ni lástima. Quería que alguien la viera a ella. ¿Pero dónde hallar a esa persona?

Tras el instituto, Sofía entró en la escuela de arte dramático. Mamá estaba en el séptimo cielo.

—¡Siempre supe que serías actriz! —brillaba—. ¡Con ese talento, esa belleza! ¡Serás famosa!

Lucía mordía el granito de la medicina. Difícil, muy difícil. Anatomía, fisiología, química —exigía un esfuerzo constante. Pero no se rendía. Sería médica, quizá no una estrella como su hermana, pero necesaria.

—¿Qué tal en la uni? —preguntaba mamá, pero era obvio que le importaban más los avances de Sofía en el teatro.

—Bien —respondía Lucía, breve.

—¡Sofía llamó ayer! ¡La eligieron protagonista en la obra de curso! ¿Te imaginas? ¡En primero y ya protagonista!

Sí, Lucía lo imaginaba. Sofía siempre era la primera.

Pasaron años. Sofía se hizo actriz, poco conocida. Actuaba en un teatro modesto, algún papel en serie. Pero mamá seguía orgullosa: ¡Hija actriz! Lucía era médica de familia, trabajaba en un ambulatorio, ayudaba a la gente. Mamá no parecía
Las hijas de las hermanas Galán se fundieron en un abrazo espontáneo, sellando para siempre una paz que debió nacer décadas atrás.

Rate article
MagistrUm
La hermana que siempre me desagrada