**Diario de una madrugada sin sueño**
Al fin, Miguel se durmió cerca de las tres. Me quedé sentada al borde de la cama, con el brazo dormido y el hombro dolorido, pero no me atreví a moverme. Le estaban saliendo los dientes las encías enrojecidas, los puñitos siempre en la boca y lloraba de un modo que me partía el alma.
Parecía que llevaba una eternidad sin dormir. Si intentaba dejarlo en la cuna, despertaba al instante, como si adivinara que quería escapar. Solo siete meses, y ya había vivido una vida entera en este tiempo. Amor, dolor, angustia, felicidad todo enredado en un nudo que ya no podía soltar.
Cuando su respiración se calmó, me levanté con cuidado. En el edificio de enfrente, una ventana seguía iluminada ¿quién más estaría despierto a esta hora? Otra madre agotada, un anciano con insomnio, una pareja enamorada Hace años soñaba con comprar un piso con Sergio, con tener mi propia ventana desde la que mirar. Pero esos sueños se desvanecieron como el humo.
Tres años en la caja del supermercado Día, y todos mis ahorros se esfumaron. Primero, la entrada de la hipoteca que nunca firmamos. Luego, el reformado de este piso donde vivimos con Ana María, la madre de Sergio. *«Quedará más acogedor»*, decía él. Pero el único que encontró comodidad fue él y ella.
Desde que crucé esa puerta con una maleta y una esperanza tonta, nunca me sentí en casa.
*«Todo se arreglará»*, prometió Sergio hace un año y medio. *«Nos casaremos en verano»*, dijo antes de que supiera del embarazo. *«Hay que esperar un poco»*, susurró cuando nació Miguel. Asentí. Creí. Esperé. Pero el sello en el DNI parecía ser un trámite innecesario para él.
Ana María sonaba las llaves cada mañana al salir para su trabajo de contable. La llamaba *«la caniche»* en silencio pequeña, irritable, con la nariz siempre en alto. Solo hablaba conmigo cuando era estrictamente necesario, como si no fuera la madre de su nieto, sino una sirvienta temporal. Si cocinaba, refunfuñaba: *«No sabes aprovechar los alimentos»*. Si lavaba ropa: *«Esto es caro»*. Todo con una sonrisa envenenada.
*«Lucía, podrías fregar el suelo»*, decía en mi único día libre. *«Lucía, he comprado queso fresco para Miguelito»*, añadía, aunque jamás le pedí nada.
Cerraba su habitación con llave. Revisaba nuestras cosas en secreto. Una vez la pillé husmeando en mi armario. *«Buscaba una toalla»*, dijo sin ruborizarse.
En la cocina, su orden era sagrado. Sus platos aparte, los nuestros aparte. Su sartén, su cazuela, su batidor. Nada se compartía. Si Sergio se retrasaba, cenaba en la habitación prefería mil veces eso a sentarme con ella.
Y aun así, sobrevivíamos. Día tras día. Hasta que nació Miguel. Antes al menos podía escapar al trabajo, con las amigas, a pasear. ¿Y ahora? Con un bebé en brazos, veinte euros en el monedero y la ayuda de cuatrocientos mensuales en la cuenta.
Cerré la puerta con cuidado y salí al pasillo. Necesitaba agua; la cabeza me zumbaba de cansancio segunda noche sin dormir. Ayer Miguel despertó a la una y no volvió a cerrar los ojos hasta las cinco. Y a las diez de la mañana, otra vez en pie. Caminaba como un zombi, los ojos llenos de arena.
La luz de la cocina estaba encendida. Ana María seguía despierta. Solo quería un vaso de agua, pero no di un paso antes de que me viera.
¿Todavía no duermes? se giró. Otra vez con el móvil, veo la luz bajo la puerta.
Miguel no descansa respondí. Le duelen los dientes
Bufó. En ese sonido cabía todo: desconfianza, la insinuación de que era una vaga, el *«en mis tiempos trabajaba y criaba hijos»*.
¿Puedes hacer menos ruido? pedí, sobresaltada por el estruendo de los platos. Miguel acaba de dormirse.
Algo relució en su mirada. Se volvió hacia el fregadero, encorvada, y de pronto
Se giró hacia mí. La cara contraída, los ojos entrecerrados. Dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco.
¿Menos ruido? rep