La herencia de un hogar

**Diario del Legado**

—¿Y cómo te decides a esto? —preguntaba asombrada la hija—. Mamá, estarás sola en ese pueblo, ¿no te da miedo?

—En todas partes hay gente —respondía con calma Isabel Romero—. Allí también haré amigos, no te preocupes. Pero siempre te esperaré de visita. Ya no volveré a la ciudad. Esperaba mi jubilación como un premio. Y la casita que encontré es perfecta. Incluso con pagos a plazos. ¿No es un milagro?

El ánimo de Isabel era excelente. No solo había cumplido su sueño de una casa cerca del campo, sino que había otra razón para irse. Su hija, Lucía, ya tenía treinta años y aún no encontraba pareja. Por eso, Isabel decidió dejarle el piso en la ciudad, para que la joven pudiera organizar su vida.

—Quédate aquí al mando —le dijo abrazándola—, y yo pasaré a verte cuando vaya al mercado o de compras. Luego, subió al autobús que la llevó hacia su sueño.

En el pueblo, Isabel se adaptó rápido. No echaba de menos el piso en la ciudad, pues antes pasaba largas temporadas en su huerto, que ya había vendido por innecesario. El pueblo era acogedor: tenía tienda, transporte, hasta un ambulatorio y una biblioteca.

—¡Qué maravilla! —solía exclamar Isabel al salir cada mañana al porche, estirándose. Los vecinos eran amables y ofrecían ayuda, pero ella siempre declinaba. Quería hacerlo todo sola. Además, al principio, Lucía la visitaba con frecuencia, incapaz de acostumbrarse a su ausencia. Llevaban años viviendo juntas, y ahora Lucía debía formar una familia, como su madre le había pedido.

La primavera fue cálida y húmeda.

—Es lo mejor —decía el vecino, Antonio Martín, un jubilado de setenta años—. Con esta tierra, la siembra saldrá bien. Habrá buena cosecha.

Isabel no solo cuidó su huerto, sino que crió gallinas y patos, pues el corral estaba en buen estado. Parecía volar de un lado a otro: al amanecer salía al jardín, alimentaba a las aves, abría el invernadero, escardaba… Mientras, su gato urbano, Duque, la seguía de cerca, observando con recelo a las gallinas.

—Tranquilo, Duque, te acostumbrarás. Ya hasta pareces el dueño del lugar.

Pronto, una perra callejera llamada Lola se unió a ellos. Antes vagaba por el pueblo, mendigando comida y sufriendo el frío. Pero Isabel, compadecida, empezó a darle refugio, y Lola nunca más se fue, mirando con ojos agradecidos cómo la buena señora le servía cada mañana un plato de arroz con restos de carne.

Al principio, Lola dormía bajo el porche, hasta que Antonio, a petición de Isabel, le construyó una caseta acolchada. En el pueblo, todos hablaban de la nueva vecina como una mujer generosa y trabajadora, y le sonreían al verla.

Lucía, sin embargo, tardó en adaptarse. Sentía cierta culpa.

—¿Cómo te lo agradeceré, mamá? —preguntaba durante sus visitas.

Pero cuando conoció a Javier, entendió el gesto de su madre. Se casaron, y al año nació su hija, Alba.

—Así me lo has agradecido —reía la abuela Isabel—. ¡La familia sigue! Vendréis en verano, y hasta tendré una cabra para darle leche fresca a mi nieta.

Los años pasaron, y Isabel se convirtió en una verdadera mujer de campo. Lucía y Javier la visitaban para ayudar en el huerto, disfrutar de la leña caliente y llevarse conservas caseras.

A veces, Lucía preguntaba:

—¿No estás cansada de tanto trabajo? Ya no eres joven, y estamos lejos…

—Mientras pueda, seguiré —respondía Isabel—. Si se me hace difícil, reduciré los animales. ¿Qué haría aquí sin ellos? ¿Mirar por la ventana? Con ellos, todo es más alegre.

Con los años, los achaques llegaron. Los dolores en las piernas la obligaron a despedirse de los patos y la cabra. Solo conservó las gallinas. Lola y Duque ya no estaban, pero dos gatas abandonadas llegaron a su vida.

—No adoptes más, mamá —rogaba Lucía—. Ya me cuesta venir a ayudarte, y yo también tengo mis años.

El matrimonio de Lucía no duró. Se divorciaron cuando Alba terminó el instituto y se mudó a Madrid para estudiar. Aun así, Javier ayudó económicamente a su hija. Alba, tras graduarse, se quedó en la capital, se casó y formó su propia familia.

Lucía volvió a quedarse sola en el piso. Sus visitas más frecuentes eran las de su hija y yerno, pero cada uno tenía su vida.

Mientras, Isabel apenas podía caminar. El huerto se redujo, y en cada visita, Lucía insistía:

—¿No vendrás conmigo? Allí tendrás médico cerca, tu habitación te espera, y yo no tendré que preocuparme.

Pero Isabel rechazaba la idea.

—¿Para qué ir a molestarte con mis enfermedades? Tú aún puedes encontrar a alguien. Yo ya he vivido lo mío, y aquí he sido feliz.

Lucía no tuvo más remedio que aceptarlo.

Cuando faltaban dos meses para que Lucía cumpliera cincuenta y cinco años, le dijo:

—Espera un poco más. Pronto me jubilaré y vendré a vivir contigo. Arreglaremos la casa y cuidaremos el huerto.

Pero Isabel no llegó a verlo. Una mañana, los vecinos llamaron a Lucía: su madre se había dormido para siempre.

—Como un ángel —contaban—. Así se llevan a las almas buenas: en paz.

Tras el funeral, Lucía pensó en vender la casa. Los vecinos suspiraban y buscaban compradores. Pero cuarenta días después, volvió para recoger algunas cosas y encargarse de las gatas.

Al acercarse, el corazón se le encogió: allí, durante casi veinticinco años, su madre había sido feliz. Allí, ella misma había dejado sudor y esfuerzo en cada rincón.

Las gatas la recibieron maullando, rozándose contra sus piernas.

—Ahora mismo, mis chicas. Os traje comida. Pelusa, Nieve… os habéis quedado solas, ¿verdad? —Les sirvió el plato y las acarició—. Mamá os quería mucho…

Entró, abrió las ventanas y limpió. Horas después, la casa cobró vida: olía a sopa, patatas fritas, la leña ardía en el hogar y el reloj de pared volvió a tictaquear.

—Así está mejor —sonrió Lucía—. Como cuando mamá vivía.

La tristeza y el calor en el pecho la hicieron llorar frente al retrato de su madre.

Entonces, alguien entró. Era Alejandro, el hijo de Antonio, que, tras jubilarse, también vivía solo.

—Bienvenida, Serrano. ¿Qué has decidido? ¡Huele a comida!

—Acompáñame —pidió Lucía—. No quiero comer sola.

Alejandro se lavó las manos mientras ella servía.

—Mira, nuestras vidas se parecen —dijo él, entre bocado—. Con una sonrisa, Lucía asintió, comprendiendo que, al igual que su madre, había encontrado en el pueblo el hogar que su corazón siempre había buscado.

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La herencia de un hogar