La hermana pequeña de mi marido apareció de visita, y él le entregó sin dudar la habitación con aire acondicionado, obligando a mi hijo enfermo y a mí a dormir en el salón.
Esa tarde, con un calor asfixiante, la hermana menor de mi marido llegó de improviso con su maleta. Él, con una sonrisa de oreja a oreja, la recibió como si fuera una reina:
Si te quedas, duermes en la habitación fresca. Tú y el niño podéis aguantar unos días en el salón, un poco de calor no os matará.
Me quedé helado, mirando a mi hijo, que acababa de reponerse de una enfermedad y todavía tenía fiebre.
¿No ves que está débil? El aire le ayuda a respirar, ¿cómo puedes?
Antes de que terminara, me cortó brusco:
Haz lo que digo. Solo son unos días, no dramatices.
Al caer la noche, tendí un colchón en el salón, junto a un ventilador viejo que apenas movía el aire caliente. Mi hijo, con fiebre, sudaba tanto que el pelo se le pegaba a la cara. Lo abracé, abanicándolo mientras tragaba lágrimas. Desde la habitación, las risas de mi marido y su hermana sonaban frescas, como si el calor y la tos de mi hijo no existieran.
La tercera noche, el niño tuvo una fiebre tan alta que empezó a convulsionar. Aterrorizado, corrí hacia la habitación para ponerlo al fresco, pero mi marido salió a bloquearme el paso:
¿Qué haces? ¡No despiertes a mi hermana!
Me quedé petrificado. Solo pensé una cosa: ese hombre ya no merecía ser mi marido ni el padre de mi hijo.
A la mañana siguiente, mientras su hermana dormía plácidamente en el frescor, recogí en silencio nuestras cosas y me marché con el niño. La puerta se cerró a mis espaldas, y oí su voz llamándome, pero esta vez no me volví.
Me refugié en casa de mi madre. Durante una semana, el teléfono no paró de sonar, pero no contesté. Sus mensajes eran siempre lo mismo: «Perdona, vuelve», «Solo pensé en mi hermana, no quise hacerte daño».
Cuando mi hijo se recuperó, los vecinos me contaron que su hermana había sufrido un golpe de calor y la llevaron de urgencia al hospital. Resultó que el aire acondicionado tenía una fuga eléctrica; por suerte, no pasó a mayores. Él, desesperado, se culpaba por haberla mimado tanto y por dejarnos a nosotros sufrir aquel infierno.
Tres días después, apareció frente a casa de mi madre. El hombre orgulloso que conocí ahora tenía la mirada hundida y los ojos rojos:
Me equivoqué no merezco ser tu marido ni su padre. Pero dame una oportunidad. Estos días sin vosotros, la casa es más fría que nunca.
Lo miré, con el corazón apretado pero helado. La rabia ya no ardía, pero el dolor seguía ahí.
¿Crees que con un «lo siento» basta? ¿Y si le hubiera pasado algo al niño? Estoy demasiado cansado para estar con alguien que siempre pone a otros primero.
Se arrodilló en medio del patio, sin importarle los vecinos. Pero yo entré con mi hijo y cerré la puerta, también la del corazón.
Porque hay errores que, por mucho que duelan, no tienen vuelta atrás.
Los días siguientes, siguió viniendo, trayendo fruta, leche, juguetes para el niño Pero no salí. Mi madre me observaba en silencio y decía:
Si lo has decidido, te apoyo. Solo espero que no te arrepientas.
Abracé a mi hijo, sintiendo su calorcito. Él era mi fuerza. No quería que creciera en un hogar donde el cariño siempre quedaba en segundo plano.
Una tarde, con la luz dorada del atardecer, escuché su voz tras la puerta:
Te esperaré un mes, un año toda la vida si hace falta.
No respondí. Solo aparté un poco la cortina y vi cómo se alejaba. En ese momento supe que los dos lo habíamos perdido todo: lo que un día tuvimos y la posibilidad de arreglarlo, ahora que la confianza estaba hecha pedazos.
El tiempo pasó, y la herida empezó a cerrar. Volví al trabajo, llevé a mi hijo al colegio y aprendí a reír de nuevo. Por las noches, a veces recordaba esa escena: mi hijo temblando en mis brazos bajo el calor, y él bloqueando la puerta del aire acondicionado.
Esa imagen era mi recordatorio: a veces, marcharse no significa que el amor se haya acabado sino que te quieres más a ti y a tu hijo.
Y decidí cerrar esa historia aquíno con perdón, sino con un nuevo comienzo, donde la risa de mi hijo nunca más sería ahogada por la indiferencia de nadie.