La Gorrona. Mi suegra echó a una mujer con un niño pequeño de su casa. Pero ni siquiera podía imaginar…
Migue por fin se durmió a las tres. Yo estaba sentada al borde de la cama, paralizada en una postura incómoda el brazo dormido, el hombro adolorido, pero no me atrevía a moverme. Al niño le estaban saliendo los dientes las encías enrojecidas, siempre llevándose los puñitos a la boca y llorando de una forma que me partía el corazón.
Parecía que no dormía desde hacía una eternidad. Si intentaba pasarlo a la cuna, se despertaba al instante, como si sintiera que quería escaparme. Solo siete meses, y en ese tiempo ya había vivido una vida nueva entera. Amor, dolor, angustia, felicidad todo se había enredado en un nudo apretado que ya no podía deshacer.
Cuando su respiración se calmó, me levanté con cuidado. En la ventana de enfrente había luz alguien más en nuestro bloque de nueve plantas tampoco dormía. A menudo me preguntaba quién sería ¿otra madre agotada como yo? ¿Un anciano con insomnio? ¿Una pareja de enamorados? Antes soñaba con que Álvaro y yo compraríamos un piso, y yo miraría desde mi propia ventana a mi propio patio. Pero esos sueños se desvanecieron como humo.
Tres años trabajando en la caja del “Supermercado La Despensa” y todos mis ahorros se habían esfumado. Primero la entrada para la hipoteca que al final no firmamos. Luego el arreglo de este piso donde vivíamos con María Luisa, la madre de Álvaro. “Será más acogedor”, decía él. Pero solo lo fue para ellos.
Desde que crucé aquel umbral con una maleta y una ilusa esperanza de una vida feliz, nunca me sentí en casa.
“Todo se arreglará”, prometió Álvaro hace año y medio. “Nos casaremos en verano”, dijo antes de que me quedara embarazada. “Esperemos un poco más”, susurró cuando nació Migue. Asentía. Creía. Esperaba. Pero el sello en el DNI parecía ser algo superfluo para él.
María Luisa todas las mañanas hacía sonar las llaves en el recibidor, preparándose para ir a su trabajo de contable. Yo la llamaba mentalmente “la caniche” pequeña, irritable, con la nariz siempre en alto. Conmigo solo hablaba cuando era necesario, como si no fuera la madre de su nieto, sino una sirvienta temporal. Si cocinaba fruncía el ceño: “No sabes manejar los alimentos”. Si lavaba la ropa: “Esto es caro”. Pero siempre con una sonrisa venenosa.
“Lucía, podrías fregar el suelo”, decía en mi único día libre. “Lucía, he comprado queso fresco para Miguélito”, añadía, aunque nunca aceptaba sus compras.
Cerraba con llave su habitación. En nuestra ausencia revisaba nuestras cosas. Una vez la pillé husmeando en mi armario. “Buscaba una toalla”, dijo sin el menor rubor.
En la cocina un orden especial. Sus platos aparte. Los nuestros aparte. Su sartén, sus cacerolas, su batidor. Nada en común. Cuando Álvaro se retrasaba, cenaba en la habitación solo para no sentarme con ella.
Y aún así, de algún modo convivíamos día tras día, mes tras mes. Antes de que naciera Migue, todavía podía escapar al trabajo, con las amigas, a dar un paseo. ¿Y ahora? Con un niño en brazos, con trescientos miserables euros en la cartera y cuatrocientos de ayuda infantil en la tarjeta.
Cerré la puerta sin hacer ruido y salí al pasillo. Tenía sed, la cabeza me zumbaba por el cansancio segunda noche sin dormir seguida. Ayer Migue se despertó a la una y media y no volvió a dormirse hasta las cinco. Y a las diez de la mañana otra vez en pie. Me movía como un zombi, los ojos como si me escocieran.
En la cocina había luz. María Luisa todavía no dormía. Solo quería beber agua e irme, pero no di tiempo ni a dar un paso.
¿Todavía no duermes? se giró mi suegra. Otra vez con el móvil, he visto la luz bajo la puerta.
Migue no duerme bien respondí. Le están saliendo los dientes…
Bufó. En ese sonido había de todo desconfianza, la insinuación de que solo quería escaquearme, y el “en mis tiempos trabajaba y criaba hijos”.
¿Puedes hacer menos ruido? pedí, sobresaltándome con el estrépito de los platos. Migue acaba de dormirse.
Algo brilló en sus ojos. Se volvió bruscamente hacia el fregadero, se encorvó, y después…
Después se giró hacia mí. La cara contraída, los ojos entrecerrados. Dejó la taza sobre la mesa con un golpe.
¿Menos ruido? repitió María Luisa. ¿En mi casa tengo que andar de puntillas?
Me apoyé en el quicio. Siete meses sin dormir. Siete meses viviendo en estos diez metros cuadrados, donde cada paso era como caminar sobre un campo de minas.
Solo te he pedido que no hagas ruido con los platos dije en voz baja.
¿O es que no sabes poner a dormir a un niño? cruzó los brazos mi suegra. Yo crié a dos. Y nunca hubo problemas con los dientes. Y dormían como angelitos.
Apreté los dientes. En la habitación dormía mi hijo, y aquí, en esta cocina minúscula, se avecinaba una tormenta. Lo que dijera estaría mal. Si callaba era una mala madre. Si replicaba armaba un escándalo.
Solo quería agua murmuré, acercándome al grifo.
Claro no se movió María Luisa. Siempre “solo” quieres algo. O echarte, o el móvil. ¿Y trabajar? Eso no es para ti.
Me quedé helada. ¿Trabajar? ¿Con un niño de siete meses que no duerme por las noches?
Volveré al trabajo cuando Migue tenga año y medio dije con firmeza. Como acordamos.
Acordamos alargó las sílabas mi suegra. ¿Mi hijo es de hierro? Es el único que mantiene a la familia. Y tú solo gastas dinero. ¿Cuánto costaron esas cortinas? ¿Y ese carrito importado?
La miraba sin creer lo que oía. ¿Cortinas por ochenta euros? ¿Un carrito de segunda mano por quinientos?
Hablando de dinero brillaron los ojos de María Luisa. ¿Has pagado alguna vez el alquiler? ¿La luz? Aquí solo eres una gorrona. Nadie te ha llamado. Álvaro vivía tranquilo hasta que tú…
Algo se rompió dentro de mí. Me quedé quieta, sin poder moverme. Quería gritar: “¿Y quién pagó la reforma de tu dormitorio? ¿Quién te compró el frigorífico? ¿Dónde están mis ahorros?”
Pero me callé. Me había acostumbrado a tragar, a aguantar los insultos. Por Migue. Por Álvaro. Por esa estúpida “paz familiar”.
¿Crees que no veo cómo miras mis cosas? temblaba la voz de mi suegra. ¿Crees que te llevarás a mi hijo y todo lo mío?
Me quedé de piedra. ¿De qué cosas hablaba? ¿Del serv