La hermanastra
Victoria salió del trabajo y se detuvo en un centro comercial. A la jefa de contabilidad le llegaba su aniversario en unos días, y su departamento le había encargado elegir un regalo. Ya había visto algunas opciones y sacado fotos con el móvil. Al día siguiente las enseñaría a sus compañeros para decidir juntos. Mientras bajaba por las escaleras mecánicas hacia la planta baja, solo quería salir de allí, lejos del bullicio y la gente.
—¿Victoria? —la llamó una voz femenina de repente.
Giró la cabeza hacia la izquierda, escudriñando los rostros de quienes subían, pero no reconoció a nadie.
—¡Victoria! —volvieron a gritarle.
Al mirar hacia atrás, vio a una chica de pelo rojo fuego intentando bajar a contrapié por las escaleras.
—¡Espérame abajo, no te vayas! —exclamó la desconocida.
Victoria llegó al final y esperó. Aquel melenazo rojo brillante desapareció un instante en lo alto para luego reaparecer, cada vez más cerca. La chica bajaba corriendo, rozando a la gente sin importarle. El color de su cabello era tan llamativo que apenas se fijaba uno en su cara.
—¡María! —exclamó Victoria al reconocer a su hermanastra.
—Soy yo. ¿No te lo esperabas? Llevo semanas paseándome por la ciudad, buscándote. Sabía que algún día nos cruzaríamos. Hay cafeterías aquí abajo, ¿nos tomamos algo?
—¿Hace mucho que llegaste?
—Dos semanas. ¡Estoy tan contenta de verte! —dijo María con sincera alegría.
Escogieron una cafetería y se sentaron. Victoria observó a su hermanastra: pelo rojo vibrante, pestañas cargadas de rímel como agujas de pino, labios finos pintados del mismo tono que el cabello. Su rostro, de facciones delicadas, parecía sacado de un cuento.
María era cuatro años menor, tendría unos veinte, pero vestida con falda plisada corta, medias color carne, calcetines negros y zapatillas blancas de suela gruesa, parecía una adolescente. La chaqueta vaquera, desabrochada, dejaba ver un top rosado ajustado.
—Te ves genial —dijo María justo cuando llegó la camarera con las cartas. María pidió una pizza, un pastel y un café. Victoria solo optó por el café.
—Tengo tanta hambre que me duele la cabeza. Qué suerte tienes, puedes comer de todo sin engordar. Yo vivo a dieta —suspiró María.
—¿En serio? —Victoria arqueó una ceja, incrédula. María siempre había sido delgadísima.
—No conociste a mi madre. Pesaba como un quintal, por eso mi padre la dejó. Tú tienes mejor genética. Oye, ¿aquí sirven cerveza?
—Pregunta, pero yo no tomaré. Voy conduciendo —dijo Victoria.
—¿Tienes coche? ¡Qué bien! Oye, ¿en tu empresa necesitan gente? Llevo dos semanas aquí y sigo sin trabajo.
—¿Y cómo has vivido todo este tiempo?
—Le vacié los bolsillos a mi padre —soltó María, riendo—. Total, se lo iba a gastar en alcohol. Desde que te fuiste, se puso peor: lo echaron del trabajo, vivía de chapuzas. Luego se lió con una cocinera que le robaba comida del comedor donde trabajaba. Ahí sí que se desató.
Victoria escuchaba sin creerlo, aunque no era raro. Nunca le cayó bien el padre de María. Cuando su madre lo conoció y lo llevó a casa, dijo que Victoria solo tenía celos. Con él llegó María. Victoria estaba en último año de instituto, preparándose para la universidad.
Desde el principio, no se llevaron bien. María cogía su ropa sin permiso, la ensuciaba. Su madre la defendía: “Tienes de sobra, no seas egoísta. María creció sin madre”. Victoria entendía que solo quería evitar peleas, pero le dolía igual.
