Desde niña, mi hermana Lola me sacaba de quicio. “¡No toques mi Nancy!” —chilló un día, arrebatándome la muñeca de porcelana que sujetaba. “¡Mamá! ¡Carmen me quita mis cosas otra vez!” Solo tenía ocho años, pero ya me cansaba su tiranía. “Bah, ¡qué niña!” —repliqué, soltando el juguete. “Siempre la misma comedia”. Mamá, Isabel, apareció en la puerta de la cocina con un trapo en las manos. “Niñas, ¿otra vez riñendo a estas horas? Carmen, deja a tu hermana tranquila. Tienes juguetes de sobra”. “¡Pero los míos son viejos y los suyos nuevos!” —protesté—. “¡No es justo!”. “Porque soy la pequeña” —refunfuñó Lola, abrazando su muñeca—. “Lo dijo mamá misma”. Apreté los dientes. Cierto. Mamá, la abuela, la tía Pilar… Todos repetían: “Lolita es chiquita, hay que cederle”, “Lolita es delicada, debemos cuidarla”, “Lolita es tan mona”. ¿Y yo? Carmen, la mayor, la fuerte, la que siempre debía comprender y ceder.
En el colegio, la sombra de Lola me perseguía. La señorita Elena preguntaba seguido por ella: “¿Y tu hermana? ¿Sigue bien? ¿Empezará primaria pronto?”. “Carmencita, ¿le ayudas a prepararse?”, inquirió una tarde. “Sí, claro”, mentí. La realidad era otra: Lola se quejaba y pataleaba con los deberes. “Loli, la ‘M’ no va así” —regañaba yo, borrando un garabato—. “¡Mira cómo se hace!”. “¡No quiero! ¡Me duele la mano!”. “¡No te duele nada! ¡Eres una vaga!”, replicaba. “¡Mamá! ¡Carmen me insulta!”, chillaba al momento. Y mamá, como siempre, me reñía.
Cuando Lola entró al cole, creí entendería el esfuerzo de estudiar. Error. Sacaba dieces sin aparente trabajo. “¡Tu hermana tiene un talento natural!” —exclamaba mi tutora—. “Deberías aprender de su empeño”. Yo apretaba los puños. ¿Qué decir? ¿Que a Lola todo le venía rodado mientras yo sudaba tinta por un siete? En casa continuaba la comparación: Lola crecía guapa, rubia, con ojos azules. Las vecinas suspiraban: “¡Parece una de esos ángeles del belén!”. Yo, morena, gris, normal. Millones como yo. “Mi Lolita será actriz o modelo” —fantaseaba mamá peinándola—. “Con esta hermosura, sería pecado no intentarlo”. Yo fingía no escucharlo, pero cada palabra dolía. ¿Yo pecaba por no tener su belleza? ¿Acaso jamás lograría nada? “Yo seré médico”, dije una vez. “¿Médica?” —mamá se sorprendió—. “Bueno, si lo consigues. Hay que sacar buenas notas”. ‘Si lo consigues’. Como si dudara.
Lola floreció. En el instituto, los chicos giraban en torno a ella. Regalos, flores, piropos. “Mira qué pendientes me dio Nacho” —trinaba, admirándose en el espejo—. “Dice que combinan con mis ojos”. “Bonitos”, mascullé yo. También anhelaba que alguien me valorase, pero ¿quién miraría a una hormiguita con ese sol al lado? “Carmela, ¿por qué pones esa cara?” —inquirió Lola un día—. “¿Quieres que te regale unos pendientes?”. “No hace falta”, corté en seco. No quería limosnas.
Tras el instituto, Lola entró en la RESAD de Madrid. Mamá enloqueció de orgullo: “¡Sabía que serías actriz! ¡Con tu talento y tu gracia, llegarás lejos!”. Yo comía libros en la Complutense: anatomía, farmacología, bio… Duro como piedra. Pero seguí. Sería médica, no una estrella, pero alguien útil. “¿Qué tal la uni?” —preguntaba mamá, aunque en sus ojos brillaba el último casting de Lola—. “Vale” —respondía breve—. “¿Sabes? A Lola le dieron el papel principal en una obra de curso. ¡En primero!”. Claro. Siempre primera.
Lola actuaba en el Teatro de la Abadía, con papeles menores en series. Mamá la vitoreaba: “¡Mi hija la actriz!”. Yo, médico de cabecera en Vallecas, curaba gripe y diabetes. A mamá apenas le interesaba. “Lola sale en una nueva serie” —contaba a las vecinas—. “En Telecinco. Carmen… bueno, trabaja en el ambulatorio”. Callaba. ¿Quién quería oír que salvar vidas importaba más que entretener?
Se casó antes. Con un actor guapo de su compañía. Boda enorme en La Quinta de los Molinos. Mamá deslumbraba: “¡Mi yerno es un sol! ¡Vaya pareja!”. “Y tú, Carmen” —preguntaban las tías—. “¿Para cuándo? Cerca de los treinta y sin novio”. Encogía los hombros. Ni tiempo encontraba, ni los hombres parecían sinceros. Quiz
Y esa tarde, mientras la pequeña Sofía abría regalos entre risas, Laura abrazó a su hermana Elena con una lágrima furtiva, sabiendo que en ese gesto silencioso empezaba, después de tantos años de distancia, la verdadera cercanía.