La hermana que siempre me causó resentimiento

—¡No toques a mi muñeca! —chilló Rocío arrebatándole a su hermana mayor la figura de porcelana con rizos dorados—. ¡Mamá! ¡Belén vuelve a coger mis juguetes!

—¡Vaya con la remilgada! —replicó Belén, de ocho años, soltando a la muñeca—. ¡Como si fuera la mismísima Duquesa de Alba!

—¿Qué es este escándalo a primera hora? —Matilde apareció en la cocina, secándose las manos con un trapo—. Belén, deja en paz a tu hermana. Tienes montañas de juguetes.

—¡Pero los míos son viejos, y los suyos nuevos! —protestó la mayor—. ¡No es justo!

—Es que soy la pequeña —dijo Rocío, abrazando su tesoro—. Lo dice hasta mamá.

Belén apretó los dientes y calló. Cierto. Su madre, su abuela Carmen y la tía Pilar repetían lo mismo: “Pobrecita Rocío, tan pequeña, hay que cederle”, “Rocío es delicada, hay que cuidarla”, “Rocío es un cielo de niña”. ¿Y ella? Belén era fuerte, era mayor, tenía que comprender. Siempre comprender. Siempre ceder.

—Vengan a desayunar —dijo su madre cansada—. ¿Y llama a tu hermana?

En el cole, Belén intentaba olvidar el agobio de casa. Pero hasta allí la perseguía el fantasma de Rocío. La señorita Dolores siempre preguntaba por ella: “¿Cómo está la pequeña Rocío? ¿Se ha crecido ya para Primaria? Belén, ¿la ayudas con las letras?”.

—Sí, la ayudo —mentía Belén.

Lo cierto es que aquello era un suplicio. Rocío se quejaba, se negaba a repasar las vocales y mamá soltaba: “Déjala, hija, que agota”. “Ro, la ‘A’ no es un garabato torcido —se enfadaba Belén borrando—. ¡Mira cómo se hace!”. “¡No quiero! ¡Me duele la mano!”. “¡No te duele nada, eres un vago!”. “¡Mamá! ¡Belén me insulta!”. Y claro, mamá regañaba a Belén. Siempre a Belén.

Al entrar Rocío al cole, Belén esperó que su hermana entendiera qué era esforzarse, estudiar, traerse un cuatro a casa. ¡Nada! Rocío subió como la espuma: sobresaliente en todo, profesoras encantadas. “¡Qué lista es tu hermana! —exclamaba la tutora de Belén—. ¡Futura número uno! Deberías aprender de ella”. Belén apretaba los puños. ¿Decir que Rocío no era lista, solo afortunada? ¿Que todo le venía rodado? Ella, en cambio, sudaba tinta para un notable.

En casa, el mismo calvario. Rocío era una preciosidad: pelo de trigo, ojos azules, ¿una muñeca vasca? Las vecinas palmoteaban: “¡Ay, qué monona! ¡Un ángel de la guarda!”. ¿Y Belén? Era normal. Una chica con melena castaña y ojos pardos. Como millones. “Rocé será actriz —soñaba mamá peinándole el pelo—. O modelo. Con esa belleza, sería pecado no aprovecharla”. Belén fingía no oír, pero cada palabra era un cuchillo. ¿Ella? ¿No pecaba al desperdiciar su cara? ¿Acaso nada bueno saldría de ella? “Yo seré médico”, susurró un día. “¿Médico? —se sorprendió su madre—. Si puedes. Las notas han de ser excelentes”. “Si puedes”. No “Serás” o “Lo lograrás”. “Si puedes”. Como si no confiara en ella.

Rocío crecía y su atractivo aumentaba. En el instituto, los chicos iban detrás como abejas. Ella coqueteaba, recibía rosas y regalos. Belén lo observaba con un nudo de envidia. “Mira los pendientes que me dio Adrián —gorjeaba Rocío ante el espejo—. ¡Dice que combinan con mis ojos!”. “Bonitos”, dijo Belén apretando la mandíbula. Ella también soñaba con regalos, con elogios. Pero ¿quién se fija en una pardilla junto a un sol? “Belé, ¿por qué pones cara de vinagre? —preguntó Rocío—. ¿Quieres pendientes?”. “No gracias”, cortó Belén. No quería caridad. Quería que alguien la viera a ella. Pero ¿dónde?

Rocío entró a la RESAD. Mamá estaba en el septimo cielo. “¡Siempre supe que serías actriz! —brillaba—. ¡Tanto talento, tanto glamour! ¡Serás famosa!”. Belén, mientras, arañaba libros en Medicina. Anatomía, fisiología, química… Todo exigía sangre y lágrimas. Pero no se rindió. Sería médica. Quizás menos brillante que su hermana, pero útil. “¿Y tu carrera? —preguntaba mamá, aunque siempre derivaba a—: ¡Rocé tiene el protagónico en la obra de clase! ¡Primer curso y ya la estrella!”. Sí, Belén lo imaginaba. Rocío siempre la primera.

Pasaron años. Rocío fue actriz, aunque no muy conocida: teatro modesto, algún papelito en “Hospital Central”. Mamá enorgullecía: “¡Mi hija, actriz!”. Belén fue médico internista, trabajó en un ambulatorio, curó gripes y salvó vidas. Mamá, sin embargo, fruncía el ceño
Y con la pequeña Sofía balanceando las manos de ambas entre risas tontas, Aurora se inclinó hacia la mesa, cogió una tartaleta de merengue y, haciendo un guiño travieso a su hermana, se la estampó de improvisto en la nariz a Vero, que soltó una carcajada tan espontánea y sonora que hasta las vecinas asomaron por el balcón, encogiéndose de hombros mientras nos reímos como niñas.

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MagistrUm
La hermana que siempre me causó resentimiento