Hace muchos años, en un pequeño pueblo de Castilla, dos hermanas vivieron una historia que aún hoy se recuerda con pesar.
—¡Hola, Vega! —dijo Sofía con entusiasmo al marcar el número—. Queríamos pasar el fin de semana contigo. ¿Podemos?
—Hola… —respondió la voz al otro lado, helada—. No, no podéis.
—¿Cómo que no? —Sofía quedó desconcertada.
—Literalmente —contestó Vega sin más.
—¿Estás enfadada por algo? No entiendo…
—¿Aún lo preguntas? ¡Después de lo que hiciste, no quiero saber nada de ti! —exclamó Vega con brusquedad.
—¿Qué he hecho? ¿De qué hablas?
Las hermanas Delgado crecieron en aquel pueblo castellano. Vega, la mayor, se quedó tras la escuela: estudió en la escuela de comercio y se hizo contable. Se casó con un comerciante local, Roberto, construyeron una casa, tuvieron un hijo, David, y juntos llevaban el negocio familiar.
La menor, Sofía, soñaba con la ciudad. Se marchó a estudiar a Valladolid, se quedó allí y trabajó como dependienta en una tienda. Con su marido, Adrián, obrero en una fábrica, vivían en un piso de alquiler. Dos años después de la boda, nació su hija Lucía.
A pesar de la distancia, las hermanas mantenían contacto. Cuando Lucía cumplió un año, Sofía empezó a visitar a Vega con frecuencia. El aire puro del pueblo era bueno para la niña, y la ayuda de su hermana nunca venía mal. A veces iba un fin de semana, otras, incluso un mes entero.
Vega siempre las recibía con alegría. Su casa era espaciosa, y Lucía, una niña tranquila. Con el tiempo, Sofía comenzó a dejar a su hija sin quedarse ella misma: primero unos días, luego semanas, y en verano, el mes completo. Decía que necesitaba tiempo con su marido. Vega no se negaba. Trabajaba desde casa y, aunque era un esfuerzo, ayudaba.
Sin embargo, Sofía no correspondía. En su pequeño piso, no había espacio para la familia de Vega, y cuando estos iban a la ciudad, alquilaban un lugar. Sofía ni siquiera siempre encontraba tiempo para verlos: una cita en la peluquería, algún compromiso. A veces pasaban solo una hora en su casa.
Pero Vega no le daba importancia. Lo importante era que los primos se llevaran bien y que su hermana, aunque imperfecta, siguiera siendo familia.
David creció y se preparó para la universidad. Sus padres iban a pagar sus estudios. Pero justo antes de entregar los documentos, Vega enfermó gravemente: fiebre alta, debilidad. Roberto prometió llevar a su hijo a la ciudad, pero no podía acompañarlo más por el trabajo.
Entonces Vega llamó a su hermana:
—Sofi… —murmuró con voz débil—. ¿Podrías ayudar a David mañana con los papeles de la universidad? Tiene que entregarlos, necesito que lo acompañes… Y que se quede a dormir en tu casa. Roberto irá por él por la mañana…
Hubo un largo silencio.
—Lo siento, no voy a poder —dijo Sofía al fin.
—¿Por qué? —Vega no creía lo que oía.
—Tengo cita en la peluquería, y luego con Lucía hay que comprarle cosas para el campamento…
—Sofi, nunca te he pedido nada. Es solo un día…
—De verdad que no puedo —cortó Sofía.
—¿Y aunque sea solo para dormir? ¡Aunque sea en el suelo!
—Vega, David ya es mayor. ¿Dónde lo pongo? ¿En mi habitación? ¿O en la de Lucía? Son adolescentes, sería raro. Y la cocina ya sabes cómo es…
A Vega le ardieron los ojos. En todos esos años, nunca le había negado nada a su hermana. Siempre la había acogido, ayudado, alimentado. Y ahora, esto…
—Vale. Lo entiendo —susurró.
Al final, fue un primo lejano de Roberto quien ayudó. Acompañó a David, lo hospedó y hasta le enseñó la ciudad.
David entró en la universidad. Sus padres le alquilaron una habitación. Creció siendo un joven responsable. Pero Vega no olvidó que, en su momento más difícil, su propia hermana la había abandonado.
Pasó un mes. Entonces, una llamada:
—Hola, queremos irnos una semanita a tu casa. ¡Lucía tiene vacaciones y yo me he cogido días!
—No —respondió Vega con calma.
—¿Cómo que no?
—Que no. No volveréis a quedaros en mi casa. Si queréis aire fresco, alquilad algo. Pero no contéis conmigo.
—¿Es por lo de David?
—Sí. La única vez que te pedí ayuda, me fallaste. Años viniendo a mi casa, y cuando yo te necesité, elegiste la peluquería y las compras.
—Venga, perdona… —intentó Sofía.
—Ya no hace falta —cortó Vega.
No volvieron a hablar. David y Lucía seguían viéndose, y Vega no se interponía. La niña no tenía culpa. Pero en su casa, ya no durmió más.
Y Sofía, incluso años después, nunca se sintió culpable. «Ella tenía una casa grande, no le costaba nada», pensaba. Pero nunca más volvieron a cruzar aquel umbral.
A veces, es mejor no tener hermana que tener una en quien no se puede confiar cuando más se necesita.