Ese invierno, a su madre le diagnosticaron cáncer. Murió cuatro meses después.
El padrastro esperaba que Victoria trabajara tras el instituto, pero ella huyó a la capital. Ya había ahorrado algo del dinero para comida o cine que le daba su madre. Entró en la universidad, vivió en una residencia y trabajó por las noches en un Burger King.
Al graduarse, consiguió un buen empleo como gerente. Se privó de todo y al año compró un piso con hipoteca. Conoció a Daniel cuando empezó a trabajar. Hace medio año, él la ayudó a comprar un coche de segunda mano.
—¿Y tú qué estudios tienes? —preguntó Victoria, volviendo al presente.
—¿En serio? ¿Estudios? Apenas acabé el instituto, trabajé en un quiosco. Luego mi padre se volvió irreconocible con la bebida. Lo despidieron. ¿Sabes por qué vine? Se juntó con otra borracha como él. Ya no aguantaba más. Allí no tenía futuro.
Victoria sonrió. Claro, una dependienta de quiosco no tenía muchas opciones.
—¿Y qué puesto crees que podrías hacer? —preguntó.
—Sería una buena secretaria. ¿Tu jefe es joven?
—No mucho, está casado y ya tiene secretaria.
—Qué pena. Pero de limpiadora no voy, aviso —dijo María, devorando con la mirada la pizza que traía la camarera.
—Si necesitas dinero, ¿qué más da si organizas papeles o limpias? Pero preguntaré —prometió Victoria, sin intención real de ayudarla.
—¿Y en el amor? ¿No estás casada? No llevas anillo.
—No. Pero tengo novio. Dos años juntos, pronto nos casaremos. Mentira. Llevaban dos años, pero no vivían juntos. Daniel pasaba las noches con ella, pero cuidaba a su madre enferma y no quería comprometerla con esa carga.
María frunció el ceño.
—Pensaba que eras lista. Si en un año no te ha pedido matrimonio, no lo hará. Es ahora o nunca —sentenció con tono de experta.
—¿Y tú qué sabes? —replicó Victoria, mirando sin querer su anillo.
María siguió su mirada.
—¿Es suyo? Sencillito.
A Victoria le dolió. A María le gustaba lo llamativo, pero a ella le encantaba aquel anillo fino con un pequeño diamante. Daniel se lo trajo de un viaje a Holanda, junto con unos pendientes. En el trabajo, todas la elogiaban. ¿No era prueba de amor? Pero no quiso discutir.
—Es un diamante —dijo.
—¿Entonces es rico? —María dejó de masticar.
—No, simplemente me quiere.
María la miró raro y desvió la vista.
—¿Y tú? ¿Tienes novio? —preguntó Victoria.
—En busca activa. Estuve con uno… Pero no me conformo con cualquiera. Quiero uno con dinero, piso y coche.
“Ahí está la razón —pensó Victoria—. Buscar un marido adinerado. Pero con ese look no lo va a conseguir.” Terminó su café, sin ganas de seguir hablando. Quería irse, pero sabía que María no se rendiría.
—Debo irme —dijo, llamando a la camarera.
María no protestó cuando Victoria pagó, aunque solo había tomado café.
—¿Preguntarás por el trabajo? —insistió María.
—Sí —mintió Victoria, levantándose.
Salieron juntas del centro comercial.
Victoria creció solo con su madre. Su padre las abandonó. Luego su madre conoció al padre de María y se mudaron juntos. A Victoria nunca le gustaron ni él ni María. Siempre sospechó que ocultaba algo.
Cuando su madre enfermó y murió, culpó a María y a su padre. Los médicos dijeron que era cáncer avanzado, pero ella creyó que la angustia aceleróAl salir del centro comercial, bajo la lluvia que empezaba a caer, Victoria supo que esa sería la última vez que vería a su hermana, y sintió, más que alivio, una extraña paz al cerrar para siempre ese capítulo de su vida.